Segundo Domingo de Adviento
Ni el pesimismo enervante, ni la temeraria autosuficiencia, ni las conductas tortuosas son senderos que nos llevan a Cristo.
2º Domingo de Adviento
Entrada: Con gran gozo iniciamos esta celebración cantando, «Pueblo de Sión; mira al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón» (Is 30, 19.30).
En la oración colecta (Gelasiano) invocamos al Señor y le pedimos a él que es todopoderoso y rico en misericordia que, cuando salimos animosos al encuentro de su Hijo, no permita que lo impidan los afanes del mundo, y que nos guíe hasta Él con sabiduría divina, para que podamos participar plenamente del esplendor de su gloria.
En seguida (ofertorio, Gregoriano), pedimos que los ruegos y ofrendas de nuestra pobreza conmuevan al Señor y, al vernos desvalidos y sin méritos propios, acuda compasivo en nuestra ayuda. En la comunión cantamos: «Levántate, Jerusalén; ponte sobre la cumbre y mira la alegría que te va a traer tu Dios» (Bar 5, 5; 4, 36). Y pedimos después al Señor (postcomunión, Gregoriano) que, alimentados con la Eucaristía por la comunión de su sacramento, nos dé sabiduría para sopesar los bienes de la tierra amando intensamente los del cielo.
La liturgia de este Domingo nos recuerda que nuestra meta es siempre Cristo, la gran promesa de la salvación hecha por el Padre para todos los hombres de todos los tiempos. Y que el camino que nos conduce hasta Cristo es también de iniciativa divina. Los grandes profetas de Dios no han tenido otra misión en la Historia de la Salvación que preparar ese camino bajo la luz esplendorosa de la Revelación, es decir, abriendo las conciencias a la Palabra de Dios, renovadora de los corazones para el misterio de Cristo.
–Bar 5,1-9: Dios mostrará su esplendor sobre Jerusalén. El profeta Baruc anunció la salvación mesiánica como un retorno gozoso a la patria por los caminos de la justicia y de la piedad, de la humilde esperanza y de la rectitud del corazón, preparados por el mismo Señor que nos redime.
Ha pasado la hora del duelo y de la tristeza, y por ello Jerusalén debe adornarse con sus mejores ornamentos de gloria. Es la hora de la glorificación de sus hijos, de su retorno triunfal. Jerusalén va a ser en adelante como una reina majestuosa, aureolada por la gloria de Dios… Es una idealización de los tiempos mesiánicos. La justicia es la característica de la nueva teocracia mesiánica; por eso el Mesías se ceñirá con el cinturón de la justicia. Y esa justicia de los tiempos mesiánicos es fruto del conocimiento de Dios que suscribirá una nueva alianza escrita en los corazones.
El reino del Mesías es ante todo de un orden espiritual. «Desde Sión reverbera el esplendor de su belleza»: el Señor hace su entrada en el divino reino de su Iglesia. Aquí vuelve de nuevo a vivir su vida. La vida de la Iglesia es la vida de Cristo. El que quiera participar de la vida de Cristo tiene que asimilar por los sacramentos la vida de la Iglesia. Dios envió a su Hijo Unigénito al mundo para que nosotros vivamos por Él (Jn 4,9). «En Él, en el Hijo de Dios, estaba la vida y la vida era la luz de los hombres» (Jn 1, 4). Él vino y nos dio también a nosotros, los gentiles, «la potestad de ser hijos de Dios» ¡Una nueva vida, una vida divina! Los profetas, al prever los tiempos mesiánicos, se quedaron muy cortos. La realidad es mucho mayor que lo que ellos previeron y anunciaron con imágenes sublimes.
–El Salmo 125 canta el gozo de esta salvación tan admirable: «El Señor ha estado grande con nosotros y estamos alegres».
–Filipenses 1,4-6.8-11: Manteneos limpios e irreprochables para el día de Cristo. El ideal de la perfección cristiana y de la caridad creciente son las garantías evangélicas que nos pueden llevar santos e irreprochables hasta el Día del Señor. ¡Hasta el encuentro definitivo con el Corazón del Redentor! En el contexto del Adviento hemos de subrayar en esta lectura la idea del crecimiento, del desarrollo de la vida cristiana. Hemos de advertir como un deber imperioso e improrrogable que es necesario desarrollar la propia vida cristiana hacia formas más concretas y encarnando testimonios de los valores que ella encierra. No podemos contentarnos con una actitud de mera observancia de prácticas y preceptos. El cristiano no es solo un observante, sino también y principalmente un testigo de la vida de Cristo en toda su plenitud desde la Encarnación hasta su Ascensión a los cielos. Este tiempo litúrgico nos ofrece la ocasión de una revisión del modo cómo somos testimonio cristiano en medio del mundo.
–Lucas 3,1-6: Todos verán la salvación de Dios. Ni el pesimismo enervante, ni la temeraria autosuficiencia, ni las conductas tortuosas son senderos que nos llevan a Cristo. Solo la renovación interior puede abrir nuestras vidas al mensaje del Evangelio y al Amor santificador de Cristo. Si el Adviento ha introducido en la historia humana la Época última y se identifica con ella, ha de ser por esto una actitud constante de la vida cristiana. El creyente ha de sentirse siempre en estado permanente de conversión. Oigamos a San León Magno:
«Demos gracias a Dios Padre por medio de su Hijo en el Espíritu Santo, que, por la inmensa misericordia con que nos amó, se compadeció de nosotros y, estando muertos por el pecado, nos resucitó a la vida de Cristo (Ef 2,5) para que fuésemos en Él una nueva criatura, una nueva obra de sus manos. Por tanto, dejemos al hombre viejo con sus acciones (Col 3,9) y renunciemos a las obras de la carne nosotros que hemos sido admitidos a participar del nacimiento de Cristo. Reconoce ¡oh cristiano! tu dignidad, pues participas de la naturaleza divina (2 Pe 1,4) y no vuelvas a la antigua vileza con una vida depravada. Ten presente que, arrancado al poder de las tinieblas (Col 1,13) se te ha trasladado al reino y claridad de Dios. Por el sacramento del bautismo te convertiste en templo del Espíritu Santo. No ahuyentes a tan escogido huésped con acciones pecaminosas» (Homilía 1ª sobre la Natividad del Señor 3).
Para poder crecer en la caridad y desarrollar el discernimiento (1ª lect.), para saber leer en los acontecimientos de la historia (1ª y 3ª lect.) la presencia salvífica de Dios, es menester que el creyente se abra continuamente a Dios y a la historia.
De ahí la actualidad de la predicación del Bautista como programa de apertura penitencial a Cristo y a la gracia del Evangelio en cuantos buscan sinceramente los designios divinos de la salvación cristocéntrica. Es nuestra vida íntegra la que habrá de llevar a los demás hombres la autenticidad de nuestra fe y de nuestra comunión con Cristo, el Señor, más allá del altar y del templo. Hemos de ir por la vida abriendo a los hombres senderos para Cristo.
Manuel Garrido O.S.B. Fundación Gratis Date