«Efatá»: «Abrete», la asamblea litúrgica 

«Efatá»: «Abrete», la asamblea litúrgica 

4 de septiembre de 2021 Desactivado Por Regnumdei

El «desierto», en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos dramáticos


En este «signo» podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una «nueva humanidad». Todo renace y todo revive porque aguas benéficas riegan el desierto.

San Marcos 7,31-37

Cuando Jesús volvía de la región de Tiro, pasó por Sidón y fue hacia el mar de Galilea, atravesando el territorio de la Decápolis.

Entonces le presentaron a un sordomudo y le pidieron que le impusiera las manos.

Jesús lo separó de la multitud y, llevándolo aparte, le puso los dedos en las orejas y con su saliva le tocó la lengua.

Después, levantando los ojos al cielo, suspiró y le dijo: «Efatá», que significa: «Abrete».

Y enseguida se abrieron sus oídos, se le soltó la lengua y comenzó a hablar normalmente.

Jesús les mandó insistentemente que no dijeran nada a nadie, pero cuanto más insistía, ellos más lo proclamaban y, en el colmo de la admiración, decían: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos».


Queridos hermanos y hermanas, cada asamblea litúrgica es espacio de la presencia de Dios. Los discípulos del Señor, reunidos para la santa Eucaristía, proclaman que él ha resucitado, está vivo y es dador de vida, y testimonian que su presencia es gracia, es tarea, es alegría. Abramos el corazón a su palabra y acojamos el don de su presencia. En la primera lectura de este domingo, el profeta Isaías (35, 4-7) anima a los «cobardes de corazón» y anuncia esta estupenda novedad, que la experiencia confirma: cuando el Señor está presente se despegan los ojos del ciego, se abren los oídos del sordo, el cojo «salta» como un ciervo.

Todo renace y todo revive porque aguas benéficas riegan el desierto. El «desierto», en su lenguaje simbólico, puede evocar los acontecimientos dramáticos, las situaciones difíciles y la soledad que no raramente marca la vida; el desierto más profundo es el corazón humano cuando pierde la capacidad de oír, de hablar, de comunicarse con Dios y con los demás. Se vuelve entonces ciego porque es incapaz de ver la realidad; se cierran los oídos para no escuchar el grito de quien implora ayuda; se endurece el corazón en la indiferencia y en el egoísmo. Pero ahora —anuncia el profeta— todo está destinado a cambiar; esta «tierra árida» de un corazón cerrado será regada por una nueva linfa divina. Y cuando el Señor viene, dice con autoridad a los cobardes de corazón de toda época: «¡Ánimo, no temáis!» (v. 4).

Aquí se enlaza perfectamente el episodio evangélico, narrado por san Marcos (7, 31-37): Jesús cura en tierra pagana a un sordomudo. Primero lo acoge y se ocupa de él con el lenguaje de los gestos, más inmediatos que las palabras; y después, con una expresión en lengua aramea, le dice: «Effatà», o sea, «ábrete», devolviendo a aquel hombre oído y lengua. Llena de estupor, la multitud exclama: «Todo lo ha hecho bien» (v. 37). En este «signo» podemos ver el ardiente deseo de Jesús de vencer en el hombre la soledad y la incomunicabilidad creadas por el egoísmo, a fin de dar rostro a una «nueva humanidad», la humanidad de la escucha y de la palabra, del diálogo, de la comunicación, de la comunión con Dios. Una humanidad «buena», como es buena toda la creación de Dios; una humanidad sin discriminaciones, sin exclusiones —como advierte el apóstol Santiago en su carta (2, 1-5)—, de forma que el mundo sea realmente y para todos «espacio de verdadera fraternidad» (Gaudium et spes, 37), en la apertura al amor al Padre común, que nos ha creado y nos ha hecho sus hijos y sus hijas.

Queridos hermanos y hermanas, cuando el corazón se extravía en el desierto de la vida, no tengáis miedo, confiad en Cristo, el primogénito de la humanidad nueva: una familia de hermanos construida en la libertad y en la justicia, en la verdad y en la caridad de los hijos de Dios. Nuestra Madre común es María. Que ellos os conserven siempre unidos y alimenten en cada uno el deseo de proclamar, con las palabras y las obras, la presencia y el amor de Cristo. Amén.


SANTO PADRE BENEDICTO XVI, Domingo 6 de septiembre de 2009