No puede ser en derecho lo que no es por naturaleza

No puede ser en derecho lo que no es por naturaleza

9 de junio de 2021 Desactivado Por Regnumdei

EL ESTADO DESTRUYE LA RELACIÓN ENTRE MATRIMONIO Y PATERNIDAD

 


 La gente acaba pensando que no vale la pena casarse

El Estado se autedestruye, legitimando su crisis ejecutiva, legislativa y jurídica.

No puede ser en derecho lo que no es por naturaleza

Artículo que describe una crisis que repiten a “ojos cerrados”

Lo dijo en España, el 26 de Octubre del 2004 Rafael Termes por el diario el Pais.

 


 

Desde antes de las elecciones del 14-M los partidos que, posteriormente, han formado gobierno o le apoyan, en sus programas electorales anunciaron el propósito de legalizar el que llaman matrimonio entre personas del mismo sexo. Una vez constituido, el Gobierno, pensando contar con el respaldo parlamentario de los partidos que le sostienen, en la reunión del Consejo de Ministros del 1 de octubre de 2004, aprobó un anteproyecto de ley reguladora del susodicho propósito, que ha de ser discutido en trámite parlamentario para su aprobación o rechazo.

Tanto antes como después de este paso, la Conferencia Episcopal Española y numerosos obispos, en sus respectivas diócesis, han declarado que el llamado matrimonio entre personas del mismo sexo, ni es matrimonio ni puede ser legalizado sin afectar negativamente al bien común de la sociedad española, causando, sobre todo, un daño profundo a la familia como institución. Esta postura no debería haber extrañado a nadie, ya que responde a la doctrina y a la praxis del depósito de la fe cristiana que los obispos tienen el deber no sólo de custodiar, sino de propalar, utilizando el derecho a la libertad de expresión que la Constitución garantiza a todos los ciudadanos.


Los grupos de presión homosexuales quieren el matrimonio

para lograr aceptación social

 

El «matrimonio homosexual» destruye la relación entre

matrimonio y paternidad


Sin embargo, tanto los portavoces del Gobierno como determinados colectivos han considerado que la declaración episcopal constituía una «ofensiva frontal» contra el Gobierno, añadiendo que se trata de un Ejecutivo legítimo salido de las urnas, con facultad de legislar sin atenerse a lo que piensen o digan los obispos. El argumento en que se basa esta reacción es el usado habitualmente por los progresistas, cuando, en temas como el divorcio, el aborto, la eutanasia y, ahora, el matrimonio, afirman que los católicos no pueden pretender imponer al común de la sociedad lo que es exclusivamente propio de su confesión religiosa. Lo cierto es que la Iglesia, como cualquier otra persona o entidad, puede proponer lo que tiene por verdadero y deseable, confiando en que la verdad, que no debe imponerse por la fuerza, se impondrá por la fuerza de la verdad.

Pero es que en el caso que nos ocupa, como en el del aborto y la eutanasia, la oposición a la legalización de un pretendido matrimonio entre personas del mismo sexo no necesita descansar en la doctrina de la Iglesia católica, sino que se apoya en argumentos antropológicos compartidos por personas de otras religiones, agnósticos o ateos. Y en estos términos, sin apoyarme en la fe cristiana, que desde luego confieso, digo que, de acuerdo simplemente con la recta razón, desde el principio de la sociedad humana, con datos que se retrotraen a más de 5.000 años, en todas las culturas, el verdadero matrimonio, sea religioso, civil o meramente natural, ha sido definido como la unión entre un hombre y una mujer, en orden a la procreación, y que la unión sexual entre dos hombres o dos mujeres no puede igualarse en derecho al verdadero matrimonio. La razón antropológica, política y social es que las uniones entre personas del mismo sexo no están en condiciones de asegurar la procreación y la supervivencia de la especie humana, cosa que sí ocurre con el matrimonio que, gracias a la posibilidad de engendrar hijos, se constituye en el fundamento de la familia que asegura la supervivencia de la sociedad.

Es cierto que en determinadas épocas y en determinadas culturas, como la sumeria y la babilónica, han existido, y siguen existiendo, entre los musulmanes, por ejemplo, formas matrimoniales de naturaleza poligámica -un hombre con varias mujeres-; como también han existido las de naturaleza poliándrica -una mujer con varios hombres-. Pero jamás, en ninguna cultura, se ha considerado matrimonio la unión entre personas del mismo sexo. Las relaciones homosexuales que, desde luego, no han faltado nunca, siempre y en todo lugar han sido tenidas como contrarias a la naturaleza y siempre se las ha considerado incapaces de ser reguladas como matrimonio en el ámbito del derecho. Sólo recientemente, cediendo a la presión del «orgullo gay», que, desde hace poco, ha salido de la discreción en que la homosexualidad se había mantenido, algunos pocos países occidentales han legalizado la posibilidad de que parejas del mismo sexo contraigan matrimonio. Pero estas leyes, propiamente hablando, no son leyes, sino corrupción de ley, porque, en sana filosofía, con antecedentes que se remontan a Platón o Aristóteles, que, por haber vivido varios siglos antes de Cristo no eran cristianos, la ley es la ordenación racional para el bien común, promulgada por quien tiene potestad para ello. Y la ley que otorga la condición de matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo, no está inspirada en la recta razón, sino que va contra la naturaleza; no produce el bien común sino que, para dar satisfacción a un reducido número de personas, perjudica la verdadera institución matrimonial a la que se acogen la mayoría de los ciudadanos y que, a consecuencia de dicha ley, queda relegada a una mera clase de matrimonio; y, finalmente, no está promulgada por quien tiene potestad para ello, porque ningún Parlamento, aunque fuera por unanimidad, tiene potestad para legislar en contra de la ley natural, reconocible, por la recta razón, en el propio ser del hombre. De aquí que el artículo 32 de nuestra Constitución, de acuerdo con la antigua y muy respetable tradición, diga que «el hombre y la mujer tienen derecho a contraer matrimonio con plena igualdad jurídica», lo cual, a juicio de numerosos civilistas de reconocido prestigio, y no precisamente de derechas, significa que la Constitución exige que el matrimonio sea heterosexual y que legalizar el matrimonio homosexual sería legislar contra la Constitución. Por ello, es sospechoso, por lo menos, que el Gobierno pretenda eludir la preceptiva, aunque no vinculante, consulta al Consejo Superior del Poder Judicial sobre el proyecto de matrimonio homosexual.

Aunque la opinión pública no constituya una prueba del error ínsito en las leyes que consideran matrimonio a la unión de dos personas del mismo sexo, la verdad es que estas leyes, al revés de lo que se dice, en el fondo no gozan del favor de la opinión pública. En Suecia, en abril, el Parlamento constituyó una comisión para estudiar la posibilidad de que los homosexuales pudieran casarse, estableciendo que los ciudadanos podían dirigirse a la comisión para expresar su opinión. La mayoría de los que lo han hecho están en contra. Casi 40.000 personas han enviado mensajes de correo electrónico pidiendo que se mantenga el concepto de matrimonio como unión entre un hombre y una mujer. En los Estados Unidos el «matrimonio homosexual» pierde cuando se somete a plebiscito. Son ya seis los Estados de ese país donde se han aprobado enmiendas para expresar que sólo es matrimonio la unión entre un hombre y una mujer. Y son veinte los Estados que están en trámites para pedir al Congreso que apruebe una enmienda federal que prohíba el matrimonio entre homosexuales.

Y en España, ¿qué sucede? Pues que, a consecuencia del pensamiento débil que ha desembocado en la postura «políticamente correcta», si se pregunta a la gente, no son pocos los que, pensando que es algo que no les afecta directamente, contestan que el matrimonio entre homosexuales les parece bien, aunque generalmente se manifiestan en contra de la adopción de niños por parte de parejas del mismo sexo. Sin embargo, si profundizando en el tema se formula una segunda pregunta para saber cómo verían que uno de sus hijos optara por el pretendido matrimonio con otra persona del mismo sexo, la respuesta es que para el encuestado este hecho supondría un serio disgusto. Evidentemente, al lado de los que aceptan el proyecto, hay numerosos grupos, altamente calificados, que luchan, hasta llegar si es posible a la iniciativa legislativa popular, en contra del proyecto en trámite.

El error de las personas que, en aras de lo políticamente correcto, aceptan la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo es que piensan que es algo que no va con ellos; no van a usarlo. Pero lo importante no es que sean más o menos los que lo usen; lo importante es que la legalización del matrimonio entre homosexuales, ataca al verdadero matrimonio y a la larga acabaría por destruirlo, en el sentido de que cada vez serían menos lo que se casan. Estudios estadísticos llevados a cabo en Escandinavia prueban que existe una relación directa entre la crisis de la institución del matrimonio y la aceptación del «matrimonio homosexual» por el ordenamiento jurídico.

En vez de favorecer la vuelta en bloque de la sociedad a la institución del matrimonio, el «matrimonio homosexual» en Escandinavia ha enviado a los hogares el mensaje de que el matrimonio está pasado de moda, y que prácticamente cualquier forma de familia -incluida la paternidad fuera del matrimonio- es aceptable. Es lógico que así sea: una vez que el «matrimonio homosexual», donde está legalizado, ha destruido la relación entre matrimonio y paternidad, la gente acaba pensando que no vale la pena casarse, máxime si, como también pretende el Gobierno socialista en España, el «divorcio rápido» reduciría el matrimonio a la categoría del contrato civil menos protegido o más devaluado.

Todo esto no obsta para sostener que las personas homosexuales, como los demás ciudadanos, tienen el derecho a recurrir al Código Civil para establecer, entre ellas, el convenio que mejor asegure sus intereses. Lo que sucede es que los grupos de presión homosexuales, que saben perfectamente que esta posibilidad es suficiente para los fines económicos y jurídicos de todo orden, no se conforman con ello y pretenden que se les otorgue acceder al matrimonio, al que por ley natural no tienen ningún derecho, para de esta forma conseguir un elevado grado de aceptación social. Lo cual, dicho sea de paso, no hace sino resaltar el valor de la institución matrimonial.

Ante todo ello, cuando el proyecto de ley que pretende equiparar al matrimonio las uniones homosexuales llegue a las Cortes, los diputados y senadores no pueden pensar que se trata de algo sin mayor importancia porque, aunque la ley se apruebe, nadie estará obligado a utilizarla y sólo afectaría a quienes lo hagan. Y no pueden pensarlo, porque, como hemos visto, esta ley, a través del ataque al verdadero matrimonio, causaría un gran daño al bien común. Por ello, los parlamentarios llamados a votar, tanto si son católicos como si no lo son, tanto si practican alguna otra religión como si no lo hacen, tanto si son creyentes como si son agnósticos, si son de verdad humanistas, deben votar en contra del proyecto ya que votar a favor es ir en contra de la ley natural, de acuerdo con cuyos principios tanto la historia como la recta razón ponen de manifiesto que el matrimonio sólo puede ser contraído por personas de distinto sexo.


 

Rafael Termes es académico de la Real Academia de Ciencias Morales y Políticas.

* Este artículo apareció en la edición impresa El País, del martes, 26 de octubre de 2004.


 

Otros documentos:

 La ley natural como fundamento de la ética

EN BUSCA DE LA ÉTICA UNIVERSAL