MILAN 2012: La "ciudad del hombre"

2 de junio de 2012 Desactivado Por Regnumdei
Esta tarde el Papa recibió a las autoridades civiles, militares y empresariales en la Sala del Trono del Arzobispado de Milán, y en el discurso que les dirigió y recordando la insigne figura de san Ambrosio patrono de la Ciudad, aludió a la tarea de bien y a las responsabilidades que deben caracterizar a las personas que ejercen el poder y la autoridad, es decir, el bien común de la población. El Papa recordó que el trabajo que cada uno desarrolla también puede ser marcado por el amor. 

Benedicto recibió el saludo del cardenal Angelo Scola, Arzobispo de Milán, y acto seguido dirigiéndose a las autoridades civiles, militares y empresariales. Benedicto XVI no olvidó mencionar en su discurso el tiempo de crisis que estamos atravesando y recordó que además de la necesidad de optar por valerosas elecciones técnico-políticas, de gratuidad, La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión.

Dijo el Santo Padre: "En su comentario al Evangelio de Lucas, san Ambrosio recuerda que «la institución del poder deriva tanto de Dios, que aquel que lo ejerce es el mismo ministro de Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam, IV, 29). Estas palabras podrían parecer extrañas a los hombres del tercer milenio, y sin embargo indican claramente una verdad central sobre la persona humana, que es sólido fundamento de la convivencia social: ningún poder del hombre puede considerarse divino, por lo tanto ningún hombre es dueño de otro hombre. Ambrosio lo recordará valerosamente al emperador escribiéndole: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre» (Epistula 51,11)."

Discurso de Benedicto XVI
Encuentro con las Autoridades civiles, militares y empresariales, pronunciado en la Sala del Trono del Arzobispado de Milán. 02.06.2012

Ilustres Señores:

Les estoy sinceramente agradecido por este encuentro, que revela sus sentimientos de respeto y de estima hacia la Sede Apostólica y, al mismo tiempo, me consiente, en calidad de Pastor de la Iglesia universal, expresar a ustedes el aprecio por la obra diligente y benemérita que no cesan de promover por un cada vez mayor bienestar civil, social y económico de las laboriosas poblaciones milanesas y lombardas. Gracias a los Cardenales Angelo Scola que introdujo este momento. Al dirigirles mi deferente y cordial saludo, mi pensamiento va hacia aquél que ha sido un ilustre predecesor de ustedes, san Ambrosio, gobernador –consularis- de las provincias de Liguria y de Aemilia, con sede en la ciudad imperial de Milán, lugar de tránsito y de referencia –diríamos hoy- europeo. Antes de ser elegido, en modo inesperado y contra su voluntad porque se sentía inadecuado, Obispo de Mediolanum, él había sido el responsable del orden público administrando la justicia. Me parecen significativas las palabras con las que el prefecto Probo lo invitó como consularis a Milán; le dijo, en efecto: «Anda y administra no como un juez, sino como un obispo». Y él fue efectivamente un gobernador equilibrado e iluminado que supo afrontar con sabiduría, buen sentido y autoridad las cuestiones, sabiendo superar contrastes y recomponer divisiones. Quisiera justamente detenerme brevemente sobre algunos principios, que el seguía y que todavía hoy son preciosos para quienes están llamados a dirigir la cosa pública. 

En su comentario al Evangelio de Lucas, san Ambrosio recuerda que «la institución del poder deriva tanto de Dios, que aquel que lo ejerce es el mismo ministro de Dios» (Expositio Evangelii secundum Lucam, IV, 29). Estas palabras podrían parecer extrañas a los hombres del tercer milenio, y sin embargo indican claramente una verdad central sobre la persona humana, que es sólido fundamento de la convivencia social: ningún poder del hombre puede considerarse divino, por lo tanto ningún hombre es dueño de otro hombre. Ambrosio lo recordará valerosamente al emperador escribiéndole: «También tú, oh augusto emperador, eres un hombre» (Epistula 51,11).

Otro elemento podemos recabarlo de la enseñanza de san Ambrosio. La primera cualidad de quien gobierna es la justicia, virtud pública por excelencia, porque interesa el bien de la comunidad entera. Pero no basta. Ambrosio la acompaña por otra cualidad: el amor por la libertad, que él considera un elemento discriminante entre los gobernantes buenos y aquellos malos, pues, como se lee en otra carta suya, «los buenos aman la libertad, los réprobos aman la servidumbre» (Epistula 40, 2). La libertad no es un privilegio para algunos, sino un derecho para todos, un derecho precioso que el poder civil debe garantizar. No obstante, la libertad no significa arbitrio de uno solo, sino que más bien implica la responsabilidad de cada uno. Se encuentra aquí uno de los principales elementos de la laicidad del Estado: asegurar la libertad para que todos puedan proponer su visión de la vida común, siempre, y sin embargo, en el respeto del otro y en el contexto de las leyes que miran al bien de todos.

Por otra parte, en la medida en la que es superada la concesión de un Estado confesional, aparece claro, en todo caso, que sus leyes deben encontrar justificación y fuerza en la ley natural, que es fundamento de un orden adecuado a la dignidad de la persona humana, superando una concepción puramente positivista de la cual no pueden derivar indicaciones que sean, de alguna manera de carácter ético (cfr. Discurso al Parlamento Alemán, 22 septiembre 2011). El estado está al servicio y la tutela de la persona y de su «bienestar» en sus múltiples aspectos, empezando por el derecho a la vida, de la cual no puede nunca ser consentida la deliberada supresión. Cada uno puede entonces ver cómo la legislación y la obra de las instituciones del estado deban estar en particular al servicio de la familia. El Estado está llamado a reconocer la identidad propia de la familia, fundada en el matrimonio y abierta a la vida, y también el derecho primario de los progenitores a la libre educación y formación de los hijos, según el proyecto educativo por ellos considerado válido y pertinente. No se rinde justicia a la familia, si el Estado no sostiene la libertad de educación por el bien común de la entera sociedad. 

En este existir del Estado para los ciudadanos, se hace preciosa una constructiva colaboración con la Iglesia, sin duda no para una confusión de las finalidades y de los roles diversos y distintos del poder civil y de la misma Iglesia, sino por la aportación que ésta ha ofrecido y todavía puede ofrecer a la sociedad con su experiencia, su doctrina, su tradición, sus instituciones y sus obras con las que se coloca al servicio del pueblo. Baste pensar en la espléndida cantidad de Santos de la caridad, de la escuela y de la cultura, del cuidado a los enfermos y emarginados, servidos y amados como se sirve y se ama al Señor. Esta tradición continua a dar sus frutos: la laboriosidad de los cristianos lombardos en tales ámbitos es muy viva y tal vez aun más significativa que en el pasado. Las comunidades cristianas promueven estas acciones no tanto como suplencia, sino como gratuita sobreabundancia de la caridad de Cristo y de la experiencia totalizante de su fe. El tiempo de crisis que estamos atravesando tiene necesidad, además de valerosas elecciones técnico-políticas, de gratuidad, como he tenido modo de recordar « La “ciudad del hombre” no se promueve sólo con relaciones de derechos y deberes sino, antes y más aún, con relaciones de gratuidad, de misericordia y de comunión» (Enc. Caritas in veritate, 6).

Podemos recoger una última y preciosa invitación de san Ambrosio, cuya
figura solemne es amonestadora está representada en el estandarte de la Ciudad de Milán. A cuantos quieren colaborar en el gobierno y en la administración pública, él requiere que se hagan amar. En la obra De officiis él afirma: «Aquello que hace el amor, no podrá nunca hacerlo el miedo. Nada es tan útil como hacerse amar » (ii, 29). Por otra parte, la razón que, a su vez, mueve y estimula la activa y laboriosa presencia de ustedes en los varios ámbitos de la vida pública no puede ser más que la voluntad de dedicarse al bien de los ciudadanos, y por lo tanto una clara expresión y un evidente signo de amor. Así, la política es profundamente ennoblecida, transformándose en una elevada forma de caridad.

¡Ilustres Señores! Acojan estas simples consideraciones mías como signo de mi profunda estima hacia las instituciones a las que sirven y para su propia e importante obra. Que en esta tarea los ayude la continua protección del Cielo, de la cual quieres se signo y auspicio la Bendición Apostólica que imparto a ustedes, a sus colaboradores y a sus familias. 
Traducción: Patricia L. Jáuregui Romero – Radio Vaticano