¿Perdiste el recogimiento?
El Evangelio nos habla de la batalla emprendida entre Jesús que busca prevenirnos y fortalecernos contra las astucias del demonio.
La mundanidad nos “lleva a la doble vida”.
Jesús nos previene por medio de una parábola, cuando nos dice una verdad: «Cuando un espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por el desierto, buscando un sitio para descansar; pero, como no lo encuentra, dice: «Volveré a la casa de donde salí». Al volver, se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va a coger otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio» (San Mateo 12, 44).
Con el concepto “peor” manifiesta el Señor que el contra ataque del enemigo, no se hace tan evidente ni agresivo, ya que intentará no un golpe que derribe a su víctima, dándole la oportunidad de una contracción profunda luego de la caída, sino que procurara debilitarte, haciendo pesada la propia carne, para evitar que encumbra el vuelo y se quede siempre, restringido al nivel del suelo. El enemigo cultiva el corazón, el juicio y la voluntad, con “pequeños tesoros”, generalmente ocultos para quienes no tienen edifica rectamente la conciencia, y que pasan a formar parte de la vida, y con sus inspiraciones le “ayudan” aparentemente a “vivir mejor”; entrando en el corazón y, desde dentro, comienzan a cambiarlo, pero tranquilamente, sin hacer ruido. (Es distinto que la posesión diabólica, que es más fuerte: esta es una posesión como “de salón”’, digamos así. Eso es lo que hace el diablo lentamente, en nuestra vida, para cambiar los criterios, para llevarnos a la mundanidad. Se mimetiza en nuestro modo de obrar, y difícilmente nos damos cuenta. Y así, ese hombre, liberado de un demonio, se vuelve un hombre peor, un hombre preso de la mundanidad. Eso es lo que quiere el diablo: la mundanidad. La mundanidad es un paso en el pretendido triunfo del demonio. Es un encantamiento, una seducción, porque es el padre de la seducción. Y cuando el demonio entra tan suave y educadamente y toma posesión de nuestras actitudes, nuestros valores pasan del servicio de Dios a la mundanidad. Se termina celebrando lo que antes objetivamente se lamentaba, adulando a quien antes justamente se cuestionaba, comportándose según la vileza y astucia de las tinieblas de las que antes, por don de Dios, se estaba preservado. Así se hace el cristiano tibio, el cristiano mundano: como una “macedonia” entre el espíritu del mundo y el espíritu de Dios. Todo eso aleja del Señor. Desde la búsqueda de títulos, ganancias económicas o el reconocimiento y popularidad, hasta el evitar que se reconozcan nuestras verdaderas intenciones, aspiraciones o ambiciones.
¿Y qué se puede hacer para no caer y salir de esa situación? Con vigilancia, sin asustarse, con calma. Vigilar significa saber qué pasa en mi corazón, significa pararme un poco y examinar mi vida. Con la misma receta de San Pablo: mirando a Cristo crucificado. La mundanidad solo se descubre y se destruye ante la cruz del Señor. Y ese es el fin del Crucifico delante de nosotros: no es un adorno; es precisamente lo que nos salva de estos encantamientos, de estas seducciones que te llevan a la mundanidad. ¿Miramos a Cristo crucificado, hacemos el Vía Crucis para ver el precio de la salvación, no solo de los pecados sino también de la mundanidad? Y, como hemos dicho, examen de conciencia: objetivo, parcial, humilde y sincero. Acompañado no de quien te concede, adula, te ofrece privilegios o exclusiones. Acompañado de quien también ha sido llevado por la providencia delante de Cristo crucificado. ¡La oración, la sinceridad y la pureza de intención brota del corazón que tiene la experiencia de la cruz! Nos viene bien tener una “fractura”, pero no de huesos: una fractura de las actitudes cómodas, de los lugares de privilegios, de las alabanzas y aplausos, de las elites de seguridades humanas. Quien se deja seducir por estos horizontes, pierde la objetividad frente a sí mismo y construye desde una metida conveniente: por monedas de oro pierde el don y el auténtico tesoro de sí mismo.
“La mundanidad espiritual consiste en disolverse en el mundo, en perder la singularidad cristiana con el fin de confundirse con los demás…”.
En la homilía del entonces cardenal de Buenos Aires, Jorge Mario Bergoglio, en la misa de clausura del encuentro de Pastoral Urbana, en 2012, se refiere al peor daño que puede sufrir la Iglesia: la mundanidad espiritual.
En ella, escribe: “El peor daño que puede pasar a la Iglesia: caer en la mundanidad espiritual. En esto estoy citando al cardenal De Lubac. El peor daño que puede pasar a la Iglesia, incluso peor que el de los papas libertinos de una época. Esa mundanidad espiritual de hacer lo que queda bien, de ser como los demás, de esa burguesía del espíritu, de pasarlo bien, del estatus: ‘Soy cristiano, soy consagrado, consagrada, soy clérigo’. No se contaminen con el mundo, dice Santiago. No a la hipocresía. No al clericalismo hipócrita. No a la mundanidad espiritual”.
El fragmento es duro. No es una excepción, pero que nos ilumina y auxilia para cuidar el fervor y el sentido más profundo de una vocación.
La mundanidad espiritual es un modo de abdicación pública; en disolver el elemento diferencial que la caracteriza para poder encajar, perfectamente, en esa oscura realidad. La opción por Cristo no obedece a criterios utilitaristas. Uno no se hace cristiano porque ello le vaya a beneficiar desde un punto de vista eclesial, político, social o económico.
No es una opción que tiene su origen en el pragmatismo, en el interés, en la búsqueda del estatus y del confort. Es una opción que nace de un encuentro, como dijo el papa emérito Benedicto XVI, un encuentro interpersonal que acaece en la interioridad de la persona y que la transforma radicalmente.
La fe es la respuesta a una llamada, y esta llamada exige un seguimiento coherente de Jesús. En el corazón de la opción cristiana subsiste el grito profético, la denuncia del pecado y el sacrificio por la redención. La crítica y la autocrítica, como nos dijo Edith Stein, es algo consustancial al cristianismo y es el gran antídoto a la mundanidad espiritual.
Aceptar el mundo tal y como es y renunciar a transformarlo es una tentación muy visible en esta fase histórica que vivimos. La mundanidad espiritual es resignación, adaptación, disolución en el mundo; es rendirse a los hechos y acostumbrarse al mal que corroe la historia, las conductas, los modos de relacionarse y el afán comunitario.
En el corazón del cristianismo existe un vector utópico, una llamada al Reino, una inquietud histórica. La mundanidad espiritual, es instalación, desde cuya aparente seguridad se observa despectivamente a todo aquello que alude a nuestro origen, al primer fervor o nuestra auténtica identidad; en cambio el fervor cristianismo apunta hacia algo que trasciende la propia historia y miseria; y eso exige, necesariamente, la transformación de nuestra estructura interior en la que se esconden nuestros pecados, avanzado bajo la moción del Espíritu Santo en el itinerario de la cruz y la humillación, caminos establecidos por el Señor para una realización plena y e integral de la personas y los pueblos.
La mundanidad nos “lleva a la doble vida”. El Papa Francisco, en la Misa de la Casa de Santa Marta, reafirmó que, para custodiar la identidad cristiana, es necesario ser coherentes y evitar las tentaciones de una vida mundana.
El Papa Bergoglio se inspiró en la lectura, tomada del segundo libro de los Macabeos, para advertir nuevamente a los cristianos acerca de las tentaciones de la vida mundana. Eleazar, ya con 90 años, no aceptó comer carne de cerdo como le pedían también sus “amigos mundanos” preocupados por salvarle la vida. Y observó que este anciano mantuvo su dignidad “con aquella nobleza” que le venía “de una vida coherente”, que va al martirio y da testimonio”.
La mundanidad nos aleja de la coherencia de la vida cristiana
“La mundanidad espiritual nos aleja de la vida coherente —refirmó el Santo Padre— nos hace incoherentes”, uno “finge ser así” pero vive “de otra manera, aunque sea en el interior”. Y la mundanidad —añadió— “es difícil conocerla desde el inicio porque es como la carcoma que lentamente destruye, degrada la tela y después esa tela se vuelve inservible” y el hombre que “se deja llevar adelante por la mundanidad, pierde su identidad cristiana”.
Padre Patricio Romero
(Charla Espiritual, Familias de Nazaret)