Le llaman Madre
No por casualidad ni en vano los devotos de María la llaman Madre.
Diríase que no saben invocarla con otro nombre y no se cansan de llamarla siempre madre. Madre sí, porque de veras es ella nuestra madre, no carnal, sino espiritual, de nuestra alma y de nuestra salvación.
Cuando el pecado privó a nuestras almas de la gracia, les privó también de la vida. Y habiendo quedado miserablemente muertas, vino Jesús nuestro redentor, y con un exceso de misericordia y de amor nos recuperó esta vida perdida con su muerte en la cruz, como él mismo lo declaró: «Vine para que tengan vida, y la tengan en abundancia» (Jn 10,10).
«En abundancia», porque como dicen los teólogos, Jesucristo con su redención nos trajo bienes capaces de reparar absolutamente los daños que nos causó Adán con su pecado. Y así, reconciliándonos con Dios, se convirtió en padre de nuestras almas en la nueva ley de la gracia, como ya lo había predicho el profeta: «Padre del siglo futuro, príncipe de la paz» (Is 9,5). Pues si Jesús es el padre de nuestras almas, María es la madre, porque dándonos a Jesús nos dio la verdadera vida, y ofreciendo en el Calvario la vida de su Hijo por nuestra salvación fue como darnos a luz y hacernos nacer a la vida de la gracia.
En dos momentos distintos, enseñan los santos padres, se demostró que María era nuestra madre espiritual; primero, cuando mereció concebir en su seno virginal al Hijo de Dios, como dice san Alberto Magno. Y más claramente san Bernardino de Siena, quien lo explica así: Cuando la santísima Virgen dio su consentimiento a la anunciación del ángel de que el Verbo eterno esperaba su aprobación para hacerse su Hijo, al dar su asentimiento pidió a Dios, con inmenso amor, nuestra salvación; y de tal manera se empeñó en procurárnosla, que ya desde entonces nos llevó en su seno como amorosísima y verdadera madre. Dice san Lucas en el capítulo 2, versículo 7, hablando del nacimiento de nuestro Salvador, que María dio a luz a su primogénito. Así que, dice el autor, si el evangelista afirma que entonces dio a luz a su primogénito, ¿se habrá de suponer que tuvo otros hijos? Pero es de fe que María no tuvo otros hijos según la carne fuera de Jesús; luego debió tener otros hijos espirituales, y éstos somos todos nosotros. Esto mismo reveló el Señor a santa Gertrudis, la cual, leyendo un día dicho pasaje del Evangelio estaba confusa, no pudiendo entender como siendo María madre solamente de Jesucristo, se puede decir que éste fue su primogénito. Pero Dios le explicó que Jesús fue su primogénito según la carne, pero los hombres son sus hijos según el espíritu.
Con esto se comprende lo que se dice de María en los Sagrados cantares: «Es tu vientre como montoncito de trigo cercado de azucenas» (Ct 7,3). Lo explica san Ambrosio, y dice que si bien en el vientre purísimo de María hubo un solo grano de trigo, que fue Jesucristo, sin embargo, se dice montoncito de trigo, porque en aquel solo grano de trigo estaban contenidos todos los elegidos, de los que María debía ser la madre. Por esto escribió el abad Guillermo: «En este único fruto, Jesús, único Salvador de todos, María dio a luz a muchos para la salvación. Dando a luz a la vida, dio a luz a muchos para la vida».
El segundo momento en que María nos engendró a la gracia fue cuando en el Calvario ofreció al eterno Padre, con tanto dolor, la vida de su amado hijo por nuestra salvación. Es entonces, asegura san Agustín, cuando habiendo cooperado con su amor para que los fieles nacieran a la vida de la gracia, se hizo igualmente con esto madre espiritual de todos nosotros, que somos miembros de nuestra cabeza, Jesús. Es lo mismo que significa lo que dice la Virgen de sí misma en el Cantar de los cantares: «Pusiéronme a guarda de viñas; y mi propia viña no la guardé» (Ct 1,6). María, por salvar nuestras almas, consintió que se sacrificara la vida de su Hijo. ¿Y quién era el alma de María sino su Jesús, que era su vida y todo su amor? Por esto le anunció el anciano Simeón que un día su bendita alma se vería traspasada de una espada muy dolorosa. «Y tu misma alma será traspasada por una espada de dolor» (Lc 2,35). Esa espada fue la lanza que traspasó el costado de Cristo, que era el alma de María. En aquella ocasión, con sus dolores, nos dio a luz para la vida eterna, por lo que todos podemos llamarnos hijos de los dolores de María. Nuestra madre amorosísima estuvo siempre y del todo unida a la voluntad de Dios, por lo que -dice san Buenaventura- viendo ella el amor del eterno Padre hacia los hombres que aceptó la muerte de su Hijo por nuestra salvación, y el amor del Hijo al querer morir por nosotros, para identificarse con este amor excesivo del Padre y del Hijo hacia los hombres, ella también, con todo su corazón, ofreció y consintió que su Hijo muriera para que todos nos salváramos.