Iglesia evangelizadora
Pero para quienes la acogen, la Palabra se convierte en Palabra de Salvación y Palabra de Vida . Los que aceptan la Palabra, se convierten a Cristo y se hacen bautizar, quedan libres de sus pecados y reciben el don del Espíritu Santo.
San Pablo afirma que el Evangelio es «fuerza de Dios para la salvación de todo el que cree» (Rom 1,16). La evangelización es mucho más que una enseñanza: es como un sacramento; la predicación del Evangelio no sólo manifiesta verdades, sino que es el signo y el instrumento a través del cual actúa la fuerza de Dios y se derrama su gracia sobre aquellos que la acogen con fe (cf. 1 Tes 2,13; 1 Cor 2,4-5).
Esto lo constatamos también en Hechos. Terminada la predicación de Pedro el día de Pentecostés, nos refiere Lucas que «estas palabras les traspasaron el corazón y dijeron a Pedro y a los demás apóstoles: «¿Qué tenemos que hacer, hermanos?» (2,37). Las palabras exteriores son vehículo de la gracia interior que toca los corazones y los mueve a entregarse al Señor Jesús.
Lo mismo encontramos en el caso de los primeros paganos convertidos, Cornelio y su familia. Se nos relata cómo Pedro los anuncia la Buena Noticia y cómo la acción de Dios se hace presente a través de ese anuncio: «Estaba Pedro diciendo estas cosas cuando el Espíritu Santo cayó sobre los que escuchaban la Palabra» (10,44).
En la evangelización de Filipos un grupo de mujeres escuchan la predicación de Pablo. Entre ellas se encontraba Lidia, una pagana, vendedora de púrpura, que se había acercado al judaísmo del que era simpatizante. Ella escuchaba con interés y «el Señor le abrió el corazón para que se adhiriese a las palabras de Pablo» (16,14).
Desde luego, no se trata de algo automático. El anuncio debe ser libremente aceptado por cada oyente. Cuando Pablo predica ante el rey Agripa, este se siente afectado por el testimonio de Pablo, pero no queriendo comprometerse acaba reaccionando con una respuesta evasiva (26,28). Lo mismo les ocurrió a los atenienses (17,32). En otros casos, como hemos visto, se da un rechazo abierto de la Palabra (13,46) que llega incluso a provocar la persecución de los apóstoles.
Pero para quienes la acogen, la Palabra se convierte en Palabra de Salvación (13,26) y Palabra de Vida (5,20). Los que aceptan la Palabra (2,41; 8,14; 11,11; 17,11), se convierten a Cristo y se hacen bautizar, quedan libres de sus pecados y reciben el don del Espíritu Santo (2,38; 10,48; 16,15). Al acoger la Palabra por la fe, se recibe la salvación realizada por Cristo (13,38-39). Cuando una persona acepta la predicación, se somete a Cristo y a su influjo salvador y entonces toda su vida es transformada y renovada.
«También a los gentiles…» (11,18)
Todos conocemos por los evangelios las reticencias de los fariseos ante el hecho de que Jesús acogía a los pecadores. Repetidas veces hubo de explicar su conducta remitiéndose al amor misterioso del Padre y subrayando que «no necesitan de médico los sanos, sino los enfermos» (Mt 9,12) y que Él había venido preferentemente a buscar la oveja perdida (Lc 15,4-7). Lo mismo ocurría con otras clases de marginados por la sociedad de su tiempo y aun por las leyes, como es el caso de los leprosos (Mc 1,40-45)
Algo similar ocurrió con la predicación cristiana primitiva. A nosotros nos parece obvio que Dios «quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad» (1 Tim 2,4). Sin embargo, a los primeros evangelizadores no les pareció tan evidente. Al principio predicaban el evangelio sólo a los judíos (11,19). La evangelización y conversión de Cornelio y su familia ocurrió sin haberlo proyectado previamente los apóstoles y como a pesar suyo (recordar las resistencias de Pedro: 10,14). Poco a poco, tímidamente, se van lanzando a predicar a los no judíos (11,20); en esto los helenistas –es decir, judíos que vivían fuera de Palestina– jugaron un papel importante. Finalmente, con Pablo la misión se abre decididamente a los gentiles (13,46-47).
Y cuando por fin los gentiles entran masivamente en la Iglesia surge un nuevo problema. Algunos, apegados a las costumbres judías, consideran que era necesario circuncidarlos y obligarlos a guardar las leyes de los judíos para que pudieran salvarse (15,1.5). Sólo después de una larga y nada fácil deliberación (15,2.7), se concluyó que no había que imponer a los gentiles más cargas que las indispensables (15,28), pues «nos salvamos por la gracia del Señor Jesús» (15,11).
Todo esto es ilustrativo también para nosotros. Ellos, a pesar de conocer los anuncios de los grandes profetas acerca de una salvación universal, eran deudores de la mentalidad estrecha del judaísmo de su tiempo; y esa estrechez ocasionó retrasos y dificultades en la difusión del evangelio entre los paganos, y pudo haberla bloqueado definitivamente. Nosotros tenemos el evangelio hace 2000 años, pero también podemos estar condicionados por la mentalidad de nuestro tiempo, y esta mentalidad puede estar estorbando los impulsos que el Espíritu suscita hoy para la evangelización.
Por un lado, deberemos mantener muy firme la convicción de que «no se nos ha dado otro Nombre bajo el cielo por el que podamos salvarnos» (4,12). Cristo es la respuesta de Dios al pecado del hombre. Cristo es la solución a todo problema humano. Sólo en Él hay Salvación. Sólo Él es el Salvador. No hay ninguna otra doctrina o institución que salve. Dejar de proclamarle a los hombres de nuestro tiempo sería escatimarles el mayor don que Dios les ha otorgado, sería ocultarles el camino de la salvación e impedirles alcanzar su propia plenitud humana.
Por otro lado, hay que evitar el peligro de identificar a Cristo y la fe en Él con determinadas formas y expresiones (culturales, devocionales, teológicas…) Lo que ha sido válido en determinada época y lugar no tiene por qué serlo en las demás. Es el momento de centrarse en lo esencial y no absolutizar lo relativo. Esto no significa tirar por la borda todo lo pasado. Pero sí saber discernir que muchas expresiones y realizaciones han estado –o están– muy condicionadas por planteamientos individualistas, racionalistas, etc. Lo mismo que a los paganos de entonces les repelía la circuncisión y no se hubieran incorporado a la Iglesia si se les hubiera obligado a guardar la ley judía, hoy puede haber hombres y mujeres de buena voluntad que estarían dispuestos a aceptar a Cristo pero que encuentran estorbo en determinadas formas con que se expresa la Iglesia de hoy. Sólo desde un afianzamiento en lo esencial se pueden encontrar con creatividad nuevas expresiones válidas para los hombres de hoy.
«Al servicio de la Palabra» (6,4)
Tan importante es la evangelización que, al crecer la comunidad, los apóstoles deciden abandonar el servicio de las mesas –confiándolo a otros– para dedicarse «a la oración y al ministerio de la Palabra» (6,4).
Esta expresión nos aporta una sublime definición del apóstol: un diácono, un siervo de la Palabra. Lejos de manejarla a su gusto, es más bien él un instrumento de la Palabra; es la Palabra quien manda, y el apóstol sirve a la Palabra.
Algo similar se nos dice de Pablo. Durante su estancia en Corinto evangelizaba y trabajaba al mismo tiempo con sus manos; pero al unírsele Silas y Timoteo, «se dedicó enteramente a la Palabra» (18,5). La expresión puede traducirse de diversas maneras: se consagró todo entero a ella, se dio, se entregó, fue absorbido por la Palabra. Se puede decir que estaba poseído por la Palabra, que era su prisionero. Más que ser él el portador de la Palabra, era esta la que le sujetaba, le sostenía y era la portadora del apóstol.
Así, la tarea permanen
te de los apóstoles es anunciar la Palabra (4,29.31; 8,4.25; 11,19; 13,5; 14,25; 16,6.32; 18,11). Es su tarea incesante, continua: anunciar a Cristo, es decir, anunciar la Palabra que es Cristo. El fin de su misión es depositar la Palabra en los corazones de los hombres como una semilla llamada a crecer y a dar fruto de vida eterna.
Ciertamente evangelizan los apóstoles (5,42; 8,25), pero no sólo ellos. Pablo y Bernabé inician una poderosa actividad evangelizadora (14,7; 15,35; 16,10), que acaba penetrando en el corazón de Europa. También los siete, elegidos inicialmente para el servicio de las mesas, se dejan arrastrar por el Espíritu con ímpetu para el anuncio del Evangelio: así Esteban (6,10; 7,2ss) y Felipe (8,35.40). Y de la misma manera, también los creyentes son evangelizadores: San Lucas nos refiere que algunos ciudadanos de Chipre y de Cirene «llegados a Antioquía, hablaban también a los griegos y les anunciaban la Buena Nueva del Señor Jesús; la mano del Señor estaba con ellos y un crecido número recibió la fe y se convirtió al Señor» (11,20-21).
Por otra parte, la evangelización tiene una dimensión esencialmente comunitaria. No sólo porque suelen ir «de dos en dos» (8,14; 11,25; 13,2.4-6; 15,40-41; 19,22), según el mandato de Jesús (Lc 10,1). Sobre todo porque se percibe claramente que la comunidad se siente responsable de la misión.
Esto se ve cuando el primer viaje misionero de Pablo y Bernabé. La comunidad de Antioquía –que tenía una enorme vitalidad– percibe la llamada del Espíritu a que Pablo y Bernabé sean enviados; la comunidad ora y ayuna, impone las manos a los evangelizadores y los envía (13,2-3). A su regreso, vuelven a la comunidad que les ha enviado: «reunieron a la Iglesia y se pusieron a contar todo cuanto Dios había hecho juntamente con ellos y cómo había abierto a los gentiles la puerta de la fe» (14,26-28). Aunque sólo marchan ellos, la comunidad «va» con ellos, los envía, los sostiene con su oración y su ayuno… y se alegran con ellos alabando a Dios por lo que ha hecho a través de sus manos.
También es importante comprobar los lugares y circunstancias en que evangelizan. No hay un sitio fijo, sino que transmiten el evangelio allí donde hay alguien que puede escucharles: en la calle (2,14), a la puerta del templo (3,11), «por todas partes» (8,4), yendo de camino (8,27), al lado de un río (16,13), en la plaza pública 817,17), en la cárcel (4,8; 16,23) o habiendo sido apresado (21,40)… Pablo evan-gelizaba en las sinagogas (9,20; 13,5.14; 17,1.10; 19,8), sabiendo que Jesús le había enviado en primer lugar a los judíos, pero también en ambientes paganos, como el areópago de Atenas (17,22ss).
Pero sin duda hay un lugar privilegiado que destaca en la evangelización: las casas. Ya desde el principio vemos que los cristianos se reúnen en las casas (9,13; 2,46). De Pablo se nos dice que «predicaba y enseñaba en público y por las casas» (20,20). En Corinto se estableció en la casa de un tal Ticio Justo (18,7). Y con frecuencia el cabeza de familia era evangelizado y bautizado con todos los suyos en la propia casa; es el caso de Cornelio (cp. 10), Lidia (16,15) o el carcelero de Filipos (16, 33). Las casas se convertían así en lugares de oración y en ámbitos de vida comunitaria, a la vez que en plataformas de evangelización.
JULIO ALONSO AMPUERO Iglesia evangelizadora en los Hechos de los Apóstoles