«Vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8, 29)
Si uno ama al prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente a Dios. (Benedicto XVI)
Este domingo —XXIV del tiempo ordinario— la Palabra de Dios nos interpela con dos cuestiones cruciales que resumiría así: «¿Quién es para ti Jesús de Nazaret?». Y a continuación: «¿Tu fe se traduce en obras o no?».
El primer interrogante lo encontramos en el Evangelio de hoy, cuando Jesús pregunta a sus discípulos: «Vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (Mc 8, 29). La respuesta de Pedro es clara e inmediata: «Tú eres el Cristo», esto es, el Mesías, el consagrado de Dios enviado a salvar a su pueblo. Así pues, Pedro y los demás Apóstoles, a diferencia de la mayor parte de la gente, creen que Jesús no es sólo un gran maestro o un profeta, sino mucho más. Tienen fe: creen que en él está presente y actúa Dios. Inmediatamente después de esta profesión de fe, sin embargo, cuando Jesús por primera vez anuncia abiertamente que tendrá que padecer y morir, el propio Pedro se opone a la perspectiva de sufrimiento y de muerte. Entonces Jesús tiene que reprocharle con fuerza para hacerle comprender que no basta creer que él es Dios, sino que, impulsados por la caridad, es necesario seguirlo por su mismo camino, el de la cruz (cf. Mc 8, 31-33). Jesús no vino a enseñarnos una filosofía, sino a mostrarnos una senda; más aún, la senda que conduce a la vida.
Esta senda es el amor, que es la expresión de la verdadera fe. Si uno ama al prójimo con corazón puro y generoso, quiere decir que conoce verdaderamente a Dios. En cambio, si alguien dice que tiene fe, pero no ama a los hermanos, no es un verdadero creyente. Dios no habita en él. Lo afirma claramente Santiago en la segunda lectura de la misa de este domingo: «La fe, si no tiene obras, está realmente muerta» (St 2, 17).
Al respecto me agrada citar un escrito de san Juan Crisóstomo, uno de los grandes Padres de la Iglesia que el calendario litúrgico nos invita hoy a recordar. Justamente comentando el pasaje citado de la carta de Santiago, escribe: «Uno puede incluso tener una recta fe en el Padre y en el Hijo, como en el Espíritu Santo, pero si carece de una vida recta, su fe no le servirá para la salvación. Así que cuando lees en el Evangelio: «Esta es la vida eterna: que te conozcan ti, el único Dios verdadero» (Jn 17, 3), no pienses que este versículo basta para salvarnos: se necesitan una vida y un comportamiento purísimos» (cit. en J.A. Cramer, Catenae graecorum Patrum in N.T., vol. VIII: In Epist. Cath. et Apoc., Oxford 1844).
BENEDICTO XVI, ÁNGELUS
Palacio pontificio de Castelgandolfo
Domingo 13 de septiembre de 2009