San Lucas 7, 36-8, 3
¡Resérvame para mí también, oh Jesús, el poder lavar tus pies, esos que has ensuciado mientras caminabas conmigo! Pero ¿dónde encontraré el agua viva con la que podré lavar tus pies? Si no tengo agua, tengo mis lágrimas.
Jesús se encuentra alrededor de la mesa en la casa de algunos fariseos (7,36; 11,37 y 14;1), situación que nos lleva a considerar a un Jesús, como un hombre con una mentalidad abierta pero fiel a sus convicciones a la hora de enfrentarse con los adoradores de la ley; nos encontramos con la imagen de un Jesús que cumple lo anunciado en otra página del evangelio: “los sanos no necesitan médico, en cambio los enfermos sí”. (Mt 9, 12).
Se trata de un Jesús que se enfrenta al mal para vencerlo, que se acerca a la humanidad de todos nosotros para llenarnos con su presencia y para iluminarnos con su luz; que se aproxima a nuestra realidad vital no para condenarnos sino para absolvernos, corresponde este Jesús al Hijo de Dios misericordioso que no excluye de su amor al pecador sino que con su gracia lo redime invitándolo a la corrección; en esta escena contemplamos a un Jesús muy cercano a la miseria humana, inmensamente compasivo y presto al perdón y a la redención, amigo de los publicanos y de los recaudadores de impuestos, y en esta escena próximo a los fariseos; todo esto suscitaba inconformidad entre ellos mismos y terminaban pensando en deshacerse de Jesús porque su presencia era signo de contradicción.
En este sentido es importante mencionar una primera conclusión: Siendo nosotros hombres y mujeres de este mundo, en ocasiones orgullosos y autosuficientes como los fariseos, pero al mismo tiempo ávidos de Dios, dejemos que el señor Jesús se acerque a nuestra vida para que transforme nuestra mentalidad y nuestra manera de ver el mundo y las circunstancias de quienes nos rodean; permitamos que Jesús entre a nuestra casa como lo hizo en la casa de los fariseos; dejemos que su acceso a la casa de nuestra propia existencia sea real y significativa, reconozcamos que es necesario retirar las fuertes trancas que le hemos puesto a las puertas de nuestra corazón y que impide su actuar misericordioso; permitamos que Jesús cene con nosotros y que cada vez que comamos su cuerpo y bebamos su sangre, que podamos decir: “Señor no soy signo de que entres en mi casa pero una palabra tuya bastará para sanarme”. (Mt 8,5-11). Que la actitud de nosotros para con Dios sea de gratitud por quedarse en medio de nosotros no obstante nuestra pequeñez.
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Era natural que los fariseos quisieran saber qué había de cierto en todo esto y quién era Jesús. Cuando le fue presentado un paralítico en una camilla y Jesús, ante todo el público, le perdona sus pecados; los escribas y fariseos piensan que está diciendo blasfemias [1] (ver Lc 5,20-21). En otra ocasión Jesús entró a comer a casa de Leví, que era un publicano, y «los fariseos murmuraban diciendo a los discípulos de Jesús: ´¿Por qué coméis y bebéis con los publicanos y pecadores?» (Lc 5,30). Todo esto antecede a la invitación del fariseo Simón. Finalmente arroja mucha luz sobre el relato de hoy el episodio inmediatamente anterior. Hablando de Juan el Bautista Jesús dice: «Todo el pueblo que lo escuchó… reconocieron la salvación de Dios, haciéndose bautizar con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los legistas, al no aceptar el bautismo de él, frustraron el plan de Dios sobre ellos» (Lc 7,29-30). Jesús sabía lo que pensaban sobre él los fariseos y lo expresa así: «Ha venido Juan el Bautista, que no comía pan ni bebía vino, y decís: ´Demonio tiene´. Ha venido el Hijo del hombre, que come y bebe, y decís: Ahí tenéis un comilón y un borracho, amigo de publicanos y pecadores» (Lc 7,33-34). Llamar a Jesús «comilón y borracho» es excesivo. La maledicencia de la gente puede llegar a ese extremo. No sabemos si Simón compartía este juicio sobre Jesús. En todo caso, lo invita para examinarlo, no por amistad, ni para hacerle un homenaje. Y Jesús acepta la invitación; pero ciertamente capta con qué intención fue invitado. San Lucas relata lo que ocurrió en ese momento con extrema delicadeza. Una mujer pecadora pública, al enterarse de la presencia de Jesús, lleva un frasco de alabastro lleno de perfume, y poniéndose detrás, comienza a llorar, y con sus cabellos seca los pies cansados del Maestro. Además besa sus pies y unge con el perfume. Cualquiera se habría sentido embarazado, más aun si era objeto del examen crítico de los fariseos. Pero Jesús no. Jesús aceptó agradecido este homenaje y este gesto de amor de la mujer y no hizo ningún movimiento de repulsión. Ante esta actitud de Jesús, el fariseo vio confirmada su opinión negativa sobre él: ¡No puede ser un profeta! En efecto, Simón razona así: «Si éste fuera un profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues es una pecadora».
Jesús ciertamente había sido invitado por Simón. Pero no se le habían hecho ninguna de los gestos de hospitalidad que se usaban con un invitado al que se deseaba honrar. En esas calles polvorientas de Palestina, ofrecer al huésped agua para los pies era un signo valioso de hospitalidad, pues el agua era un bien escaso y precioso. El beso con que se recibía al invitado era señal de afecto y amistad. Era costumbre ungir la cabeza con perfume. Ninguno de estos honores y amabilidades se usaron con Jesús. Simón invita a Jesús, pero no goza con su presencia, no cree en él. Jesús no se queja por esta falta de atención y le propone una breve parábola. Un señor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. No teniendo ellos con qué pagarle, los perdonó a los dos. Jesús pregunta a Simón: «¿Quién de ellos lo amará más?». Simón responde cautelosamente algo que es obvio: «Supongo que aquél a quien perdono más». Entonces Jesús aplica la respuesta a la situación concreta. Imaginemos la expectación de todos. «Volviéndose hacia la mujer, dijo a Simón: ¿Ves esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para los pies. Ella, en cambio, ha mojado mis pies con sus lágrimas y los ha secado con sus cabellos. Tú no me diste el beso. Ella, desde que entró, no ha dejado de besarme los pies. Tú no ungiste mi cabeza con aceite. Ella ha ungido mis pies con perfume. Por eso te digo que quedan perdonados sus muchos pecados, porque ha amado mucho. A quien poco se le perdona, poco ama».
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La mujer arrepentida: Ella entró en la casa de Simón, sin que nada la detuviera hasta llegar junto a Jesús, exponiéndose a ser expulsada y avergonzada. Amaba a Jesús porque, aunque se reconocía pecadora, sabía que Jesús la habría acogido, la habría apreciado, le habría devuelto su dignidad perdida y la habría amado. Es lo que él hace cuando, después de defenderla de la condenación de los comensales, le dice: «Tus pecados quedan perdonados… Tu fe te ha salvado, Vete en paz». Ella salió transformada en otra mujer. Ha nacido de nuevo por la gracia de Dios.
El episodio es un verdadero himno a la misericordia de Dios. Jesús demuestra que Él es mucho más que un profeta. El es el que vino al mundo a salvar
el mundo del pecado, tal como fue anunciado por el ángel a San José: «El salvará a su pueblo de sus pecados» (Mt 1,21). Él nos revela aquella voluntad salvífica del Dios verdadero: «No quiero la muerte del pecador, sino que se convierta y viva» (Ez 33,11). La mujer salió de la presencia de Jesús convertida en otra. Ella puede decir a todos lo que decía San Pablo: «Es cierta y digna de ser aceptada por todos esta afirmación: Cristo Jesús vino al mundo a salvar a los pecadores; y el primero de ellos soy yo» (1Tim 1,15). Ojala todos pudiéramos decir lo mismo.
Contemplar a la mujer arrodillada a los pies del Señor es la manifestación de la adoración que le debe rendir la humanidad toda al Hijo de Dios y siguiendo esta lógica podemos considerar que los perfumes y las lágrimas con que la mujer enjugaba los pies del Señor no son otra cosa sino la representación de las buenas obras y de los buenos sentimientos con que debemos exaltar la presencia de Jesús en el banquete de la Eucaristía.
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“Tu fe te ha salvado. Vete en paz”
“No son los que están sanos los que tienen necesidad de médico,
sino los que están enfermos” (Mt 9,12). Enseña al médico tu herida de
manera que puedas ser curado. Aunque tú no se la enseñes, Él la conoce,
pero exige de ti que le hagas oír tu voz. Limpia tus llagas con tus
lágrimas. Es así como esta mujer de la que habla el evangelio se quitó
de encima su pecado y el mal olor de su extravío; es así como se ha
purificado de su falta, lavando con sus lágrimas los pies de Jesús.
¡Resérvame para mí también, oh Jesús, el poder lavar tus pies,
esos que has ensuciado mientras caminabas conmigo!… Pero ¿dónde
encontraré el agua viva con la que podré lavar tus pies? Si no tengo
agua, tengo mis lágrimas. ¡Haz que, lavándote los pies con ellas, yo
mismo me purifique! ¿Cómo lo haré para que puedas decir de mi: “Sus
numerosos pecados le han sido perdonados, porque ha amado mucho”?
Confieso que mi deuda es considerable y que se me ha “perdonado mucho”,
a mi que he sido arrancado del ruido de las querellas de la plaza pública
y de las responsabilidades del gobierno, para ser llamado al sacerdocio.
Temo, por consiguiente, ser considerado como un ingrato si amo menos,
siendo así que se me ha perdonado mucho.
No puedo comparar a esta mujer con cualquiera otra, ya que, con justa
razón, sido preferida al fariseo Simón que recibía al Señor a comer.
Sin embargo, ella enseña, a todos los que quieren merecer el perdón, que
es besando los pies de Cristo y lavándolos con sus lágrimas,
enjugándolos con sus cabellos, y ungiéndolos con perfume, la manera de
obtenerlo… Si no podemos igualarla, el Señor Jesús sabe venir en ayuda
de los débiles. Allí donde nadie sabe preparar una comida, llevar un
perfume, traer consigo una fuente de agua viva (Jn 4,10), viene Él mismo.
San Ambrosio (c. 340-397), obispo de Milán y doctor de la Iglesia
La Penitencia, II, 8; SC 179