Persiguiendo a los perseguidores del Padre Pío
Brunatto empezó a investigar la vida, nada ejemplar, de los perseguidores del Padre Pío.
Fuente: Heraldos del Evangelio
Quiso la Divina Providencia que, junto al franciscano estigmatizado y taumaturgo, hubiera un discípulo defensor de sus derechos, tantas veces vilipendiados por enemigos internos y externos de la Iglesia.
Quizá en la Europa de 1919 no había un lugar que superara en paz y tranquilidad al Gargano, promontorio sobre el que se armonizan la rudeza y la inocencia de paisajes poco alterados por la mano del hombre.
En el peñasco, desde donde se puede ver el mar Adriático y sobre el que se yergue el pintoresco pueblo de San Giovanni Rotondo, se vivía en una calma inusual para quienes hoy día están acostumbrados al ruido continuo de las megalópolis modernas.
Sin embargo, a partir de mayo de ese año, visitantes de todo el mundo empezaron a perturbar ese plácido escenario. No iban a hacer turismo; querían, más bien, ver a un hombre de Dios —il santo, como se le llamaba— que, según decían, leía el interior de las almas, obraba milagros y poseía en su propio cuerpo los signos de la Pasión de Cristo. La fama de Francesco Forgione, un fraile capuchino más conocido como Padre Pío, se extendía cada vez más. En medio de tantos prodigios, digna de nota fue la conversión de un próspero hombre de negocios llamado Emmanuele Brunatto.
Emmanuele Brunatto, al final de su vida
Nacido en Turín, el 9 de septiembre de 1892, Brunatto había llevado una vida disoluta hasta que en 1919 supo, por un periódico de la época que cayó en sus manos, de la existencia de un fraile que había recibido los estigmas de la Pasión de Cristo. Más por curiosidad que por piedad, decidió ir a conocerlo; aunque tal anhelo sólo pudo llevar a cabo un año más tarde, tras haber atravesado una gran catástrofe económica en su vida.
Para asombro de muchos, a los 28 años Emmanuele Brunatto se convirtió de tal manera que, después de una radical confesión con el santo, le autorizaron a vivir en el convento de los Capuchinos, a fin de auxiliar a aquel que, a partir de entonces, consideraría su padre espiritual.
El Padre Pío perseguido
El convento de San Giovanni Rotondo formaba parte de la archidiócesis de Manfredonia, cuyo arzobispo era Mons. Pasquale Gagliardi. Mientras el entusiasmo por el Padre Pío crecía entre los fieles, este prelado y algunos canónigos del lugar, lamentablemente contrariados con la situación creada por la fama del monje estigmatizado, difundían pésimas calumnias contra él. Y lo peor aún estaba por llegar.
Convento de San Giovanni Rotondo (Italia), en 1953
El P. Agustín Gemelli, sacerdote franciscano que había llevado una vida alejada de la religión desde los 25 años hasta que se convirtió, visitó al Padre Pío en 1920, con la finalidad de examinar sus estigmas. No obstante, las autoridades habían resuelto, el año anterior, que cualquier examen de las llagas del religioso sólo se haría con debida autorización y por escrito del Santo Oficio y del superior de los Capuchinos. Como el sacerdote carecía de dicha autorización, el santo no pudo enseñarle los signos de la Pasión. Disconforme, Gemelli empezó a afirmar por todas partes que las heridas eran autolesiones y que él mismo las había examinado.
Ahora bien, el 22 de enero de 1922, fallecía el Papa Benedicto XIV y subía al solio pontificio Pío XI, de cuya amistad gozaba el P. Gemelli… Ni tres meses habían pasado desde su coronación cuando el Santo Oficio decidió poner al Padre Pío bajo observación.
En mayo del año siguiente, se publicó una severa condenación al Padre Pío, en la cual la congregación vaticana recordaba continuamente la necesidad de trasladarlo a otro convento. Pese a un error canónico del documento,1 se intentó aplicar las decisiones, pero en vano: la presión de la población fue tal que se hizo imposible trasladar al santo italiano sin apelar a la fuerza.
Ante tamaña injusticia, su «primer hijo espiritual» no se quedó de brazos cruzados.
Ejemplo de resistencia a las persecuciones
Brunatto empezó a investigar la vida, nada ejemplar, de los perseguidores del Padre Pío. Logró reunir numerosas pruebas al respecto y marchó enseguida a Roma, a fin de informar a la Santa Sede. Los resultados de esa embestida fueron, no obstante, escasos. En efecto, allí sólo encontró el apoyo de San Luis Orione y de los cardenales Pietro Gasparri y Merry del Val. Brunatto notó que la hostilidad al Padre Pío no provenía únicamente de un simple obispo de Manfredonia y de algunos canónigos.
Entonces decidió emplear medios más radicales. El 21 de abril de 1926, escribió el libro Padre Pio de Pietrelcina —condenado por el Vaticano después de su publicación—, en el cual mostraba la verdadera fisionomía moral de aquellos calumniadores.
A pesar de la mencionada condenación de la obra, se obtuvieron buenos resultados: el nombramiento de un visitador apostólico para corregir los desvíos morales apuntados y la designación del propio Brunatto como auxiliar. En cuanto a Mons. Gagliardi, algunos años después fue depuesto de su cargo, tras una investigación implorada por los sacerdotes de su diócesis, a causa de horrores que venían de lejos y que el pudor impide registrarlos aquí.
Un «libro-bomba»
Al cabo de cierto tiempo, el cardenal Merry del Val encargó a Brunatto que realizara unas averiguaciones sobre las costumbres licenciosas de determinadas personalidades de la más alta esfera religiosa, tarea de la cual salió exitosamente. Equipado con las informaciones obtenidas, decidió, como presión para librar al Padre Pío, hacer circular una Carta a la Iglesia, a través de la cual hacía pública la vida moral de los perseguidores de su padre espiritual, algunos de ellos revestidos de elevadas dignidades en el ámbito religioso.
En esta ocasión, sin embargo, el resultado no fue favorable: como respuesta, se publicó un decreto que obligaba al Padre Pío a celebrar sus Misas solamente dentro de los muros del convento y no en la iglesia pública, así como se le retiraba las demás facultades de su ministerio. Si Brunatto hubiera aliado su ímpetu a una sabia diplomacia, quizá el desenlace habría sido diferente…
También le faltó astucia a su amigo y asistente, el abogado Franscesco Morcaldi, que se dejó convencer por determinadas autoridades al entregarles varios documentos que poseía, los cuales habían servido de base para la elaboración de la Carta a la Iglesia, a cambio de una supuesta «medida liberadora», que jamás llegó a tomarse, en relación con el Padre Pío.
El libro «Los anticristos en la Iglesia de Cristo», publicado en 1932
Desilusionado, Brunatto decidió no ceder ni un milímetro más y publicó, en 1932, un «libro-bomba»: Los anticristos en la Iglesia de Cristo. En él denunciaba no sólo los enemigos declarados del fraile estigmatizado, sino también otras altas personalidades que envilecían con su comportamiento la dignidad de su cargo… El resultado fue inmediato: el 14 de julio de 1933, el Padre Pío se vio en libertad. El mismo Pío XI llegó a afirmar que «era la primera vez que el Santo Oficio retrocedía en sus decretos».2
Preludio de una nueva persecución
El santo franciscano pudo vivir en paz durante treinta años más. Los milagros y las curaciones no cesaban y los devotos se multiplicaban; aunque estaba lejos de verse libre de sus perseguidores…
La situación económica de los Capuchinos en Italia era crítica. Sobre todo, en Foggia, donde los religiosos habían depositado grandes sumas en manos de un banquero famoso, Giuffrè, el cual se declaró en quiebra. Todo lo que le habían entregado se redujo a la nada.
El Padre Pío nunca se había visto envuelto en un caso así y desaconsejaba a sus hermanos de hábito a hacerlo. Como buscaba el Reino de Dios y su justicia, confiaba que el resto le sería dado por añadidura (cf. Mt 6, 33). De hecho, las donaciones fluían en abundancia y con ellas el santo podía sustentar un hospital que había construido, la Casa Sollievo della Sofferenza, cuya propiedad le había sido donada por el propio Emmanuele Brunatto.
Sin embargo, algunos frailes empezaron a desviar las donaciones que iban destinadas al Padre Pío. La noticia llegó al Vaticano y Mons. Mario Crovini fue encargado de averiguar tal circunstancia, que infelizmente era real. Así pues, los culpables recibieron algunas sanciones. Con todo, apenas había acabado dicha misión, el Papa Juan XXIII daba su consentimiento a una petición del ministro general de los Capuchinos: una visita apostólica que pusiera fin a la «incapacidad» del Padre Pío de dirigir el hospital.
Tan pronto como la decisión fue tomada, algunos de los cohermanos del Padre Pío empezaron a «investigarlo», poniendo grabadoras en diferentes sitios de su intimidad, como su celda e incluso su confesionario: ¡un auténtico sacrilegio! Pero ellos afirmaban que estaban obedeciendo órdenes venidas de muy alto.
Parcialidad e injusticia por parte de los visitadores
El visitador apostólico, Mons. Carlo Maccari, entró en acción el 29 de julio de 1960. La primera persona a la que visitó fue Michele De Nittis, uno de los canónigos de San Giovanni Rotondo que había calumniado ferozmente al Padre Pío en los años 1920.
Mientras proseguía su trabajo, su asistente, el P. Giovanni Barberini —el mismo que luego afirmaría que una bendición del visitador apostólico valía más que mil absoluciones del Padre Pío—, tras haber revisado toda la correspondencia del capuchino y no haber encontrado nada que pudiera servir para condenarlo, se pasaba el tiempo en bares y restaurantes de la ciudad.
La investigación debería concluir el día 2 de octubre, pero ambos visitadores dejaron el convento el 17 de septiembre. A pesar de la carencia de reales motivos, se tomaron duras medidas restrictivas con relación al contacto del santo con los fieles.
El «Libro blanco»
El 3 de octubre, el Vaticano publicó las disposiciones de Mons. Maccari con respecto al Padre Pío, las cuales, según se alegaba, tenían como objetivo «proteger a la Iglesia de una especie de forma deletérea de fanatismo».3 Condenaciones se siguieron unas tras otras y todos —principalmente Brunatto— temían que el Padre Pío fuera depuesto de la dirección del hospital.
Arriesgándose para defender a su padre espiritual, Emmanuele Brunatto envió una calurosa carta al Santo Oficio, en la que afirmaba estar dispuesto a «hacer estallar esta cábala infernal, que dura un tercio de siglo, si se toca la libertad del Padre Pío o si se hace la más mínima modificación en las estructuras de su obra [el hospital] sin su consentimiento y el nuestro».4
Aun así, las condenaciones no cesaron. Sin otra alternativa, decidió hacer público el caso de las grabadoras colocadas en el confesionario del Padre Pío. No pasó mucho tiempo para que un cardenal del Santo Oficio fuera a visitarlo, a fin de restablecer la paz. Llegaron a un acuerdo: Brunatto dejaría las publicaciones y ellos mantendrían al Padre Pío en la dirección del hospital. No obstante, una vez más incumplieron su palabra: ese mismo mes, los superiores del Padre Pío lo obligaron a firmar un documento en el que se le privaba la posesión del inmueble.
Como último recurso, el defensor del Padre Pío reunió todos los documentos que había ido acumulando desde la década de 1920 hasta los años de 1960 e hizo una compilación llamada Libro blanco. No obstante, su publicación fue pospuesta debido a la muerte del Papa Juan XXIII. Brunatto solamente envió una copia del documento al secretario general de la ONU, al presidente de la República italiana y al nuevo Papa, Pablo VI.
De hecho, el pontífice no tardó en tomar la iniciativa de liberar al santo capuchino, en 1964. A pesar de ello, como Brunatto no lo sabía, se vio en la obligación de publicar su polémica obra, que tuvo mucha repercusión, especialmente entre las autoridades eclesiásticas reunidas para el Concilio Vaticano II.
Una muerte misteriosa
Un año después, en la noche del 9 al 10 de febrero de 1965, Emmanuele Brunatto fue encontrado muerto en su casa, víctima, según las autoridades, de un infarto. Aunque algunos de sus compañeros plantearon otras hipótesis, como la del envenenamiento por estricnina. Cabe señalar que solía comprar la cena diariamente en un restaurante cercano.
Ni que decir tiene que este hombre, defensor de la verdad y perseguidor de los enemigos de la Iglesia, era odiado tanto como el propio Padre Pío, pues, en realidad, el odiado era Dios en las personas de ellos.
Pero sabemos que mientras haya en la tierra hombres que sean representantes vivos de Dios y de la integridad, siempre serán objeto de la persecución y del odio por parte de los que traman la iniquidad. Y es precisamente por eso que el Señor nunca privará a su Iglesia de la presencia de «Emmanueles Brunattos», perseguidores del mal que saben desenmascarar, a su debido tiempo, a los enemigos de la verdad. ◊
Extraído de la Revista Heraldos del Evangelio, #225.
1 El decreto afirmaba que el convento de San Giovanni Rotondo pertenecía a la diócesis de Foggia, pero formaba parte de la archidiócesis de Manfredonia.
2 CHIRON, Yves. Padre Pio: Le stigmatisé. Paris: Perrin, 1999, p. 202.
3 Ídem, p. 280.
4 Ídem, p. 290.