María: «nuestra Madre en el orden de la gracia»
María es madre de la humanidad en el orden de la gracia
Catequesis San Juan Pablo II
24 de septiembre de 1997
María es madre de la humanidad en el orden de la gracia. El concilio Vaticano II destaca este papel de María, vinculándolo a su cooperación en la redención de Cristo.
Ella, «por decisión de la divina Providencia, fue en la tierra la excelsa Madre del divino Redentor, la compañera más generosa de todas y la humilde esclava del Señor» (Lumen gentium, 61).
Con estas afirmaciones, la constitución Lumen gentium pretende poner de relieve, como se merece el hecho de que la Virgen estuvo asociada íntimamente a la obra redentora de Cristo haciéndose «la compañera» del Salvador «más generosa de todas».
A través de los gestos de cada madre, desde los más sencillos hasta los más arduos, María coopera libremente en la obra de la salvación de la humanidad, en profunda y constante sintonía con su divino Hijo.
El Concilio pone de relieve también que la cooperación de María estuvo animada por las virtudes evangélicas de la obediencia, la fe, la esperanza y la caridad, y se realizó bajo el influjo del Espíritu Santo. Además, recuerda que precisamente de esa cooperación le deriva el don de la maternidad espiritual universal: asociada a Cristo en la obra de la redención, que incluye la regeneración espiritual de la humanidad, se convierte en madre de los hombres renacidos a vida nueva.
Al afirmar que María es «nuestra madre en el orden de la gracia» (ib.), el Concilio pone de relieve que su maternidad espiritual no se limita solamente a los discípulos, como si se tuviese que interpretar en sentido restringido la frase pronunciada por Jesús en el Calvario: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26). Efectivamente, con estas palabras el Crucificado, estableciendo una relación de intimidad entre María y el discípulo predilecto, figura tipológica de alcance universal, trataba de ofrecer a su madre como madre a todos los hombres.
Por otra parte, la eficacia universal del sacrificio redentor y la cooperación consciente de María en el ofrecimiento sacrificial de Cristo, no tolera una limitación de su amor materno.
Esta misión materna universal de María se ejerce en el contexto de su singular relación con la Iglesia. Con su solicitud hacia todo cristiano, más aún, hacia toda criatura humana, ella guía la fe de la Iglesia hacia una acogida cada vez más profunda de la palabra de Dios, sosteniendo su esperanza, animando su caridad y su comunión fraterna, y alentando su dinamismo apostólico.
María, durante su vida terrena, manifestó su maternidad espiritual hacia la Iglesia por un tiempo muy breve. Sin embargo, esta función suya asumió todo su valor después de la Asunción, y está destinada a prolongarse en los siglos hasta el fin del mundo. El Concilio afirma expresamente: «Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos» (Lumen gentium, 62).
Ella, tras entrar en el reino eterno del Padre, estando más cerca de su divino Hijo y por tanto, de todos nosotros, puede ejercer en el Espíritu de manera más eficaz la función de intercesión materna que le ha confiado la divina Providencia.
El Padre ha querido poner a María cerca de Cristo y en comunión con él, que puede «salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor» (Hb 7, 25): a la intercesión sacerdotal del Redentor ha querido unir la intercesión maternal de la Virgen. Es una función que ella ejerce en beneficio de quienes están en peligro y tienen necesidad de favores temporales y, sobre todo, de la salvación eterna: «Con su amor de Madre cuida de los hermanos de su Hijo que todavía peregrinan y viven entre angustias y peligros hasta que lleguen a la patria feliz. Por eso la santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora» (Lumen gentium, 62).
Estos apelativos, sugeridos por la fe del pueblo cristiano, ayudan a comprender mejor la naturaleza de la intervención de la Madre del Señor en la vida de la Iglesia y de cada uno de los fieles.