Esta es la Iglesia,  dijo Benedicto XVI

Esta es la Iglesia, dijo Benedicto XVI

4 de mayo de 2013 Desactivado Por Regnumdei

El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la  primera y la segunda venida de Cristo:  «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28),  dijo Jesús a los Apóstoles.

 

Domingo VI de Pascua, Ciclo C


La primera lectura, tomada de los Hechos de los Apóstoles, se refiere al así llamado  «Concilio de Jerusalén», que afrontó la cuestión de si a los paganos convertidos al  cristianismo se les debería imponer la observancia de la ley mosaica. El texto,  dejando de lado la discusión entre «los Apóstoles y los ancianos» (Hch 15, 4-21),  refiere la decisión final, que se pone por escrito en una carta y se encomienda a dos  delegados, a fin de que la entreguen a la comunidad de Antioquía (cf.Hch 15, 22- 29).  Esta página de los Hechos de los Apóstoles es muy apropiada para nosotros, que  hemos venido aquí para una reunión eclesial. Nos habla del sentido del  discernimiento comunitario en torno a los grandes problemas que la Iglesia  encuentra a lo largo de su camino y que son aclarados por los «Apóstoles» y por los  «ancianos» con la luz del Espíritu Santo, el cual, como nos narra el evangelio de  hoy, recuerda la enseñanza de Jesucristo (cf. Jn 14, 26) y así ayuda a la comunidad  cristiana a caminar en la caridad hacia la verdad plena (cf. Jn 16, 13). Los jefes de  la Iglesia discuten y se confrontan, pero siempre con una actitud de religiosa  escucha de la palabra de Cristo en el Espíritu Santo. Por eso, al final pueden  afirmar:  «Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…» (Hch 15, 28).  Este es el «método» con que actuamos en la Iglesia, tanto en las pequeñas  asambleas como en las grandes. No es sólo una cuestión de modo de proceder; es  el resultado de la misma naturaleza de la Iglesia, misterio de comunión con Cristo  en el Espíritu Santo.

 

«Hemos decidido el Espíritu Santo y nosotros…». Esta es la Iglesia:  nosotros, la  comunidad de fieles, el pueblo de Dios, con sus pastores, llamados a hacer de guías  del camino; junto con elEspíritu Santo, Espíritu del Padre enviado en nombre del  Hijo Jesús, Espíritu de Aquel  que  es el «mayor» de todos y que nos fue dado  mediante Cristo, que se hizo el «menor» por nuestra causa. Espíritu Paráclito, Ad- vocatus, Defensor y Consolador. Él nos hace vivir en la presencia de Dios, en la  escucha de su Palabra,  sin  inquietud  ni temor, teniendo en el corazón la paz que  Jesús nos dejó y que el mundo no puede dar (cf. Jn 14, 26-27).  El Espíritu acompaña a la Iglesia en el largo camino que se extiende entre la  primera y la segunda venida de Cristo:  «Me voy y volveré a vosotros» (Jn 14, 28),  dijo Jesús a los Apóstoles. Entre la «ida» y la «vuelta» de Cristo está el tiempo de la Iglesia, que es su Cuerpo; están los dos mil años transcurridos hasta ahora; están  también estos poco más de cinco siglos en los que la Iglesia se ha hecho peregrina  en las Américas, difundiendo en los fieles la vida de Cristo a través de los  sacramentos y sembrando en estas tierras la buena semilla del Evangelio, que ha  producido el treinta, el sesenta e incluso el ciento por uno. Tiempo de la Iglesia,  tiempo del Espíritu Santo:  Él es el Maestro que forma a los discípulos:  los hace  enamorarse de Jesús; los educa para que escuchen su palabra, para que  contemplen su rostro; los configura con su humanidad bienaventurada, pobre de  espíritu, afligida, mansa, sedienta de justicia, misericordiosa, pura de corazón,  pacífica, perseguida a causa de la justicia (cf. Mt 5, 3-10).  Así, gracias a la acción del Espíritu Santo, Jesús se convierte en el «camino» por  donde avanza el discípulo. «El que me ama guardará mi palabra», dice Jesús al  inicio del pasaje evangélico de hoy.

 

«La palabra que escucháis no es mía, sino del  Padre que me ha enviado» (Jn 14, 23-24). Como Jesús transmite las palabras del  Padre, así el Espíritu recuerda a la Iglesia las palabras de Cristo (cf. Jn 14, 26). Y  como el amor al Padre llevaba a Jesús a alimentarse de su voluntad, así nuestro  amor a Jesús se demuestra en la obediencia a sus palabras. La fidelidad de Jesús a  la voluntad del Padre puede transmitirse a los discípulos gracias al Espíritu Santo,  que derrama el amor de Dios en sus corazones (cf. Rm 5, 5).  El Nuevo Testamento nos presenta a Cristo como misionero del  Padre. Especialmente en el evangelio de san Juan, Jesús habla muchas veces de sí  mismo en relación con el Padre que lo envió al mundo. Del mismo modo, también  en el texto de hoy. Jesús dice:  «La palabra que escucháis no es mía, sino del Padre  que me ha enviado» (Jn 14, 24). En este momento, queridos amigos, somos  invitados a fijar nuestra mirada en él, porque la misión de la Iglesia subsiste  solamente en cuanto prolongación de la de Cristo:  «Como el Padre me envió,  también yo os envío» (Jn 20, 21).  El evangelista pone de relieve, incluso de forma plástica, que esta transmisión de  consignas acontece en el Espíritu Santo:  «Sopló sobre ellos y les dijo:  «Recibid el  Espíritu Santo…»» (Jn 20, 22). La misión de Cristo se realizó en el amor. Encendió  en el mundo el fuego de la caridad de Dios (cf. Lc 12, 49). El Amor es el que da la  vida; por eso la Iglesia es enviada a difundir en el mundo la caridad de Cristo, para  que los hombres y los pueblos «tengan vida y la tengan en abundancia» (Jn 10, 10).  También a vosotros, que representáis a la Iglesia en América Latina, tengo la  alegría de entregaros de nuevo idealmente mi encíclica Deus caritas est, con la cual  quise indicar a todos lo que es esencial en el mensaje cristiano.  La Iglesia se siente discípula y misionera de este Amor:  misionera sólo en cuanto  discípula, es decir, capaz de dejarse atraer siempre, con renovado asombro, por  Dios que nos amó y nos ama primero (cf. 1 Jn 4, 10). La Iglesia no hace  proselitismo. Crece mucho más por «atracción»:  como Cristo «atrae a todos a sí»  con la fuerza de su amor, que culminó en el sacrificio de la cruz, así  la Iglesia  cumple su misión en la medida  en  que, asociada a Cristo, realiza  su obra  conformándose en espíritu y concretamente con la caridad de su Señor.

 

Queridos hermanos y hermanas, este es el rico tesoro del continente  latinoamericano; este es su patrimonio más valioso:  la fe en Dios Amor, que reveló  su rostro en Jesucristo. Vosotros creéis en el Dios Amor:  esta es vuestra fuerza,  que vence al mundo, la alegría que nada ni nadie os podrá arrebatar, la paz que  Cristo conquistó para vosotros con su cruz. Esta es la fe que hizo de Latinoamérica  el «continente de la esperanza».  No es una ideología política, ni un movimiento social, como tampoco un sistema  económico; es la fe en Dios Amor, encarnado, muerto y resucitado en Jesucristo, el  auténtico fundamento de esta esperanza que produjo frutos tan magníficos desde la  primera evangelización hasta hoy.  Así lo atestigua la serie de santos y beatos que el Espíritu suscitó a lo largo y ancho  de este continente. El Papa Juan Pablo II os convocó para una nueva  evangelización, y vosotros respondisteis a su llamado con la generosidad y el  compromiso que os caracterizan. Yo os lo confirmo y con palabras de esta V  Conferencia os digo:  sed discípulos fieles, para ser misioneros valientes y eficaces.  La segunda lectura nos ha presentado la grandiosa visión de la Jerusalén celeste. Es  una imagen de espléndida belleza, en la que nada es simplemente decorativo, sino  que todo contribuye a la perfecta armonía de la ciudad sant
a. Escribe el vidente  Juan que esta «bajaba del cielo, enviada por Dios trayendo la gloria de Dios»  (Ap 21, 10). Pero la gloria de Dios es el Amor; por tanto, la Jerusalén celeste es  icono de la Iglesia entera, santa y gloriosa, sin mancha ni arruga (cf. Ef 5, 27),  iluminada en el centro y en todas partes por la presencia de Dios-Caridad. Es  llamada «novia», «la esposa del Cordero» (Ap 20, 9), porque en ella se realiza la  figura nupcial que encontramos desde el principio hasta el fin en la revelación  bíblica. La Ciudad-Esposa es patria de la plena comunión de Dios con los hombres;  ella no necesita templo alguno ni ninguna fuente externa de luz, porque la  presencia de Dios y del Cordero es inmanente y la ilumina desde dentro.  Este icono estupendo tiene un valor escatológico:  expresa el misterio de belleza  que ya constituye la forma de la Iglesia, aunque aún no haya alcanzado su  plenitud. Es la meta de nuestra peregrinación, la patria que nos espera y por la cual  suspiramos. Verla con los ojos de la fe, contemplarla y desearla, no debe ser  motivo de evasión de la realidad histórica en que vive la Iglesia compartiendo las  alegrías y las esperanzas, los dolores y las angustias de la humanidad  contemporánea, especialmente de los más pobres y de los que sufren (cf. Gaudium  et spes, 1).  Si la belleza de la Jerusalén celeste es la gloria de Dios, o sea, su amor, es  precisamente y solamente en la caridad como podemos acercarnos a ella y, en  cierto modo, habitar en ella. Quien ama al Señor Jesús y observa su palabra  experimenta ya en este mundo la misteriosa presencia de Dios uno y trino, como  hemos escuchado en el evangelio:  «Vendremos a él y haremos morada en él»  (Jn 14, 23). Por eso, todo cristiano está llamado a ser piedra viva de esta  maravillosa «morada de Dios con los hombres». ¡Qué magnífica vocación!

Una Iglesia totalmente animada y movilizada por la caridad de Cristo, Cordero  inmolado por amor, es la imagen histórica de la Jerusalén celeste, anticipación de la  ciudad santa, resplandeciente de la gloria de Dios. De ella brota una fuerza  misionera irresistible, que es la fuerza de la santidad.  Que la Virgen María alcance para América Latina y el Caribe la gracia de revestirse  de la fuerza de lo alto (cf. Lc 24, 49) para irradiar en el continente y en todo el  mundo la santidad de Cristo. A él sea dada gloria, con el Padre y el Espíritu Santo,  por los siglos de los siglos. Amén.