La Envidia y sus niveles

La Envidia y sus niveles

9 de julio de 2020 Desactivado Por Regnumdei

Cuando la envidia llega a niveles exorbitantes donde el deseo por la destrucción del prójimo es grave, se le considera como un pecado mortal.

¿Qué es envidia? R. Que es: Tristitia de bono alterius; como si uno se entristece del bien ajeno, en cuanto excede al propio bien, y lo disminuye, non efective, sed aparenter; esto es, no en la realidad, sino en la falsa aprensión del envidioso; porque los bienes del prójimo, en la verdad no son capaces a disminuir los de otros, cuando la caridad hace todos los bienes comunes, como también los males; y así el que envidia la felicidad del prójimo, finge un detrimento propio que no parece, sino en su depravado ánimo, y afecto desordenado, y así lo es también su tristeza.

 

Si ésta fuere del bien temporal del prójimo en cuanto se persuade, que éste ha de abusar de él en ofensa de Dios, o para otro mal, o por ser indigno de él, o porque él tiene necesidad del mismo, no será envidia. Tampoco lo será, el que uno se entristezca del bien ajeno, en cuanto puede serle a él, o a otros nocivo; pues esto es un temor del mal propio o ajeno, que siendo bien ordenado, no es culpable.

 

La envidia no se verifica entre el Superior e inferior en cuanto tales, cuando la suerte del Superior excede en mucho la del inferior; porque como dice S. Tom. el plebeyo no tiene envidia del Rey, ni el Rey la tiene del plebeyo. Dase, pues, la envidia entre los iguales, o entre los mayores, cuya mayoría no es muy distante de la condición o clase del envidioso.
Es la envidia pecado mortal ex genere suo, por ser directamente opuesta a la caridad con el prójimo. Si fuere acerca de la gracia y auxilios divinos, será un gravísimo pecado distinto en especie, y que va contra el Espíritu Santo. Las más veces sólo es culpa venial en el sujeto por parvidad de materia, o por falta de perfecta deliberación.

 

Del Compendio Moral Salmaticense
según la mente del Angélico Doctor

 

S. Francisco de Asís

 

Cap. VIII: Del pecado de envidia, que se ha de evitar
1Dice el Apóstol: Nadie puede decir: Señor Jesús, sino en el Espíritu Santo (1 Cor 12,3); 2y: No hay quien haga el bien, no hay ni siquiera uno (Rom 3,12). 3Por consiguiente, todo el que envidia a su hermano por el bien que el Señor dice y hace en él, incurre en el pecado de blasfemia, porque envidia al mismo Altísimo (cf. Mt 20,15), que dice y hace todo bien.
Los valores mas envidiados son el amor, el prestigio, el éxito, el bienestar y las posesiones materiales.
La envidia es uno de los siete pecados capitales y en su momento, San Agustín, la calificó como “el pecado diabólico por excelencia”. ¡Y no se equivocó!, este sentimiento tan destructivo ha llevado a muchos exitosos al rotundo fracaso sin que ellos hayan provocado su caída.
Cuando la envidia llega a niveles exorbitantes donde el deseo por la destrucción del prójimo es grave, se le considera como un pecado mortal.
Pobres de las almas que se alimentan de la envidia, ¿Qué cuentas rendirán al cielo cuando les llegue la hora del juicio?… La envidia es un pecado que obstaculiza el camino del amor hacia Dios.
La envidia sitúa a la persona en un gran malestar emocional… los psicólogos podrán decir que se trata de un cuadro depresivo originado por causas endógenas o traumáticas pero la realidad es que considerada sólo como enfermedad, no existe medicamento que la cure.
Este sentimiento, es un mal que interfiere, bloquea y desvía del camino correcto tanto al envidioso como a la victima.
Sócrates, dedicó mucho tiempo al estudio de este tema y concluye lo siguiente: “es envidia la que provoca placer por la desgracia de los amigos”.
Quizá fue Platón el primero en detectar la presencia de la envidia como una afección del alma en la literatura pero existen evidencias de que grandes personajes, a través de la historia, la han estudiado a profundidad.
El envidioso siempre es dueño de una mirada torcida, turbia y llena de odio. Los sentimientos de estas personas son mezquinos y revoltosos, pudiendo en ocasiones causar daños irreversibles en la vida de la persona envidiada.

 

 

La envidia de Caín por que Abel lo hizo bien o fue visto mejor

 

Una de las peculiaridades de la actuación envidiosa es que necesariamente se disfraza o se oculta, y no sólo ante terceros, sino también ante sí mismo. La forma de ocultación más usual es la negación: se niega ante los demás y ante uno mismo sentir envidia.
La envidia revela una deficiencia de la persona, del self del envidioso, que no está dispuesto a admitir. Si el envidioso estuviera dispuesto a saber de sí, a re-conocerse, asumiría ante los demás y ante sí mismo sus carencias.
La dependencia unidireccional del envidioso respecto del envidiado persiste aún cuando el envidiado haya dejado de existir. Y esta circunstancia –la inexistencia empírica del sujeto envidiado y la persistencia, no obstante, de la envidia respecto de él-descubre el verdadero objeto de la envidia, que no es el bien que posee el envidiado, sino el sujeto que lo posee.
El envidioso acude para el ataque a aspectos difícilmente comprobables de la privacidad del envidiado, que contribuirían, de aceptarse, a decrecer la positividad de la imagen que los demás tienen de él (el envidioso tiende a hacerse pasar por el mejor «informado», advirtiendo a veces que «aún sabe más»). Pero adonde realmente dirige el envidioso sus intentos de demolición es a la imagen que los demás, menos informados que él, o más ingenuos, se han construido sobre bases equivocadas.

 

¿Cómo conseguirlo? Mediante la difamación, originariamente «disfamación». En efecto, la fama es el resultado de la imagen. La fama por antonomasia es «buena fama», «buen nombre», «crédito». La difamación es el proceso mediante el cual se logra desacreditar gravemente la buena fama de una persona.
Ahora vemos dónde está realmente el verdadero objeto de la envidia. No en el bien que el otro posee, sino en el (modo de) ser del envidiado, que le capacita para el logro de ese bien.
El envidioso es un hombre carente de (algún o algunos) atributos y, por lo tanto, sin los signos diferenciales del envidiado. Sabemos de qué carece el envidioso a partir de aquello que envidia en el otro. Pero, además, en este discurso destaca la tácita e implícita aseveración de que el atributo que el envidiado posee lo debiera poseer él, y, es más, puede declarar que incluso lo posee, pero que, injustificadamente «no se le reconoce». Ésta es la razón por la que el discurso envidioso es permanentemente crítico o incluso hipercrítico sobre el envidiado, y remite siempre a sí mismo. Aquel a quien podríamos denominar «el perfecto envidioso» construye un discurso razonado, bien estructurado, pleno de sagaces observaciones negativas que hay que reconocer muchas veces como exactas.
No sólo el sujeto envidioso es inicialmente deficiente en aquello que el envidiado posee, sino que el enquistamiento de la envidia, es decir, la dependencia del envidioso respecto del envidiado perpetúa y agrava esa deficiencia. Decía Vives: «Con razón han afirmado algunos que la envidia es una cosa muy justa porque lleva consigo el suplicio que merece el envidioso».
Una de las invalideces del envidioso es su singular inhibición para la espontaneidad creadora. Ya es de por sí bastante inhibidor crear en y por la competitividad, por la emulación. La verdadera creación, que es siempre, y, por definición, original, surge de uno mismo, cualesquiera sean las fuentes de las que cada cual se nutra. No en función de algo o de alguien que no sea uno mismo. Pues, en el caso de que no sea así, se hace para y por el otro, no por sí. Todo sujeto, en tanto construcción singular e irrepetible, es original, siempre y cuando no se empeñe en ser como otro: una forma de plagio de identidad que conduce a la simulación y al bloqueo de la originalidad.