La Iglesia en Japón: bombas y terremotos
Fue fundada por un español y defendida por un samurai
La sorprendente historia del cristianismo en el país asiático está jalonada de mártires, santos y heroísmo.
Álex Navajas – El Debate
La tierra de Japón está empapada de sangre de mártires cristianos. Sólo entre 1637 y 1638, alrededor de 40.000 de ellos fueron masacrados durante la persecución decretada por el shogun Tokugawa Iemitsu. Pertenecían a un desorganizado y maltrecho «ejército» compuesto en su mayoría por campesinos que se alzaron para defender su derecho a practicar el cristianismo. Al frente de la irregular e indefensa tropa se situaba un samurai cristiano llamado Amakusa Shiro.
Después, en 1641, se promulgó el «sakoku» («país blindado»), por el que se prohibía cualquier forma de contacto entre la población japonesa y los extranjeros. A partir de entonces, los cristianos crearon una simbología, una ritualidad e incluso una lengua propias, incomprensibles fuera de sus propias comunidades. En 1644, el último sacerdote cristiano que quedaba en el país nipón fue condenado a muerte, según explica la agencia Fides.
San Francisco Javier
Pero volvamos un siglo atrás, exactamente al 15 de agosto de 1549, día en que san Francisco Javier, el intrépido jesuita navarro, desembarcó en el archipiélago. Se trataba de la primera vez –al menos, documentada– que un misionero ponía sus pies en esas remotas tierras a las que quería evangelizar.
Pronto surgieron las conversiones: la primera comunidad cristiana se fundó en la isla de Kyushu, la más meridional de las cuatro grandes islas que componen el archipiélago. Después de que san Francisco Javier se marchara de Japón, le sustituyó el jesuita italiano Alessandro Valignano (1539-1606).
Una Iglesia boyante
A los jesuitas les siguieron los frailes franciscanos, principalmente italianos. Durante el siglo XVI, la comunidad católica creció hasta superar los 300.000 fieles y en 1588 se estableció la diócesis de Funay. La ciudad costera de Nagasaki era su principal centro. Y comenzaron a florecer vocaciones autóctonas: en 1582, los jesuitas japoneses organizaron un viaje a Europa para dar testimonio de la apertura a la fe cristiana del pueblo del Sol Naciente. Durante ocho años recorrieron Venecia, luego Lisboa y terminaron su viaje en Roma. Los jesuitas japoneses fueron recibidos por el Papa Gregorio XIII y también conocieron a su sucesor, Sixto V. En 1590 regresaron a su patria.
Pero pronto llegaron las dificultades. El shogunato Tokugawa se dio cuenta de que los jesuitas, a través de su labor evangelizadora, influían en la dinastía imperial, relegada de hecho a una función meramente simbólica. Por ello, interpretó la presencia de los cristianos como una amenaza para la estabilidad de su poder.
Los 26 mártires de Japón
En 1587, el kampaku (líder político y militar) Hideyoshi, «Mariscal de la Corona» en Nagasaki, promulgó un edicto que ordenaba a los misioneros extranjeros abandonar el país. Sin embargo, siguieron operando en la clandestinidad. Diez años después comenzaron las primeras persecuciones, y el 5 de febrero de 1597, veintiséis cristianos (6 franciscanos, 3 jesuitas y 17 japoneses) fueron crucificados. El 14 de mayo de 1614 es otra fecha recordada con dolor por los católicos japoneses: ese día se celebró la última procesión por las calles de Nagasaki, que visitó siete de las once iglesias existentes en la ciudad. Todas ellas fueron demolidas posteriormente para borrar cualquier huella de los misioneros.
Otra figura destacada de la evangelización del Japón fue el beato Angelo Orsucci, fraile dominico italiano que vivió entre 1573 y 1622. Zarpó de Lucca (Italia), embarcándose hacia España para llegar a Valencia y, finalmente, tras pasar por México, arribar a Filipinas y de allí a Japón, la tierra donde entregaría su vida. En una carta de 1602 escrita desde Manila y dirigida a su padre, escribía: «Parece que estos reinos están fuera del mundo». «Su ansia misionera y su deseo de martirio le llevaron a Japón, donde desembarcó en 1618», ha explicado a Fides monseñor Paolo Giulietti, arzobispo de Lucca. Al cabo de unos meses, fue descubierto y encarcelado. Durante sus cuatro años de prisión, consiguió escribir a su familia: «Estoy muy contento por el favor que me ha hecho Nuestro Señor, y no cambiaría esta prisión por los más grandes palacios de Roma». Fue martirizado el 10 de septiembre de 1622.
La persecución contra los cristianos no había hecho más que comenzar y se prolongaría durante 250 años más. En 1853, bajo la presión de Estados Unidos, Japón volvió a abrirse a las relaciones exteriores. En 1862, el Papa Pío IX canonizó a los veintiséis cristianos martirizados en 1597. Al año siguiente, misioneros franceses construyeron en Nagasaki una iglesia en su memoria: la Iglesia de Oura. Hasta 1871 no llegó la ansiada y plena libertad religiosa. En 1930 tuvo lugar una misión de evangelización en Japón, emprendida por san Maximiliano María Kolbe y sus hermanos conventuales.
La bomba atómica
Nagasaki volvió a convertirse en el principal centro católico del país nipón, con florecientes comunidades de cristianos. Sin embargo, prácticamente todas ellas desaparecieron, una vez más, con el lanzamiento de la bomba atómica el 9 de agosto de 1945 por orden del presidente estadounidense Harry Truman. Mucho se ha especulado sobre los motivos –que no fueron, desde luego, estratégicos– de por qué un reconocido masón como Truman escogió la ciudad con mayor presencia católica de Japón como objetivo.
La Iglesia católica en Japón cuenta hoy con 419.414 católicos sobre una población de 125 millones de habitantes (alrededor del 0,34%). El personal misionero está formado por 459 sacerdotes diocesanos, 761 sacerdotes religiosos, 135 religiosos, 4.282 religiosas y 35 seminaristas mayores.
La Iglesia japonesa, aunque pequeña en número, gestiona numerosas instituciones educativas (828 según datos del Anuario Pontificio 2023) y de beneficencia (653). Los obispos japoneses, de visita ad limina estos días en El Vaticano, habrán tratado con el Santo Padre estas cifras y habrán rememorado, a buen seguro, la heroica historia de la Iglesia en el país al que llegó, por primera vez, san Francisco Javier.