
Santa Catalina de Siena al Papa: ¡Responda al Señor…!
«Responda al Señor, quien lo llama a sostener y ocupar la silla del glorioso pastor San Pedro, cuyo vicario ha sido usted…»
Catalina Benincasa, mejor conocida como Catalina de Siena, experimentó con tan solo 7 años la presencia viva de Jesucristo, y prometió consagrarle su vida. Ella hizo carne aquellas palabras de Benedicto XVI: “No se comienza a ser cristiano por una decisión ética o una gran idea, sino por el encuentro con un acontecimiento, con una Persona, que da un nuevo horizonte a la vida y, con ello, una orientación decisiva”.
De este modo, comienza en Catalina un largo e intenso camino de oración y conocimiento de sí misma. Un camino de contemplación.
Esta contemplación, en la tradición teológica de la Orden de Predicadores —de la cual Catalina fue miembro—, es un don de Dios. Y es, sin duda, fruto de la plegaria. Se trata de una iluminación espiritual: la inteligencia recibe una luz de conocimiento, al modo de conocimiento intuitivo profundo. ¿Es este un conocimiento cualquiera? No: es un conocimiento que desemboca en afecto, en amor, hacia Dios y hacia las creaturas. Este conocimiento es experimental, y es llamado sabiduría, como si dijéramos, un “saber sabroso”. Lejos de todo racionalismo, estamos frente a un conocimiento amoroso. Frente al amor conocido, y al conocimiento amado.
Ante el inmenso amor de Dios, Catalina experimenta la indignidad y la fragilidad de su persona. Esto no le genera ningún tipo de complejo culposo. El conocimiento de su fragilidad la inspira a ser humilde, destruye su amor egoísta y descubre que por sí misma no es nada: todo su ser lo ha recibido del Señor. Esta verdad le había sido revelada por el mismo Señor, en una visión mística, con las siguientes palabras: “Tú eres la que no eres; Yo soy el que soy. Si conservas en tu alma esta verdad, jamás podrá engañarte el enemigo y escaparás siempre a todos sus lazos” .
A este conocimiento sigue “el amor y, amando, el alma procura ir en pos de la verdad y revestirse de ella”. Por esta razón, Catalina señala que la humildad es ama y nodriza de la caridad. Y la caridad, como enseña Tomás de Aquino, es amistad con Dios.
Frente a una profunda crisis eclesial de papas y antipapas, corrupción y ausencia de coherencia evangélica, la santa de Siena no dejó de denunciar las faltas y perversiones de los clérigos, reclamándoles su conversión. La fuerza de su testimonio llegó a oídos del papa Gregorio XI, con quien comenzó un intercambio epistolar.
Por aquellos años, el Papa gobernaba desde Aviñón, despreciando la sede de Roma y rodeado de un ambiente cortesano y burgués. En cierta ocasión, sumergido en su oración, Gregorio XI tomó en conciencia la decisión -y se lo prometió a Jesús- de regresar Roma. El temor a los peligros y las amenazas de los reinos de Francia e Italia paralizaron su decisión. Pero en este contexto recibió una carta de Catalina: sin saber de su promesa, ella le reprochó su cobardía y le exigió: “Cumpla con su promesa hecha a Dios (…) ¡Ánimo, virilmente, Padre! Que yo le digo que no hay que temblar”.
Palacio de los Papas de Aviñón.
Una joven dominica se presenta a las puertas exigiendo ver al Papa. Se había hecho preceder por cartas en las que pedía, con un dulce descaro, al Santo Padre que regresara a la diócesis de Pedro, a Roma. Nunca se sabrá por qué, pero curiosamente el Papa devoraba las cartas de aquella muchacha de Siena. La religiosa reprochaba al Sumo Pontífice que mantuviera el Papado en el exilio. Lo hacía con la fuerza contagiante de la ternura: «Yo os digo, dulce Cristo en la tierra, de parte de Cristo en el Cielo…». Así comenzaba siempre sus misivas en las que exigía a Gregorio XI el mayor sacrificio que podría pedirle en su vida: regresar a Roma.

Aviñón era residencia de los Papas desde hacía 67 años. Las guerras intestinas en Europa, y especialmente en Italia, llevaron al pontífice a huir de Roma para pedir protección al rey de Francia. Cuando, a la muerte de Gregorio XI, fue elegido Urbano VI, los cardenales huyeron de Roma. Se reunieron de nuevo en cónclave y eligieron por unanimidad antipapa al cardenal Roberto de Ginebra, primo del rey de Francia. Tomó el nombre de Clemente VII y partió para Aviñón.
Europa se dividió en la obediencia a dos Papas. La gente no sabía a quién de los dos obedecer. Incluso algunos santos, como san Vicente Ferrer, se adhirieron a Aviñón.
Catalina de Siena fue entonces el único nexo de diálogo entre todas las partes. Desde la cátedra de sus innumerables cartas exigió a unos y a otros la unidad por encima de todo. Su actividad no se detuvo ante el Papa, a quien le pidió moderar su carácter: «Vuestro peso, que es tan grave, el amor lo hará ser ligero…». Escribió al cardenal español Pedro de Luna, quien llegaría a ser el antipapa Benedicto XIII: «Quiero pues, dulce padre mío, que os enamoréis de la verdad». Escribió varias cartas a la reina Juana de Nápoles. «Considero mía vuestra alma…», le decía en señal de cariño.
Finalmente, en enero de 1377, el Papa regresó a Roma.
Cuando murió Catalina de Siena en 1380, la Iglesia seguía desgajada. Sin embargo, el diálogo que emprendió culminaría más tarde con la reunificación. Eran tiempos de profundo machismo, donde las mujeres, incluidas las religiosas, eran analfabetas. Catalina, con la fuerza del amor, demostró que la grandeza de la mujer no está en administrar el poder temporal, sino en mover los corazones hacia Dios. Hoy día nadie se acuerda de la larga lista de Papas y antiPapas que se sucedieron en aquellos años. Sin embargo, todo el mundo conoce a aquella muchacha que murió a los 33 años, Catalina de Siena, Doctora de la Iglesia.
Carta al papa Gregorio XI
«Dulce padre mío, con esta dulce mano le ruego y le solicito, venga a desconcertar a nuestros enemigos.
En el nombre de Jesucristo crucificado le digo: niéguese a seguir los consejos del demonio, quien retrasaría su santa y buena resolución. Sea hombre a mis ojos, y no un temeroso. Responda al Señor, quien lo llama a sostener y ocupar la silla del glorioso pastor San Pedro, cuyo vicario ha sido usted. Y alce el estandarte de la santa cruz; dado que al haber sido salvados por la cruz—así dice Pablo—alzando su estandarte, que a mi entender es refrigerio de los cristianos, seremos liberados – de nuestras guerras y divisiones, y muchos pecados, el pueblo infiel de la infidelidad. Así vendrá y conseguirá la reforma, dando buenos sacerdotes a la Santa Iglesia. Llene el corazón de ésta con el amor ardiente que ha perdido; al haber sido drenada de su sangre por hombres perversos que la han devorado, dejándola completamente debilitada. Reconfórtese y venga, padre, ya no haga más esperar a los servidores de Dios, que están afligidos por su deseo.
Y yo, pobre, miserable mujer, no puedo esperar más; viviendo, parezco morir en mi dolor, viendo a Dios tan agraviado.»
Santa Catalina de Siena
Carta al papa Gregorio XI