Las virtudes

Las virtudes

29 de junio de 2024 Desactivado Por Regnumdei

Cuatro potencias hay en el hombre, que al revestirse del hábito bueno de estas cuatro virtudes, quedan libres de las cuatro enfermedades que a causa del pecado sufren


La templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las virtudes más provechas para los hombres en la vida…


Las virtudes morales sobrenaturales son hábitos operativos infundidos por Dios en las potencias del hombre, para que todos los actos cuyo objeto no es Dios mismo, se vean iluminados por la fe y movidos por la caridad, de modo que se ordenen siempre a Dios. Estas virtudes morales, por tanto, no tienen por objeto inmediato al mismo Dios (fin), sino al bien honesto (medio), que conduce a Dios y de él procede, pero que es distinto de Dios. Hay muchas virtudes morales, pero tanto la tradición judeo-cristiana, como la filosofía natural de ciertos autores paganos, ha señalado como principales cuatro virtudes cardinales (de cardonis, gozne de la puerta). En efecto, «la templanza y la prudencia, la justicia y la fortaleza, son las virtudes más provechas para los hombres en la vida» (Sab 8,7; +STh II-II,47-170). Estas cuatro virtudes regulan el ejercicio de todas las demás virtudes. Cuatro potencias hay en el hombre, que al revestirse del hábito bueno de estas cuatro virtudes, quedan libres de las cuatro enfermedades que a causa del pecado sufren:
-la prudencia rige la actividad de la razón, asegurándola en la verdad y librándola del error y de la ignorancia culpable;
-la justicia fortalece la voluntad en el bien, venciendo así toda malicia;
-la fortaleza asiste a la sensualidad irascible, así se llama en lenguaje especializado al apetito que pretende valientemente el bien sensible arduo y difícil, (STh I,81,1-2), protegiéndola de la debilidad nociva;
-la templanza regula la sensualidad concupiscible, liberándola de los excesos o defectos de una inclinación sensible desordenada.
-La prudencia es una virtud que Dios infunde en el entendimiento práctico para que, a la luz de la fe, discierna y mande en cada caso concreto qué debe hacerse u omitirse en orden al fin último sobrenatural. Ella decide los medios mejores para un fin. Es la más preciosa de todas las virtudes morales, ya que debe guiar el ejercicio de todas ellas, e incluso la actividad concreta de las virtudes teologales. Cristo nos quiere «prudentes como serpientes y sencillos como palomas» (Mt 10,16). Y San Pablo: «Esto pido en mi oración, que vuestra caridad crezca en conocimiento y en toda discreción, para que sepáis discernir lo mejor» (Flp 1,9-10). Los espirituales antiguos apreciaban mucho la diácrisis, que permite al asceta guiarse a sí mismo y aconsejar bien a otros.
El imprudente yerra constantemente su camino, no se conoce, ni aprecia con verdad sus posibilidades reales, distorsiona la realidad en su mente, confundiéndola con sus sueños o manías, lleva su juicio más allá de su información y conocimiento, habla de lo que no sabe, es precipitado y atrevido, o perezoso y tímido, actúa con prisa o con excesiva lentitud, antes de tiempo o cuando ya es tarde, es obstinado en sus juicios, o demasiado crédulo e influenciable (Ef 4,14), pues no distingue los espíritus (1 Jn 4,1). El prudente, por el contrario, es el hombre que por ser humilde anda en la verdad: estudia o consulta lo que ignora, aprende con la experiencia, actúa con oportunidad y circunspección. Tiene sabiduría.
La justicia es una virtud sobrenatural por la que Dios infunde a la voluntad la inclinación constante y firme de dar a cada uno lo que en derecho es suyo (STh II-II,58,1). Después de la prudencia, es la más excelente de las virtudes cardinales, la que tiene un objeto más noble y necesario, y también más amplio, pues comprende el campo entero de las relaciones del hombre con Dios y con los hombres.
El cristiano por la justicia hace el bien (no cualquier bien, sino aquel bien precisamente debido a Dios y al prójimo) y evita el mal (aquel mal concreto que ofende a Dios o perjudica al hermano). La caridad extiende más o menos su radio de acción según los grados del amor; pero la justicia impone obligaciones estrictas, objetivamente bien delimitadas -aunque subjetivamente pueda en ocasiones haber dudas-. Y precisamente porque se trata de obligaciones objetivas y estrictas, pueden ser exigidas por la fuerza.
En la justicia se distinguen tres especies. La justicia conmutativa regula los derechos y deberes de los ciudadanos entre sí, dando o exigiendo a cada uno lo suyo. La justicia distributiva reparte bienes y cargas, derechos y deberes entre los individuos, considerando honestamente sus méritos y necesidades personales. La justicia legal, fundada en la observancia de las leyes, inclina al individuo a contribuir al bien común de la sociedad como es debido.
Muchas virtudes derivan de la justicia o están a ella conexas. La fiel observancia respeta cuidadosamente las normas (Mt 3,15; 5,18). La obediencia reconoce la autoridad de los superiores. La afabilidad sabe tratar bien a los hombres. La piedad nos mueve a prestar a los padres y a la patria honor y servicio. La epiqueya o equidad nos lleva a apartarnos con justa causa de la letra de la ley para mejor cumplir su espíritu. La veracidad, la gratitud…
Pero la gran virtud de la religión, también perteneciente a la justicia, requiere mención aparte. Por ella el hombre se inclina a dar a Dios el culto debido, mediante actos internos (devoción, oración) o también externos (adoración, ofrendas, culto). La religión no tiene por objeto a Dios mismo, como las virtudes teologales, sino su culto. «La religión es una confesión de fe, esperanza y caridad» (STh II-II,101,3 ad 1m). Las virtudes teologales imperan el acto de la religión (81,5 ad 1m). Por otra parte, la religión impera sobre las demás virtudes (misericordia, laboriosidad, castidad, etc.), ordenándolas a la gloria de Dios (81,1 ad 1m; 88,5). Todo lo cual nos muestra que en la vida del cristiano debe haber habitualmente un amplio espacio para los actos propios de la virtud de la religión, concretamente para el culto litúrgico, que es «fuente y cumbre» de la vida cristiana (SC 10a).
La fortaleza es una virtud infundida por Dios en el apetito irascible, vigorizándole para que no desista de procurar el bien arduo, ni siquiera por los mayores peligros. La fortaleza ataca y resiste, cohibe los temores atacando y modera las audacias resistiendo. Asiste al apetito irascible en cuanto está sujeto a la voluntad, y asiste también a ésta por redundancia. El acto máximo de la virtud de la fortaleza es el martirio, por el cual el cristiano confiesa a Cristo con cruz y con muerte (STh II-II, 124,2).
La fortaleza, inferior a la prudencia y justicia, es superior a la templanza, pues en el camino del bien es más difícil superar peligros y sufrimientos que vencer atracciones placenteras. La fortaleza, que es contraria a la pusilanimidad y a la ambición, a la presunción y a la vanidad, no es indiferencia impasible, ni audacia temeraria, es potencia espiritual que da valor, decisión, aguante y constancia.
La fortaleza tiene como partes integrantes o como virtudes conexas la magnanimidad, que se atreve a obras grandes, la paciencia, tantas veces elogiada en el Nuevo Testamento (1 Pe 2,20-21; Rm 5,3; 2 Cor 6,4; 2 Tes 3,5; 1 Tim 6,11; 2 Tim 3,10), la longanimidad, que se ocupa en obras buenas que sólo a largo plazo darán fruto (2 Cor 6,6; Gál 5,22; Col 1,11), la perseverancia en el bien, a pesar de las dificultades (Mt 10,22; 24,13). Como todas las virtudes, la fortaleza viene de Cristo Cabeza hacia sus miembros: «En todas estas cosas vencemos por Aquél que nos amó» (Rm 8,37; +2 Cor 12,9-10).
La templanza es una virtud sobrenatural infundida por Dios en el apetito concupiscible para moderar su inclinación a los placeres. Mientras la fortaleza estimula el apetito irascible para que resista el mal o se esfuerce en conseguir el bien arduo, la templanza más bien refrena en el hombre la inclinación al placer sensitivo y sensual. Modera, pero no destruye esa inclinación -en tal caso no sería una virtud-, sino que la libra tanto de la intemperancia desbordada, como de la insensibilidad excesiva.
No es la templanza la más excelsa de las virtudes morales, pero su desarrollo es imprescindible, ya que el hombre no puede ejercitar sus virtudes más altas en tanto sufre el lastre de una sensualidad desordenada. La purificación ascética del sentido es fase previa y necesaria para el vuelo del espíritu.
La templanza modera en el hombre esa curiosidad ilimitada de noticias, conocimientos, experiencias, esa avidez de impresiones, viajes, adquisiciones y gustos. La abstinencia y la sobriedad regulan en la fe el consumo de comida y bebida. La castidad, con la ayuda de la modestia y el pudor, ordena según Dios el apetito genésico. La clemencia modera las reacciones de crueldad y ferocidad.
La mansedumbre, que da suavidad y paciencia al amor de la caridad, es una de las virtudes más altas. Es la praotes de los monjes antiguos, que hace posible la paz del corazón, el silencio interior contemplativo, la apátheia, la hesychía. En Cristo se da en plenitud la mansedumbre (Mt 11,29), y hasta sus actos de violenta ira están sujetos por la mansedumbre al impulso de su más perfecta caridad (23,13-33; Mc 3,5; Lc 9,41; Jn 2, 15-16). Los apóstoles exhortan mucho a la mansedumbre, porque ella configura al buen Jesús (Gál 5,23; Col 3,12);
También la humildad, que suele considerarse derivada de la templanza, es virtud preciosísima, que, por respeto a Dios, cohibe el apetito desordenado de la propia excelencia. En ella hay respeto a Dios, y también a los hombres (STh II-II,161,3). La tradición espiritual, como veremos más detenidamente en un capítulo propio, siempre ha visto en la humildad «el fundamento del edificio espiritual» (161,5 ad 2m). Jesucristo, abatiéndose desde la altura de la divinidad hasta la muerte ignominiosa (Flp 2,5-11) es el supremo ejemplo de humildad, y el que nos muestra por la resurrección el premio que merece: «El que se humilla será ensalzado» (Lc 14,11; 18,14).