«El óbolo de la viuda»

«El óbolo de la viuda»

8 de noviembre de 2015 Desactivado Por Regnumdei

La viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás.

En el centro de la liturgia de la Palabra de este domingo, trigésimo segundo del tiempo ordinario, encontramos el personaje de la viuda pobre, o más bien, nos encontramos ante el gesto que realiza al echar en el tesoro del templo las últimas monedas que le quedan. Un gesto que, gracias a la mirada atenta de Jesús, se ha convertido en proverbial: «el óbolo de la viuda» es sinónimo de la generosidad de quien da sin reservas lo poco que posee. Ahora bien, antes quisiera subrayar la importancia del ambiente en el que se desarrolla ese episodio evangélico, es decir, el templo de Jerusalén, centro religioso del pueblo de Israel y el corazón de toda su vida. El templo es el lugar del culto público y solemne, pero también de la peregrinación, de los ritos tradicionales y de las disputas rabínicas, como las que refiere el Evangelio entre Jesús y los rabinos de aquel tiempo, en las que, sin embargo, Jesús enseña con una autoridad singular, la del Hijo de Dios. Pronuncia juicios severos, como hemos escuchado, sobre los escribas, a causa de su hipocresía, pues mientras ostentan gran religiosidad, se aprovechan de la gente pobre imponiéndoles obligaciones que ellos mismos no observan. En suma, Jesús muestra su afecto por el templo como casa de oración, pero precisamente por eso quiere purificarlo de usos impropios, más aún, quiere revelar su significado más profundo, vinculado al cumplimiento de su misterio mismo, el misterio de su muerte y resurrección, en la que él mismo se convierte en el Templo nuevo y definitivo, el lugar en el que se encuentran Dios y el hombre, el Creador y su criatura.

El episodio del óbolo de la viuda se enmarca en ese contexto y nos lleva, a través de la mirada de Jesús, a fijar la atención en un detalle que se puede escapar pero que es decisivo: el gesto de una viuda, muy pobre, que echa en el tesoro del templo dos moneditas. También a nosotros Jesús nos dice, como en aquel día a los discípulos: ¡Prestad atención! Mirad bien lo que hace esa viuda, pues su gesto contiene una gran enseñanza; expresa la característica fundamental de quienes son las «piedras vivas» de este nuevo Templo, es decir, la entrega completa de sí al Señor y al prójimo; la viuda del Evangelio, al igual que la del Antiguo Testamento, lo da todo, se da a sí misma, y se pone en las manos de Dios, por el bien de los demás. Este es el significado perenne de la oferta de la viuda pobre, que Jesús exalta porque da más que los ricos, quienes ofrecen parte de lo que les sobra, mientras que ella da todo lo que tenía para vivir (cf. Mc 12, 44), y así se da a sí misma.

Queridos amigos, a partir de esta imagen evangélica, deseo meditar brevemente sobre el misterio de la Iglesia, del templo vivo de Dios, y de esta manera rendir homenaje a la memoria del gran Papa Pablo VI, que consagró a la Iglesia toda su vida. La Iglesia es un organismo espiritual concreto que prolonga en el espacio y en el tiempo la oblación del Hijo de Dios, un sacrificio aparentemente insignificante respecto a las dimensiones del mundo y de la historia, pero decisivo a los ojos de Dios. Como dice la carta a los Hebreos, también en el texto que acabamos de escuchar, a Dios le bastó el sacrificio de Jesús, ofrecido «una sola vez», para salvar al mundo entero (cf. Hb 9, 26.28), porque en esa única oblación está condensado todo el amor del Hijo de Dios hecho hombre, como en el gesto de la viuda se concentra todo el amor de aquella mujer a Dios y a los hermanos: no le falta nada y no se le puede añadir nada. La Iglesia, que nace incesantemente de la Eucaristía, de la entrega de Jesús, es la continuación de este don, de esta sobreabundancia que se expresa en la pobreza, del todo que se ofrece en el fragmento. Es el Cuerpo de Cristo que se entrega totalmente, Cuerpo partido y compartido, en constante adhesión a la voluntad de su Cabeza. Me alegra saber que estáis profundizando en la naturaleza eucarística de la Iglesia, guiados por la carta pastoral de vuestro obispo.

Esta es la Iglesia que el siervo de Dios Pablo VI amó con amor apasionado y trató de hacer comprender y amar con todas sus fuerzas. Releamos su «Meditación ante la muerte», donde, en la parte conclusiva, habla de la Iglesia. «Puedo decir —escribe— que siempre la he amado… y que para ella, no para otra cosa, me parece haber vivido. Pero quisiera que la Iglesia lo supiese». Es el tono de un corazón palpitante, que sigue diciendo: «Quisiera finalmente abarcarla toda en su historia, en su designio divino, en su destino final, en su compleja, total y unitaria composición, en su consistencia humana e imperfecta, en sus desdichas y sufrimientos, en las debilidades y en las miserias de tantos hijos suyos, en sus aspectos menos simpáticos y en su esfuerzo perenne de fidelidad, de amor, de perfección y de caridad. Cuerpo místico de Cristo. Querría —continúa el Papa— abrazarla, saludarla, amarla en cada uno de los seres que la componen, en cada obispo y sacerdote que la asiste y la guía, en cada alma que la vive y la ilustra; bendecirla». Y a ella le dirige las últimas palabras como si se tratara de la esposa de toda la vida: «Y, ¿qué diré a la Iglesia, a la que debo todo y que fue mía? Las bendiciones de Dios vengan sobre ti; ten conciencia de tu naturaleza y de tu misión; ten sentido de las necesidades verdaderas y profundas de la humanidad; y camina pobre, es decir, libre, fuerte y amorosa hacia Cristo» (L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 12 de agosto de 1979, p. 12).

¿Qué se puede añadir a palabras tan elevadas e intensas? Sólo quisiera subrayar esta última visión de la Iglesia «pobre y libre», que recuerda la figura evangélica de la viuda. Así debe ser la comunidad eclesial para que logre hablar a la humanidad contemporánea. En todas las etapas de su vida, desde los primeros años de sacerdocio hasta el pontificado, Giovanni Battista Montini se interesó de modo muy especial por el encuentro y el diálogo de la Iglesia con la humanidad de nuestro tiempo. Dedicó todas sus energías al servicio de una Iglesia lo más conforme posible a su Señor Jesucristo, de modo que, al encontrarse con ella, el hombre contemporáneo pudiera encontrarse con Jesús, porque de él tiene necesidad absoluta. Este es el anhelo profundo del concilio Vaticano II, al que corresponde la reflexión del Papa Pablo VI sobre la Iglesia. Él quiso exponer de forma programática algunos de sus aspectos más importantes en su primera encíclica, Ecclesiam suam, del 6 de agosto de 1964, cuando aún no habían visto la luz las constituciones conciliares Lumen gentium y Gaudium et spes.

Con aquella primera encíclica el Pontífice se proponía explicar a todos la importancia de la Iglesia para la salvación de la humanidad, y al mismo
tiempo, la exigencia de entablar entre la comunidad eclesial y la sociedad una relación de mutuo conocimiento y amor (cf. Enchiridion Vaticanum, 2, p. 199, n. 164). «Conciencia», «renovación», «diálogo»: estas son las tres palabras elegidas por Pablo VI para expresar sus «pensamientos» dominantes —como él los define— al comenzar su ministerio petrino, y las tres se refieren a la Iglesia. Ante todo, la exigencia de que profundice la conciencia de sí misma: origen, naturaleza, misión, destino final; en segundo lugar, su necesidad de renovarse y purificarse contemplando el modelo que es Cristo; y, por último, el problema de sus relaciones con el mundo moderno (cf. ib., pp. 203-205, nn. 166-168). Queridos amigos —y me dirijo de modo especial a los hermanos en el episcopado y en el sacerdocio—, ¿cómo no ver que la cuestión de la Iglesia, de su necesidad en el designio de salvación y de su relación con el mundo, sigue siendo hoy absolutamente central? Más aún, ¿cómo no ver que el desarrollo de la secularización y de la globalización han radicalizado aún más esta cuestión, ante el olvido de Dios, por una parte, y ante las religiones no cristianas, por otra? La reflexión del Papa Montini sobre la Iglesia es más actual que nunca; y más precioso es aún el ejemplo de su amor a ella, inseparable de su amor a Cristo. «El misterio de la Iglesia —leemos en la encíclica Ecclesiam suam— no es mero objeto de conocimiento teológico, sino que debe ser un hecho vivido, del cual el alma fiel, aun antes que un claro concepto, puede tener una como connatural experiencia» (ib., p. 229, n. 178). Esto presupone una robusta vida interior, que es «el gran manantial de la espiritualidad de la Iglesia, su modo propio de recibir las irradiaciones del Espíritu de Cristo, expresión radical e insustituible de su actividad religiosa y social, e inviolable defensa y renaciente energía en su difícil contacto con el mundo profano» (ib., p. 231, n. 179). Precisamente el cristiano abierto, la Iglesia abierta al mundo, tienen necesidad de una robusta vida interior.