En el Gólgota moderno: Auschwitz

En el Gólgota moderno: Auschwitz

13 de agosto de 2024 Desactivado Por Regnumdei

«Maximiliano no murió, ¡dio la vida por el hermano!» (San Juan Pablo II).

Maximiliano María Kolbe jamás había delinquido: no había robado, ni estafado, ni violado, ni maltratado, ni herido, ni matado o asesinado, sino, por el contrario, prefería ser pobre antes que otro lo fuera, prefería estar enfermo antes que otro enfermara o muriera. Tampoco era judío. Solo era un sacerdote católico y por eso estaba prisionero, condenado a trabajos forzados en un campo de exterminio. (…)


En febrero de 1941 San Maximiliano Kolbe es hecho prisionero junto a otros hermanos y enviado a la prisión de Pawiak, para ser después trasladado al campo de concentración de Auschwitz, en donde a pesar de las terribles condiciones de vida prosiguió su ministerio. En Auschwitz, el régimen nazi buscaba despojar a los prisioneros de toda huella de personalidad tratándolos de manera inhumana, como un simple número: a San Maximiliano le asignaron el 16670. La noche del 3 de agosto de 1941, un prisionero de la misma sección a la que estaba asignado San Maximiliano escapa; en represalia, el comandante del campo ordena escoger a diez prisioneros al azar para ser ejecutados. Entre los hombres escogidos estaba el sargento Franciszek Gajowniczek, polaco como San Maximiliano, casado y con hijos. El padre Maximiliano, que no se encontraba entre los diez prisioneros escogidos, se ofrece a morir en su lugar: “Soy un sacerdote católico. Querría ocupar el puesto de ese hombre que tiene esposa e hijos”. El comandante del campo acepta el cambio y Maximiliano es condenado a morir de hambre junto con los otros nueve prisioneros. Diez días después de su condena y al encontrarlo todavía vivo, los nazis le administran una inyección letal el 14 de agosto de 1941.

Un corazón sacerdotal enamorado de la Virgen Inmaculada. Es más: ¡locamente enamorado! Ella fue la inspiración de toda su vida. Y es que en el misterio de la Inmaculada Concepción se desvelaba a los ojos de su alma aquel mundo maravilloso de la gracia de Dios ofrecida al hombre. Su íntima convicción era que quien está con María es dócil al soplo del Espíritu Santo, sabe acoger su inspiración y puede entregarse totalmente a Cristo. Maximiliano Kolbe experimentó desde su primera juventud la maternidad espiritual de María: la maternidad que tuvo su inicio en el Calvario, a los pies de la cruz, cuando María aceptó como hijo al primer discípulo de Cristo. Su corazón y su pensamiento se concentraron de forma particular en torno al “nuevo comienzo” que fue en la historia de la humanidad – por voluntad de Dios – la Inmaculada Concepción de la que sería la Madre de Cristo: “Busquemos – decía – cada vez más, cada día más, acercarnos a la Inmaculada… porque ninguna criatura está tan cercana de Dios como la Inmaculada. Así acercaremos también todos los que nos son cercanos en el corazón a la Inmaculada y al buen Dios”.

Maximiliano Kolbe fue un verdadero discípulo de san Francisco, obediente y lleno de amor a la Iglesia, teniendo en el corazón un gran deseo por la salvación de todas las almas. Siguiendo el ejemplo del “Pobrecillo de Asís”, conoció a fondo las ansias y los anhelos de sus contemporáneos y, a través de un diálogo confiado y amoroso con Aquella que engendró en el tiempo al Hijo de Dios, se esforzó en ofrecer una respuesta a través de una obra valiente de evangelización. La Inmaculada fue para él, además de “dulce Madre”, ejemplo y guía de fidelidad a Dios y a su voluntad. También en esto siguió el ejemplo de San Francisco quien, como nos recuerdan sus primeros biógrafos, “amaba con indecible afecto a la Madre del Señor Jesús”.

Para llevar a cabo su apostolado se sirvió de todos los medios a su alcance, sin perder nunca el espíritu de sencillez y de pobreza evangélicas signo de identidad del carisma franciscano. En cierta ocasión fue interpelado por un visitante: “¿Qué diría San Francisco ante esta máquina tan costosa, si viviese ahora?”. La respuesta no se hizo esperar: “Se remangaría – dijo el santo al interlocutor -, haría andar a toda velocidad la máquina, trabajaría como trabajan estos buenos frailes, de manera tan moderna, para difundir la gloria de Dios y de la Inmaculada”.

Mártir de la caridad

«Maximiliano no murió, ¡dio la vida por el hermano!» (Juan Pablo II). En esta muerte, terrible desde el punto de vista humano, estaba toda la grandeza de este humilde franciscano: voluntariamente se ofreció a la muerte por amor. Por esto, la muerte de Maximiliano Kolbe sobre el Gólgota moderno que fue Auschwitz, se convirtió en un signo de victoria. La victoria conseguida sobre todo sistema de desprecio y de odio hacia el hombre y hacia lo que de divino existe en el hombre; victoria semejante a la conseguida por Jesucristo en el Calvario.

La realidad de la muerte en el martirio es siempre un tormento; pero, el secreto de esa muerte está en que Dios es mayor que el tormento y tiene la última palabra. La prueba del sufrimiento es grande, pero más fuerte es la prueba del amor. Se puede afirmar que san Maximiliano Kolbe, mediante su muerte en el terrible “búnker del hambre”, puso de relieve el drama de la humanidad del siglo XX. Sin embargo, el motivo más profundo es el hecho de que en este sacerdote-mártir se hizo particularmente transparente la verdad del Evangelio: ¡la verdad sobre la fuerza del amor! Es por esto que el papa Pablo VI declaró al padre Kolbe, por primera vez en la historia de la Iglesia, “mártir de la caridad”. Fue fuerte en su tormento, pero aún más fuerte en su amor, al que fue fiel, en el que creció a lo largo de toda su vida, en el que maduró en el campo de Auschwitz. Es por ello que el padre Kolbe sigue siendo un testigo singular de la victoria de Cristo sobre la muerte.

San Maximiliano Kolbe dejó una preciosa herencia a sus hermanos, los Frailes Menores Conventuales, y, a través de su compromiso y testimonio, a toda la Iglesia. La Milicia de la Inmaculada, fundada por él y reconocida como asociación pública e internacional de fieles, ha recogido de manera especial esta consagración a María, para que el Evangelio siga predicándose generosamente a todos y sea luz para la humanidad entera.