Todos los Santos: Bienaventurados
No estamos solos; estamos rodeados por una gran nube de testigos: con ellos formamos el Cuerpo de Cristo, con ellos somos hijos de Dios, con ellos hemos sido santificados por el Espíritu Santo.
«Ellos poseerán en herencia…»
Evangelio según San Mateo 5,1-12a.
Al ver a la multitud, Jesús subió a la montaña, se sentó, y sus discípulos se acercaron a él.
Entonces tomó la palabra y comenzó a enseñarles, diciendo:
“Felices los que tienen alma de pobres, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices los pacientes, porque recibirán la tierra en herencia.
Felices los afligidos, porque serán consolados.
Felices los que tienen hambre y sed de justicia, porque serán saciados.
Felices los misericordiosos, porque obtendrán misericordia.
Felices los que tienen el corazón puro, porque verán a Dios.
Felices los que trabajan por la paz, porque serán llamados hijos de Dios.
Felices los que son perseguidos por practicar la justicia, porque a ellos les pertenece el Reino de los Cielos.
Felices ustedes, cuando sean insultados y perseguidos, y cuando se los calumnie en toda forma a causa de mí.
Alégrense y regocíjense entonces, porque ustedes tendrán una gran recompensa en el cielo; de la misma manera persiguieron a los profetas que los precedieron.”
De San Agustín:
Dice: «Abriendo su boca», para que esta misma detención advierta lo largo que ha de ser el sermón que se ha de pronunciar (de sermone Domini, 1,1).
Si alguno medita de una manera piadosa y conveniente, encontrará en este sermón cuanto se refiere a las buenas costumbres y al modo perfecto de vivir cristianamente. Por ello concluye así el sermón: “Todo aquel que oye estas mis palabras y hace cuanto le digo, le compararé con un hombres sabio” (Mt 7,24) (de sermone Domini, 1,1).
3a. Ninguna causa hay para el filosofar más que el fin bueno; por otra parte lo que hace a uno bienaventurado eso es un fin bueno. Por esto comienza por la beatitud diciendo: “««Bienaventurados los pobres de espíritu.» (de civitate Dei, 19,1).
La presunción del espíritu representa el orgullo y la soberbia. Se dice vulgarmente que los soberbios tienen un espíritu grande y con toda propiedad, porque el espíritu se llama viento. ¿Quién ignora que a los soberbios se les llama inflados como si estuvieran llenos de viento? Por lo cual, aquí se entienden por pobres de espíritu los humildes que temen a Dios, esto es, los que no tienen espíritu que hincha (de sermone Domini, 1,1).
3b. «…porque de ellos es el Reino de los Cielos.» Los soberbios apetecen los cosas de la tierra pero de los humildes es el Reino de los Cielos (de sermone Domini, 1,2).
4. «Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra.» Mansos son aquellos que ceden a las exigencias injustas, no resisten el mal y vencen las malas acciones con las buenas (de sermone Domini, 1,2).
Pelean los que no son mansos y se disputan las cosas temporales, pero siempre serán bienaventurados los humildes, porque ellos heredarán una tierra de donde nadie los podrá arrojar. Aquella tierra de la que se dice en el salmo: “Mi riqueza está en la tierra de los vivos” (Sal 140,6). Esto significa cierta estabilidad de la eterna herencia, donde el alma descansa por el buen afecto como en su propio lugar. Así como el cuerpo descansa en la tierra y de allí saca su alimento, la misma es el descanso y la vida de los santos (de sermone Domini, 1,2).
5. «Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados.» El luto es la tristeza que ocasiona la pérdida de personas queridas. Los convertidos a Dios pierden todo lo más querido que tienen en este mundo. No se gozan en aquellas cosas en que antes se alegraban y hasta que no posean el amor de la cosas eternas son heridos por alguna tristeza. Se consolarán en el Espíritu Santo, el cual con toda propiedad se llama Paráclito, lo que quiere decir consolador, porque enriquece con la eterna alegría a los que pierden la alegría temporal. Por lo tanto dice: “Puesto que ellos serán consolados” (de sermone Domini, 1, 2).
6. «Bienaventurados los que tienen hambre y sed de la justicia, porque ellos serán saciados.» Serán también saciados en la vida presente de aquella comida de quien dice el Señor: “Mi comida es el hacer la voluntad de mi Padre” (Jn 4,34), la cual es la justicia, y aquella agua, de la que todo el que bebiere: “se hará en él una fuente de agua que saltará hasta la vida eterna” (Jn 4,14) (de sermone Domini, 1,2).
7. «Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia.» Llama misericordiosos a los que socorren en las miserias porque así se les ofrece librarles de la miseria. Y por ello sigue: “Porque ellos alcanzarán misericordia” (de sermone Domini, 1,2).
8. «Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios.» Son necios todos aquellos que desean ver a Dios con los ojos exteriores, cuando sólo puede verse con el corazón, según está escrito en el libro de la Sabiduría: “Buscadlo por medio de la sencillez del corazón” (Sab 1,1). Lo mismo es corazón sencillo que corazón limpio (de sermone Domini, 1, 2).
Si los ojos, aun los mismos espirituales en el cuerpo espiritual, podrán ver tanto cuanto pueden éstos que ahora tenemos, sin duda alguna por medio de ellos no podremos ver a Dios (de civitate Dei, 22, 29).
Esta manera de ver es un premio de la fe por la cual se limpian los corazones. Como está escrito: “Limpiando con la fe los corazones de ellos” (Hch 15,9). Esto se prueba principalmente por aquella sentencia: “Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios” (de Trinitate. 1, 8).
Ninguno que vea a Dios vive en esta vida, en la cual se vive de una manera mortal y en estos sentidos corporales. Por lo que si alguno no ha salido de esta vida por medio de la muerte, o si no está totalmente separado del cuerpo, o si no vive enajenado de los sentidos corporales, no conocerá el premio, como dice el Apóstol, (2Cor 12,2) si se encuentra en el cuerpo o fuera del cuerpo, no puede ser conducido a aquella visión de Dios (de Genesi ad litteram, 12, 25).
9. «Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios.» Es la paz la tranquilidad del orden y el orden es la disposición por medio de la cual se concede a cada uno su lugar, según que sean iguales o desiguales. Así como no hay alguno que no quiera alegrarse, tampoco hay ninguno que no quiera tener paz, como sucede cuando aquellos que quieren la guerra no buscan otra cosa que encontrar la gloriosa paz batallando (de civitate Dei, 19, 13).
Son pacíficos en sí mismos aquéllos que, teniendo en paz todos los movimientos de su alma y sujetos a la razón, tienen dominadas las concupiscencias de la carne y se constituyen en Reino de Dios. En ellos, todas las cosas están tan ordenadas, que lo que hay en el hombre de mejor y más excelente domina a las demás aspiraciones rebeldes, que también tienen los animales. Y esto mismo que se distingue en el hombre (esto es, la inteligencia y la razón) se sujeta a lo superior, que es la misma verdad, el Hijo de Dios. Y no puede mandar a los inferiores quien no está subordinado a los superiores. Esta es la paz que se da en la tierra a los hombres de buena voluntad (de sermone Domini, 1, 2).
Y no puede suceder en esta vida que le acontezca a alguno el que no sienta esa ley de los miembros que se opone en todo a la ley de la inteligencia. Esto es lo que hacen los pacíficos sujetando las concupiscencias de la carne para poder venir alguna vez a conseguir la paz completa (in libro retractationum. 1, 19).
La perfección está en la paz, donde no hay aversión. Se llaman pacíficos los hijos de Dios, porque nada se encuentra en ellos que se oponga a Dios, pues también los hijos deben parecerse a sus padres (de sermone Domini,. 1, 2).
10. «Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos.» Una vez establecida y firmada interiormente la paz, aquel que ha de sufrir cualquier clase de persecuciones exteriores, de cualquier manera que sea atribulado exteriormente, dará mayor gloria a Dios (de sermone Domini, 1, 2).
La octava bienaventuranza vuelve sobre la primera, porque la manifiesta y prueba consumada y perfecta. Así en la primera y en la octava es donde se nombra el Reino de los Cielos. Siete bienaventuranzas son las que perfeccionan, porque la octava clarifica y demuestra lo más perfecto, para que por estos grados se perfeccionen los demás, como se ofrecen en el principio (de sermone Domini, 1, 3).
Debemos fijarnos atentamente en el número de estas sentencias. En estos siete grados conviene observar la obra septiforme del Espíritu Santo que describe Isaías (Is 11). Pero aquél empieza por lo más alto y éste por lo más bajo, porque allí se enseña que el Hijo de Dios habrá de bajar a lo más humilde, y aquí que el hombre, de lo más bajo habrá de elevarse hasta unirse con Dios. En estas cosas lo primero es el temor, que conviene a los hombres humildes, de quienes se dice: “Bienaventurados los pobres de espíritu”, esto es, no los que saben las cosas elevadas, sino los que temen. La segunda es la piedad, que conviene a los mansos, porque el que busca piadosamente, honra, no reprende, no resiste, lo cual es hacerse manso. La tercera es la ciencia, que conviene a los que lloran, los que aprendieron por qué males han sido oprimidos, siendo así que pedían los bienes. La cuarta es la fortaleza, que conviene a los que tienen hambre y sed, porque deseando la alegría sufren por los verdaderos bienes, deseando separarse de los bienes terrenos. La quinta es el consejo y conviene a los misericordiosos, porque es el único remedio para librarse de tantos males, perdonar a unos y dar a otros. La sexta es el entendimiento y conviene a los limpios de corazón, los cuales, una vez limpio el ojo, pueden ver lo que el ojo no vio. La séptima es la sabiduría, que conviene a los pacíficos, en los cuales ninguna disposición es rebelde, sino que obedece al espíritu. Un solo premio que es el Reino de los Cielos se designa de varias maneras. En el primero (como convención), está colocado el Reino de los Cielos, que es el principio de la sabiduría perfecta. Como si dijera: “El principio de la sabiduría es el temor de Dios” (Sal 110,10). A los mansos, se concede la herencia del reino de los cielos como testamento de un padre hacia los que le buscan con piedad. A los que lloran se les ofrece el consuelo como conociendo lo que han perdido, y en qué cosas han tomado parte. A los que tienen hambre se les ofrece la saciedad, como premio que alienta a trabajar por la eterna salvación. A los misericordiosos se les ofrece misericordia, porque usan del mejor consejo para que se les ofrezca lo que ellos ofrecen. A los limpios de corazón la facultad de ver a Dios como a los que tienen ojo limpio para entender las cosas eternas. Y a los pacíficos se les concede la semejanza de Dios. Todas estas cosas pueden cumplirse en esta
vida, así como sabemos que se cumplieron con los Apóstoles, porque lo que se ofrece después de esta vida no puede explicarse con palabras (de sermone Domini, 1, 4).
11. «Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa.» Conviene aclarar la importancia de lo que dice: “cuando os maldigan y digan todo mal”, porque maldecir es decir lo malo. Pero otra cosa es la maledicencia, ya sea dicha con afrenta en presencia de aquel que se maldice, o bien cuando se hiere la fama de aquel que está ausente. Perseguir es como obligar por la fuerza o tender emboscadas por la violencia (de sermone Domini,. 1, 5).
Lo cual considero añadido por aquellos que quieren gloriarse de las persecuciones y de la fama de sus malas obras. Por ello dicen que Cristo les pertenece porque se habla mal de ellos. En cambio, cuando se habla bien, se conoce desde luego el error de aquéllos. Y si alguna vez se jactan de cosas falsas no puede decirse que sufren estas cosas por Cristo (de sermone Domini,. 1, 5).
12. «Alegráos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos.» No me refiero aquí a las partes superiores de este mundo visible a las que llamamos cielos, porque nuestro galardón no debe encontrarse en las cosas visibles, sino en los cielos espirituales donde habita la justicia sempiterna. Experimentan ya este premio los que gozan de bienes espirituales, pero se habrá de perfeccionar cuando concluya esta vida mortal (de sermone Domini,. 1, 5).