Yo soy la verdadera vid
Jn 15, 1-8: “El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante”
Vº Domingo de Pascua B
PADRES DE LA IGLESIA
San Cirilo de Alejandría: «El Señor, queriendo enseñarnos la necesidad que tenemos de estar unidos a Él por el amor, y el gran provecho que nos proviene de esta unión, se da a sí mismo el nombre de vid, y llama sarmientos a los que están injertados y como introducidos en Él, y han sido hechos ya partícipes de su misma naturaleza por la comunicación del Espíritu Santo (ya que es el santo Espíritu de Cristo quien nos une a Él). La adhesión de los que se allegan a la vid es una adhesión de voluntad y de propósito, la unión de la vid con nosotros es una adhesión de afecto y de naturaleza. Movidos por nuestro buen propósito, nos allegamos a Cristo por la fe y, así, nos convertimos en linaje suyo, al obtener de Él la dignidad de la adopción filial. En efecto, como dice san Pablo, quien se une al Señor es un espíritu con Él».
San Hilario: «“El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí, y yo en Él” (Jn 6, 56). Para estar en Él, tiene Él que estar en nosotros, ya que sólo Él mantiene asumida en su persona la carne de los que reciben la suya. Ya antes había enseñado la perfecta unidad que obra este Sacramento [la Eucaristía], al decir: “Así como me envió el Padre que posee la vida y yo vivo por el Padre, de la misma manera quien me come vivirá por mí” (Jn 6, 57). Él, por tanto, vive por el Padre; y, del mismo modo que Él vive por el Padre, así también nosotros vivimos por su Carne».
San Cirilo de Alejandría: «Hemos sido regenerados por Él y en Él, en el Espíritu, para que demos frutos de vida, no de aquella vida antigua y ya caduca, sino de aquella otra que consiste en la novedad de vida y en el amor para con Él. Nuestra permanencia en este nuevo ser depende de que estemos en cierto modo injertados en Él, de que permanezcamos tenazmente adheridos al santo mandamiento nuevo que se nos ha dado, y nos toca a nosotros conservar con solicitud este título de nobleza, no permitiendo en absoluto que el Espíritu que habita en nosotros sea contristado en lo más mínimo, ya que por Él habita Dios en nosotros».
San Agustín:
Jesús dijo que él era la vid, sus discípulos los sarmientos y el Padre el agricultor. Sobre ello ya he hablado, según mis alcances. En la misma lectura, hablando todavía de sí mismo que es la vid, y de los sarmientos, es decir, de sus discípulos, dice: Permaneced en mí y yo en vosotros (Jn 15,4). Pero ellos no están en él del mismo modo que él en ellos. Una y otra presencia es provechosa para ellos, no para él. En efecto, los sarmientos están en la vid de tal modo que, sin darle ellos nada a ella, reciben de ella la savia que les da vida; a su vez la vid está en los sarmientos proporcionándoles el alimento vital, sin recibir nada de ellos. De la misma manera, tener a Cristo y permanecer en Cristo es de provecho para los discípulos, no para Cristo; porque, arrancando un sarmiento, puede brotar otro de la raíz viva, mientras que el sarmiento cortado no puede tener vida sin la raíz.
Luego añade: Como el sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la vid, así tampoco vosotros si no permanecéis en mí (Jn 15,4). Gran encarecimiento de la gracia, hermanos míos: con ella instruye a los humildes y tapa la boca a los soberbios. Que repliquen, si se atreven, los que ignorando la justicia de Dios y queriendo establecer la propia, no se someten a la de Dios (Rom 10,3). He aquí a qué deben responder los que buscan complacerse a sí mismos y consideran que no tienen necesidad de Dios para realizar las buenas obras. ¿No resisten a esta verdad ellos, hombres de corazón corrompido y réprobos en la fe? (2 Tim 3,8). Esto es lo que dicen: «El ser hombres lo tenemos de Dios, el ser justos de nosotros mismos» 1. ¿Qué decís, ¡oh ilusos!, más que asertores demoledores del libre albedrío, que por una vana presunción caéis desde la altura de vuestro orgullo hasta el abismo más profundo? Afirmáis que el hombre puede cumplir la justicia por sí mismo: he aquí la cima de vuestro orgullo.
Pero la verdad os contradice, cuando afirma: El sarmiento no puede dar fruto de sí mismo, si no permanece unido a la vid. Corred ahora por lugares abruptos y, no hallando donde fijar el pie, precipitaos en vuestras parlerias, llenas de viento: éstas son las vanidades de vuestra presunción. Pero prestad oídos a lo que sigue, y horrorizaos si aún queda en vosotros algún sentido común. El que cree que puede dar fruto por sí mismo, no está unido a la vid; quien no está unido a la vid no está unido a Cristo, y, quien no está unido a Cristo no es cristiano: éste es el abismo al que os habéis precipitado.
Considerad una y mil veces las siguientes palabras de la Verdad: Yo soy la vid, y vosotros los sarmientos. El que está en mí y yo en él, ése dará mucho fruto, porque sin mí no podéis hacer nada (Jn 15,5). Y para evitar que alguno pudiera pensar que el sarmiento puede producir algún fruto, aunque escaso, después de haber dicho que quien permanece en él dará mucho fruto, no dice: «porque sin mi podéis hacer poco», sino: sin mí no podéis hacer nada. Se trate de poco o se trate de mucho, no se puede hacer sin el cual no se puede hacer nada. Y si el sarmiento da poco fruto, el agricultor lo poda para que lo dé más abundante; pero, si no permanece unido a la vid, no podrá producir fruto alguno. Y puesto que Cristo no podría ser la vid, si no fuese hombre, no podría comunicar esta virtud a los sarmientos si no fuese también Dios. Mas como nadie puede tener vida sin la gracia, y sólo la muerte cae bajo el poder del libre albedrío, continúa diciendo: El que no permanezca en mí será echado fuera, como el sarmiento, y se secará, lo cogerán y lo arrojarán al fuego y en él arderá (Jn 15,6). Los sarmientos son tanto más despreciables fuera de la vid cuanto más gloriosos unidos a ella. Como dice el Señor por boca del profeta Ezequiel, cortados de la vid son enteramente inútiles para el agricultor y no sirven al carpintero. El sarmiento ha de estar en uno de esos dos lugares: o en la vid o en el fuego; si no está en la vid estará en el fuego. Permanezca, pues, en la vid para librarse del fuego.
Si permanecéis en mí y mis palabras permanecen en vosotros, pediréis cuanto queráis y se os concederá (Jn 15,7). Permaneciendo unidos a Cristo, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que es conforme a Cristo? Estando unidos al Salvador, ¿qué otra cosa pueden querer sino lo que no es extraño a la salvación? En cuanto estamos unidos a Cristo queremos unas cosas y en cuanto estamos aún en este mundo queremos otras. Por el hecho de vivir en este mundo, a veces nos viene la idea de pedir algo cuyo daño desconocemos. Nunca tengamos el deseo de que se nos conceda, si queremos permanecer en Cristo, el cual no nos concede sino aquello que nos conviene. Permaneciendo, pues, en él y reteniendo en nosotros sus palabras, pediremos cuanto queramos, y todo nos será concedido. Porque si no obtenemos lo que pedimos, es porque no pedimos lo que permanece en él ni lo que se encierra en sus palabras, que permanecen en nosotros, sino que pedimos lo que desea nuestra codicia y la flaqueza de la carne.
Estas cosas no se hallan en él, ni en ellas permanecen sus palabras, entre las cuales está la oración que nos enseñó a decir: Padre nuestro que estás en los cielos. No nos salgamos en nuestras peticiones de las palabras y del contenido de esta oración, y obtendremos cuanto pedimos. Porque sólo entonces permanecen en nosotros sus palabras, cuando cumplimos sus preceptos y vamos en pos de sus promesas. Pero cuando sus palabras están sólo en la memoria, sin reflejarse en nuestro modo de vivir, somos como el sarmiento separado de la vid. A esta diferencia hace alusión el salmo cuando dice: Guardan en la memoria sus preceptos para cumplirlos (Sal 102,18). Hay muchos que los conservan en la memoria para menospreciarlos o para escarnecerlos y atacarlos. En ésos no permanecen las palabras de Cristo; tienen contacto con ellas, pero no están adheridos a ellas, y, por lo tanto, no les reportarán beneficio, sino que les servirán de testigos adversos. (Comentarios al evangelio de San Juan 81)
CATECISMO DE LA IGLESIA
787: Desde el comienzo, Jesús asoció a sus discípulos a su vida; les reveló el Misterio del Reino; les dio parte en su misión, en su alegría y en sus sufrimientos. Jesús habla de una comunión todavía más íntima entre Él y los que le sigan: «Permaneced en mí, como yo en vosotros… Yo soy la vid y vosotros los sarmientos» (Jn 15, 4-5). Anuncia una comunión misteriosa y real entre su propio cuerpo y el nuestro: «Quien come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él» (Jn 6, 56).
755: «La verdadera vid es Cristo, que da vida y fecundidad a los sarmientos, es decir, a nosotros, que permanecemos en Él por medio de la Iglesia y que sin Él no podemos hacer nada».
2074: «Jesús dice: “Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5). El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida fecundada por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. “Éste es el mandamiento mío: que os améis los unos a los otros como yo os he amado” (Jn 15, 12)».
736: «Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos “el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza”».
1988: «Por el poder del Espíritu Santo participamos en la Pasión de Cristo, muriendo al pecado, y en su Resurrección, naciendo a una vida nueva; somos miembros de su Cuerpo que es la Iglesia, sarmientos unidos a la Vid que es Él mismo».
San Juan Pablo II:
La llamada de los laicos implica su participación en la vida de la Iglesia y, por consiguiente, su comunión íntima en la vida misma de Cristo. Es, al mismo tiempo, don divino y compromiso de correspondencia. ¿No pedía Jesús a los dis- cípulos que le habían seguido que permanecieran constantemente unidos a Él y en Él, y que dejaran irrumpir en su mente y en su corazón su mismo impulso de vi- da? «Permaneced en mí, como yo en vosotros… Sin mí no podéis hacer nada». La verdadera fecundidad de los laicos, como la de los sacerdotes, depende de su unión con Cristo.
Es verdad que ese sin mí no podéis hacer nada no significa que sin Cristo no puedan ejercitar sus facultades y cualidades en el orden de las actividades tempo- rales. Esas palabras de Jesús, transmitidas por el Evangelio de Juan, nos advierten a todos, tanto clérigos como laicos, que sin Cristo no podemos producir el fruto más específico de nuestra existencia cristiana. Para los laicos ese fruto es especí- ficamente la contribución a la transformación del mundo mediante la gracia, y a la construcción de una sociedad mejor. Sólo con la fidelidad a la gracia es posible abrir en el mundo los caminos de la gracia, en el cumplimiento de los propios de- beres familiares, especialmente en la educación de los hijos; en el propio trabajo; en el servicio a la sociedad en todos los niveles y en todas las formas de compro- misó en favor de la justicia, el amor y la paz.
De acuerdo con esta doctrina evangélica, repetida por San Pablo y re- afirmada por San Agustín, el Concilio de Trento enseñó que, aunque es posible hacer obras, buenas incluso sin hallarse en estado de gracia, sin embargo sólo la gracia da un valor salvífico a las obras. A su vez, el Papa San Pío V, aun conde- nando la sentencia de quienes sostenían que «todas las obras de los infieles son pecados, y las virtudes de los filósofos [paganos] son vicios», rechazaba igual- mente todo naturalismo y legalismo, y afirmaba que el bien meritorio y salvífico brota del Espíritu Santo, que infunde la gracia en el corazón de los hijos adoptivos de Dios. Es la línea de equilibrio que siguió Santo Tomás de Aquino, quien a la cuestión «si el hombre puede querer y realizar el bien, sin la gracia», respondía: «No estando la naturaleza humana totalmente corrompida por el pecado hasta el punto de quedar privada de todo bien natural, el hombre puede realizar en virtud de su naturaleza algunos bienes particulares, como construir casas, plantar viñas y otras cosas por el estilo -campo de los valores y de las actividades de tipo laboral, técnico, económico…-, pero no puede llevar a cabo todo el bien connatural a él… como un enfermo, por sí mismo, no puede realizar perfectamente los mismos movimientos de un hombre sano, si no es curado con la ayuda de la medicina… ». Mucho menos aún puede realizar el bien superior y sobrenatural -bonum su- perexcedens, supernaturale-, que es obra de las virtudes infusas y, sobre todo, de la caridad que brota de la gracia.
(Homilía 10-11-93)
Benedicto XVI:
Jesús está con nosotros. En la parábola, Jesús continúa diciendo: «Yo soy la vid verdadera, y el Padre es el labrador», y explica que el viñador toma la podadera, corta los sarmientos secos y poda aquellos que dan fruto para que den más fruto. Usando la imagen del profeta Ezequiel, como hemos escuchado en la primera lectura, Dios quiere arrancar de nuestro pecho el corazón muerto, de piedra, para darnos un corazón vivo, de carne. Quiere darnos vida nueva y llena de fuerza. Cristo ha venido a llamar a los pecadores. Son ellos los que necesitan el médico, y no los sanos. Y así, como dice el Concilio Vaticano II, la Iglesia es el «sacramento universal de salvación» que existe para los pecadores, para abrirles el camino de la conversión, de la curación y de la vida. Ésta es la verdadera y gran misión de la Iglesia, que le ha sido confiada por Cristo. (22 de septiembre de 2011).
«El que permanece en mí y yo en él da fr
uto abundante» (
Jn15, 5; cf. Aleluya). Las palabras que Jesús dirigió a los Apóstoles, al final de la última Cena, constituyen una emotiva invitación también para nosotros, sus discípulos del tercer milenio. Sólo quien permanece íntimamente unido a él injertado en él como el sarmiento en la vid- recibe la savia vital de su gracia. Sólo quien vive en comunión con Dios produce frutos abundantes de justicia y santidad.