María, Madre de todos los sacerdotes

María, Madre de todos los sacerdotes

1 de abril de 2021 Desactivado Por Regnumdei

Es un nexo profundamente enraizado en el misterio de la Encarnación. Cuando Dios decidió hacerse hombre en su Hijo, necesitaba el «sí» libre de una criatura suya.


De todas las personas llamadas por el Señor a ser «discípulo amado», en consecuencia, de modo particular  lo dice  también de los sacerdotes.


Dios no actúa contra nuestra libertad. Y sucede algo realmente extraordinario: Dios se hace dependiente de la libertad, del «sí» de una criatura suya; espera este «sí».

San Bernardo de Claraval, en una de sus homilías, explicó de modo dramático este momento decisivo de la historia universal, donde el cielo, la tierra y Dios mismo esperan lo que dirá esta criatura.

El «sí» de María es, por consiguiente, la puerta por la que Dios pudo entrar en el mundo, hacerse hombre. Así María está real y profundamente involucrada en el misterio de la Encarnación, de nuestra salvación. Y la Encarnación, el hacerse hombre del Hijo, desde el inicio estaba orientada al don de sí mismo, a entregarse con mucho amor en la cruz a fin de convertirse en pan para la vida del mundo. De este modo sacrificio, sacerdocio y Encarnación van unidos, y María se encuentra en el centro de este misterio.

Pasemos ahora a la cruz. Jesús, antes de morir, ve a su Madre al pie de la cruz y ve al hijo amado; y este hijo amado ciertamente es una persona, un individuo muy importante; pero es más: es un ejemplo, una prefiguración de todos los discípulos amados, de todas las personas llamadas por el Señor a ser «discípulo amado» y, en consecuencia, de modo particular también de los sacerdotes.

Jesús dice a María: «Madre, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26). Es una especie de testamento: encomienda a su Madre al cuidado del hijo, del discípulo. Pero también dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre» (Jn 19, 27). El Evangelio nos dice que desde ese momento San Juan, el hijo predilecto, acogió a la madre María «en su casa». Así dice la traducción italiana, pero el texto griego es mucho más profundo, mucho más rico. Podríamos traducir: acogió a María en lo íntimo de su vida, de su ser, «eis tà ìdia», en la profundidad de su ser.

Acoger a María significa introducirla en el dinamismo de toda la propia existencia —no es algo exterior— y en todo lo que constituye el horizonte del propio apostolado. Me parece que se comprende, por lo tanto, que la peculiar relación de maternidad que existe entre María y los presbíteros es la fuente primaria, el motivo fundamental de la predilección que alberga por cada uno de ellos. De hecho, son dos las razones de la predilección que María siente por ellos: porque se asemejan más a Jesús, amor supremo de su corazón, y porque también ellos, como ella, están comprometidos en la misión de proclamar, testimoniar y dar a Cristo al mundo. Por su identificación y conformación sacramental a Jesús, Hijo de Dios e Hijo de María, todo sacerdote puede y debe sentirse verdaderamente hijo predilecto de esta altísima y humildísima Madre.

El concilio Vaticano II invita a los sacerdotes a contemplar a María como el modelo perfecto de su propia existencia, invocándola como «Madre del sumo y eterno Sacerdote, Reina de los Apóstoles, Auxilio de los presbíteros en su ministerio». Y los presbíteros —prosigue el Concilio— «han de venerarla y amarla con devoción y culto filial» (cf. Presbyterorum ordinis, 18).

El santo cura de Ars, en quien pensamos de modo particular este año, solía repetir: «Jesucristo, cuando nos dio todo lo que nos podía dar, quiso hacernos herederos de lo más precioso que tenía, es decir, de su Santa Madre» (B. Nodet, Il pensiero e l’anima del Curato d’Ars, Turín 1967, p. 305). Esto vale para todo cristiano, para todos nosotros, pero de modo especial para los sacerdotes.

Oremos para que María haga a todos los sacerdotes, en todos los problemas del mundo de hoy, conformes a la imagen de su Hijo Jesús, dispensadores del tesoro inestimable de su amor de Pastor bueno.

¡María, Madre de los sacerdotes, ruega por nosotros!

S.S. Benedicto XVI, Audiencia general, 12 de agosto de 2009