REFORMA: ¿El descontento en la Iglesia?

21 de junio de 2012 Desactivado Por Regnumdei
El descontento en la Iglesia
No se necesita mucha imaginación para darse cuenta de que la "compañía" a la que aludo aquí es la Iglesia.
Tal vez se evitó mencionar el término "Iglesia" en el título sólo porque provoca espontáneamente una reacción de defensa en la mayor parte de los hombres de nuestro tiempo. Estos piensan: "Hemos oído hablar de la Iglesia hasta la coronilla, y además no ha sido nada agradable". La palabra y la realidad de la Iglesia se han desacreditado. Y por esta razón incluso una reforma permanente da la impresión de no cambiar nada. ¿O quizá el problema estriba en que hasta la fecha no ha sido descubierto qué tipo de reforma podría hacer de la Iglesia una "compañía" que valga la pena ser vivida?
Pero preguntémonos ante todo: ¿por qué la Iglesia resulta desagradable a tantas personas, e incluso a los creyentes, a personas que hasta hace poco podían ser consideradas entre las más fieles o que, aun sufriendo, lo siguen siendo todavía hoy? Los motivos son muy diversos y también opuestos, según el tenor de las posiciones. Algunos sufren porque la Iglesia se ha adecuado excesivamente a los parámetros del mundo actual; otros no ocultan su enfado porque todavía se mantiene extraña a este mundo. Para la mayoría de la gente el descontento con la Iglesia se manifiesta a partir de la constatación de que es una institución como tantas otras, y que como tal limita mi libertad. La sed de libertad es la forma mediante la cual hoy día se expresan el deseo de liberación y la percepción de no ser libre, de estar alienados. El anhelo de libertad aspira a una existencia que no esté limitada por algo ya dado y que me obstaculiza en mi desarrollo pleno, presentándome desde el exterior el camino que debo recorrer. Pero por todos lados chocamos contra barreras y bloqueos de calles de esta clase, que nos detienen y nos impiden ir adelante. De esta forma, las vallas que alza la Iglesia tienen un peso doble, pues penetran hasta la esfera más personal e íntima. Pero las normas de la vida de la Iglesia son muchos más que una simple regla de tráfico tendente a evitar los eventuales choques de la convivencia humana. Ellas tienen que ver con mi camino interior, y me dicen cómo debo comprender y configurar mi libertad. Me exigen decisiones, que no puedo tomar sin el dolor de la renuncia. ¿Acaso no quieren negarnos los frutos más hermosos del jardín de la vida? ¿No es cierto que con las restricciones producidas de tantas órdenes y prohibiciones nos ponen una barrera en el camino hacia un horizonte abierto? Y el pensamiento, ¿no lo obstaculizan en su grandeza, así como también la voluntad? ¿Tal vez la liberación tenga que ser necesariamente la salida de esta tutela espiritual? Y la única y verdadera reforma, ¿no sería la de rechazar todo esto? Pero entonces, ¿qué queda de esta "compañía"?
La amargura frente a la Iglesia presenta asimismo un motivo específico. En medio de un mundo gobernado por una disciplina dura y por constricciones inexorables, ahora y siempre se eleva hacia la Iglesia una esperanza silenciosa: ella podría representar en medio de esto una pequeña isla de vida mejor, un oasis de libertad en el que de cuando en cuando uno puede retirarse. La ira, o la desilusión, contra la Iglesia reviste un carácter completamente particular, porque se espera silenciosamente de ella mucho más que de las otras instituciones mundanas. En ella se debería realizar el sueño de un mundo mejor. O por lo menos se tendría que sentir el gusto de la libertad, el hecho de ser libres: ese salir de la caverna que mencionaba San Gregorio Magno, aludiendo a Platón.
Sin embargo, desde el momento en que la Iglesia se ha alejado concretamente de semejantes sueños, asumiendo también el aspecto de una institución y de todo lo que es humano, se alzan contra ella en una cólera muy amarga. Y esta cólera no puede desaparecer, porque no se puede extinguir ese sueño, se trata de una manera desesperada de transformarla según nuestros deseos: un lugar donde se puedan expresar todas las libertades, un espacio en el que caigan nuestros límites, donde se experimente esa utopía que tendrá que existir en alguna parte. Del mismo modo que en el campo de la acción política se querría construir finalmente un mundo mejor, así también se debería edificar finalmente una Iglesia mejor –quizá como la primera etapa del camino que lleva a aquél. Una Iglesia llena de humanidad, llena de sentido fraterno, de creatividad generosa, un lugar de reconciliación de todos y para todos.
Pero ¿de qué manera debería suceder esto? ¿Cómo se puede lograr una reforma semejante? Ahora bien, como se suele decir, de un modo u otro debemos comenzar. Suele decirse esto con la presunción ingenua del iluminado que está convencido de que las generaciones hasta ahora no han comprendido la cuestión, o que se han mostrado demasiado temerosas y poco inteligentes. Pero en este momento tenemos tanto la valentía como la inteligencia. Se debe obrar igualmente a pesar de la resistencia que puedan oponer a esta noble empresa los reaccionarios y los "fundamentalistas". Existe una fórmula que arroja luz para el primer paso. La Iglesia no es una democracia. Por lo que se ve, ella no ha integrado aún en su constitución interna ese patrimonio de derechos a la libertad que la Ilustración elaboró y que desde entonces ha sido reconocido como regla fundamental de las formaciones sociales y políticas. Así pues, parece la cosa más normal del mundo recuperar de una vez para siempre lo que había sido abandonado y comenzar a erigir este patrimonio fundamental de estructuras de libertad. El camino conduce –como suele decirse- de una Iglesia paternalista y distribuidora de bienes a una Iglesia –comunidad. Se afirma que ya nadie debería recibir pasivamente los dones que caracterizan al cristiano. Por el contrario, todos deben llegar a ser operadores activos de la vida cristiana. La Iglesia ya no debe descender desde lo alto. ¡No! Somos nosotros los que "hacemos" la Iglesia, y cada vez la hacemos nueva. Así llegará a ser finalmente "nuestra" Iglesia, y nosotros sus activos sujetos responsables. El aspecto pasivo deja lugar al activo. La Iglesia surge a través de discusiones, acuerdos y decisiones. En el debate emerge lo que todavía hoy se requiere, lo que todavía hoy puede ser reconocido por todos como pertenecientes a la fe o como línea moral directiva. Se elaboran nuevas "fórmulas de fe" abreviadas. En Alemania, en un nivel bastante elevado, se ha dicho que tampoco la liturgia tiene que corresponder a un esquema dado previamente, sino que debe surgir a partir de una determinada situación y por obra de la comunidad para la cual es celebrada. Tampoco ella tiene que ser alto autónomo, algo que sea expresión de quienes participan. En este camino se revela como un obstáculo la palabra de la Escritura, a la cual no se puede renunciar del todo. Hay que afrontarla, pues, con mucha libertad de elección. Pero no son muchos los textos que se pueden adaptar sin problemas a esta autorrealización, a la cual la liturgia ahora parece estar destinada.
Pero en esta obra de reforma en la que la "autoadministración" de la Iglesia debe sustituir al hecho de ser guiados por otros, pronto se plantean algunos interrogantes. ¿Quién tiene aquí propiamente el derecho de tomar las decisiones? ¿Con qué fundamentos se hace esto? En la democracia política se responde a este interrogante con el sistema de la representación: en las elecciones los individuos eligen a sus representantes, que toman las decisiones por ellos. Este cargo no sólo tiene un límite te
mporal, sino que además está circunscrito desde el punto de vista de su contenido por el sistema de partidos, y comprende sólo a los sectores de la acción política que la Constitución asigna a las entidades representativas.
También a este respecto existen algunas cuestiones: la minoría debe plegarse a la mayoría, y esta minoría puede ser muy grande. Por otra parte, no siempre está garantizado que el representante que yo elijo obre y se exprese verdaderamente como yo quiero, de manera que la mayoría victoriosa, viendo las cosas con mayor atención, no se considere completamente como sujeto activo del acontecimiento político. Al revés, tiene que aceptar las "decisiones que los otros toman", al menos para no poner en peligro el sistema político.
Pero más importante para nuestra cuestión es un problema general: todo lo que los hombres hacen, pueden ser anulado por otros; todo lo que proviene de un gusto humano, puede no agradar a otros, y todo lo que una mayoría decide, puede ser abrogado por otra mayoría. Una Iglesia cuyos fundamentos se apoyan en las decisiones de una mayoría, se transforma en una Iglesia puramente humana. Se reduce al nivel de lo que es factible y plausible, de todo cuanto es fruto de su propia acción y de sus propias intuiciones u opciones. 
La opinión sustituye a la fe. Y de hecho en las fórmulas de fe originadas autónomamente que yo conozco, el significado de la expresión "credo" no va más allá del significado de "nosotros pensamos". La Iglesia edificada con sus propias fuerzas tiene a fin de cuentas el sabor del "ellos mismos", que a los otros "ellos mismos" jamás les ha sentado bien y que muy pronto pone de manifiesto su pequeñez. La Iglesia se ha retirado al ámbito de lo empírico, y así se ha disuelto también como ideal soñado.
El activista, el que quiere construir todo por sí mismo, es lo opuesto del que admira –el "admirador"-. Restringe el área de su propia razón, y por eso pierde de vista el Misterio. Cuanto más se extiende en la Iglesia el ámbito de las cosas decididas y hechas autónomamente, tanto más angosta se convierte para todos nosotros. 
En ella la dimensión grande, liberadora, sino por lo que nos es donado. Se trata de algo que no procede de nuestro querer y de nuestro inventar, sino que nos precede, es algo inimaginable que viene a nosotros, algo que "es más grande que nuestro corazón". La reformatio, que es necesaria en todas las épocas, no consiste en el hecho de que podamos modelar cada vez "nuestra" Iglesia como más nos apetece, sino en el hecho de que siempre nos deshacemos de nuestras propias construcciones de apoyo a favor de una luz purísima que viene desde lo alto y que es al mismo tiempo la irrupción de la libertad pura.

Permitidme decir con una imagen lo que yo comprendo, una imagen que he encontrado en Miguel Ángel, quien retoma en esa perspectiva antiguas concepciones místicas y filosóficas cristianas. Con la mirada del artista, Miguel Ángel veía ya en la piedra que tenía ante sus ojos la imagen-guía que esperaba secretamente ser liberada y sacada a la luz. La tarea del artista, en su opinión, consistía sólo en quitar lo que aún cubría a la imagen. Miguel Ángel concebía la acción artística auténtica como un sacar a la luz, un poner en libertad, no como un hacer.

En la misma idea, pero aplicada a la esfera antropológica, se hallaba ya en san Buenaventura, quien explica el camino por el cual el hombre llega a ser él mismo, estableciendo una comparación con el tallista de imágenes, es decir, el escultor. El escultor no hace algo, dice el gran teólogo franciscano. Su obra es, en cambio, una
ablatio: consiste en eliminar, en tallar lo que es inauténtico. De esta forma, mediante la ablatio, sale a la superficie la nobilis forma, o sea la figura preciosa. Así también el hombre, para que resplandezca en él la imagen de Dios, debe acoger principalmente la purificación por medio de la cual el escultor, es decir, Dios, le libera de todas las escorias que oscurecen el espacio auténtico de su ser y que le hacen parecer como un bloque de piedra bruto, cuando, por el contrario, habita en él la forma divina.

Si entendemos exactamente esta imagen, podemos encontrar en ella incluso el modelo guía para la reforma eclesial. Desde luego la Iglesia tendrá necesidad siempre de nuevas estructuras humanas de apoyo, con el objeto de poder hablar y obrar en cualquier época histórica. Estas instituciones eclesiales, con sus respectivas configuraciones jurídicas, lejos de ser algo malo, son simplemente necesarias e indispensables. Pero envejecen, y entonces corren el riesgo de presentarse como algo esencial, apartando la atención de todo lo que es verdaderamente esencial. Y por esta razón ha de ser retiradas siempre, como si fueran andamiajes superfluos. La reforma es siempre una ablatio: un quitar, para que se haga visible la nobilis forma, el rostro de la Esposa, y junto con él también el del Esposo, el Señor vivo.

Semejante ablatio, semejante "teología negativa" representa una vía hacia una meta positiva. Sólo así penetra lo Divino y sólo así surge una congregatio, una asamblea, una reunión, una purificación, esa comunidad pura que anhelamos; una comunidad en la que un "yo" ya no está contra otro "yo", un "él mismo" contra otro "él mismo". Es más bien ese darse, ese fiarse que forma parte del amor, el que se convierte en un recibir recíproco de todo el bien y de todo lo que es puro. Así pues, para cada uno tiene valor la palabra del Padre generoso, que recuerda al hijo mayor envidioso todo lo que constituye el contenido de cualquier libertad y de cualquier utopía
realizada: "Todo lo mío es tuyo" (Lc. 15, 31; Cfr. Jn. 17,1).

La reforma verdadera es, pues, una ablatio, que como tal se transforma en congregatio. Tratemos de precisar esta idea de fondo. 
En un primer intento hemos contrapuesto el admirador al activista, y nos hemos expresado a favor del primero. Pero ¿qué es lo que evidencia esta contraposición? El activista, el que siempre quiere hacer, pone la propia actividad por encima de todo. Esto restringe su horizonte a la esfera de lo factible, de lo que puede convertirse en su objeto de su hacer. Hablando con propiedad, ve únicamente objetos. No está en condiciones de percibir lo que es más grande que él, porque esto pondría un límite a su actividad. Recorta el mundo según lo que es empírico. El hombre queda amputado. Con sus propias manos el activista se construye una prisión contra la cual protesta después a voz de grito.

Al contrario, el estupor auténtico es un "no" a la limitación de lo que es empírico, a lo que no es el más allá. El asombro prepara al hombre para el acto de fe, le abre al horizonte del Eterno. Sólo lo que carece de límites es suficientemente amplio para nuestra naturaleza, sólo lo ilimitado es adecuado a la vocación de nuestro ser.

Cuando este horizonte desaparece, todo residuo de libertad se convierte en algo muy pequeño y todas las liberaciones, que como consecuencia se pueden proponer, son un sucedáneo insípido que nunca satisface. La primera y fundamental ablatio, que es necesaria para la Iglesia, es siempre el acto de fe mismo. Ese acto de fe que rompe las barreras de lo finito y abre el espacio para llegar hasta lo ilimitado. La fe nos conduce "lejos, a tierras ilimitadas", como dicen los salmos. El moderno pensamiento científico nos ha encerrado cada vez más en la cárcel del positivismo, condenándonos de este modo al pragmatismo. Gracias a él se pueden lograr muchas cosas: se puede viajar a la luna, y más todavía, hacia la infinitud del cosmos. Con todo, uno está siempre en el mismo punto, pues la verdadera frontera, la
frontera de lo cuantitativo y de lo factible no se supera. Albert Camus ha descrito lo absurdo de esta forma de libertad en la figura del emperador Calígula: tiene todo a su disposición, pero cada cosa le resulta pequeña. En su ansia por tener cada vez más, y cosas más grandes, grita: "¡Quiero tener la luna, dadme la luna!". Ahora también para nosotros ha llegado a ser posible tener de alguna manera la luna. Pero hasta que no se abra la verdadera frontera entre el cielo y la tierra, entre Dios y el mundo, también la luna será un trozo de tierra, y llegar a ella no nos acercará ni siquiera un paso más hacia la libertad y a la plenitud que anhelamos.

La liberación fundamental que la Iglesia puede darnos consiste en estar en el horizonte de lo Eterno, en el salir de los límites de nuestro saber y de nuestro poder. La fe misma, en toda su grandeza y amplitud, es por esta razón la reforma siempre nueva y esencial de que tenemos necesidad; a partir de ella debemos poner a prueba las instituciones que en la Iglesia nosotros mismo hemos construido. 
Esto significa que la Iglesia debe ser el puente de la fe y que ella –especialmente en su vida asociativa intramundana- no puede llegar a ser un fin en sí misma. Está muy difundida hoy día, incluso en ambientes religiosos, la idea de que una persona es tanto más cristiana cuanto más está comprometida en la actividad eclesial. Se impulsa hacia una especie de terapia eclesiástica de la actividad, del hacer: se trata de asignar a cada uno un comité, o, por lo menos un compromiso en el interior de la Iglesia. Así se piensa, en cierto modo, que debe existir una actividad eclesial, se debe hablar de la Iglesia o se debe hacer algo por ella o en ella. Pero un espejo que se refleja a sí mismo deja de ser un espejo; una ventana que en lugar de permitir una mirada libre hacia el horizonte lejano se pone como una pantalla entre el observador y el mundo, ha perdido su sentido. Puede suceder que alguien se dedique ininterrumpidamente a actividades asociativas eclesiales y ni siquiera sea cristiano.Puede suceder que algo viva sólo de la Palabra y del Sacramento y ponga en práctica el amor que proviene de la fe, sin haber integrado jamás un comité eclesiástico, sin haberse ocupado nunca de las novedades de política eclesiástica, sin haber formado parte de sínodos y sin haber votado en ellos, y a pesar de todo sea un cristiano auténtico. No tenemos necesidad de una Iglesia más humana, sino de una Iglesia más divina; sólo entonces ella será verdaderamente humana. Y por eso todo lo que es hecho por el hombre en el seno de la Iglesia ha de ser reconocido como algo hecho en la única perspectiva del servicio. La libertad, que esperamos con razón de la Iglesia y en la Iglesia, no se realiza por el hecho de que introduzcamos en ella el principio de la mayoría. Ella no depende del hecho de que la mayoría prevalezca sobre la minoría, aunque ésta sea exigua. Depende, por le contrario, del hecho de que ninguno puede imponer su propia voluntad a los otros, aunque todos se reconozcan ligados a la palabra y a la voluntad del Único, que es nuestro Señor y nuestra libertad. En la Iglesia la atmósfera se enardece y se vuelve sofocante si los encargados del ministerio olvidan que el Sacramento no es una repartición de poder, sino la expropiación de mí mismo a favor de El, en cuya persona debo hablar y obrar. Cuando a la mayor responsabilidad corresponde una mayor autoexpropiación, ninguno es esclavo del otro; domina el Señor, y por eso vale el principio de que "el Señor es el Espíritu, y donde está el Espíritu del Señor, allí está la libertad" (2 Co 3, 17).

Reforma desde los orígenes
Joseph Ratzinger, 1 Sept. 1990.