“No temas; desde ahora serás pescador de hombres”
Un serafín purifica sus labios con un ascua y borra su pecado, y él, sintiéndose preparado para responder a la llamada, exclama: «Heme aquí, Señor, envíame» (cf. Is 6, 1-2.3-8).
La liturgia de este quinto domingo del tiempo ordinario nos presenta el tema de la llamada divina. En una visión majestuosa, Isaías se encuentra en presencia del Señor tres veces Santo y lo invade un gran temor y el sentimiento profundo de su propia indignidad. Pero un serafín purifica sus labios con un ascua y borra su pecado, y él, sintiéndose preparado para responder a la llamada, exclama: «Heme aquí, Señor, envíame» (cf. Is 6, 1-2.3-8).
La misma sucesión de sentimientos está presente en el episodio de la pesca milagrosa, de la que nos habla el pasaje evangélico de hoy. Invitados por Jesús a echar las redes, a pesar de una noche infructuosa, Simón Pedro y los demás discípulos, fiándose de su palabra, obtienen una pesca sobreabundante. Ante tal prodigio, Simón Pedro no se echa al cuello de Jesús para expresar la alegría de aquella pesca inesperada, sino que, como explica el evangelista san Lucas, se arroja a sus pies diciendo: «Apártate de mí, Señor, que soy un pecador». Jesús, entonces, le asegura: «No temas. Desde ahora serás pescador de hombres» (cf. Lc5, 10); y él, dejándolo todo, lo sigue.
También san Pablo, recordando que había sido perseguidor de la Iglesia, se declara indigno de ser llamado apóstol, pero reconoce que la gracia de Dios ha hecho en él maravillas y, a pesar de sus limitaciones, le ha encomendado la tarea y el honor de predicar el Evangelio (cf. 1 Co 15, 8-10). En estas tres experiencias vemos cómo el encuentro auténtico con Dios lleva al hombre a reconocer su pobreza e insuficiencia, sus limitaciones y su pecado. Pero, a pesar de esta fragilidad, el Señor, rico en misericordia y en perdón, transforma la vida del hombre y lo llama a seguirlo. La humildad de la que dan testimonio Isaías, Pedro y Pablo invita a los que han recibido el don de la vocación divina a no concentrarse en sus propias limitaciones, sino a tener la mirada fija en el Señor y en su sorprendente misericordia, para convertir el corazón, y seguir «dejándolo todo» por él con alegría. De hecho, Dios no mira lo que es importante para el hombre: «El hombre mira las apariencias, pero el Señor mira el corazón» (1 S 16, 7), y a los hombres pobres y débiles, pero con fe en él, los vuelve apóstoles y heraldos intrépidos de la salvación…
Roguemos al Dueño de la mies que envíe operarios a su mies y para que los que escuchen la invitación del Señor a seguirlo, después del necesario discernimiento, sepan responderle con generosidad, no confiando en sus propias fuerzas, sino abriéndose a la acción de su gracia. En particular, invito a todos los sacerdotes a reavivar su generosa disponibilidad para responder cada día a la llamada del Señor con la misma humildad y fe de Isaías, de Pedro y de Pablo.
Encomendemos a la Virgen santísima todas las vocaciones, particularmente las vocaciones a la vida religiosa y sacerdotal. Que María suscite en cada uno el deseo de pronunciar su propio «sí» al Señor con alegría y entrega plena.
BENEDICTO XVI ÁNGELUS Plaza de San Pedro Domingo 7 de febrero de 2010