Maestros espirituales de la devoción a la Eucaristía

Maestros espirituales de la devoción a la Eucaristía

1 de junio de 2023 Desactivado Por Regnumdei

Confiesa con frecuencia su asombro enamorado ante la Majestad infinita de Dios, hecha presente en la humildad indecible de una hostia pequeña: «y muchas veces quiere el Señor que le vea en la Hostia»


La Eucaristía, para el alma y para el cuerpo, es el pan y la medicina de Teresa: «¿pensáis que no es mantenimiento aun para estos cuerpos este santísimo Manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es» (Camino Vall. 34,7; +el pan nuestro de cada día: 33-34).

El más grande teólogo de la devoción a la Eucaristía es santo Tomás de Aquino (1224-1274). Según datos históricos exactos, sabemos que santo Tomás era en su comunidad dominica «el primero en levantarse por la noche, e iba a postrarse ante el Santísimo Sacramento. Y cuando tocaban a maitines, antes de que formasen fila los religiosos para ir a coro, se volvía sigilosamente a su celda para que nadie lo notase. El Santísimo Sacramento era su devoción predilecta. Celebraba todos los días, a primera hora de la mañana, y luego oía otra misa o dos, a las que servía con frecuencia» (S. Ramírez, Suma Teológica, BAC 29, 1957,57*).

Él compuso, por encargo del Papa, el maravilloso texto litúrgico del Oficio del Corpus: Pange lingua, Sacris solemniis, Lauda Sion, etc (+Sisto Terán, Santo Tomás, poeta del Santísimo Sacramento, Univ. Católica, Tucumán 1979). La tradición iconográfica suele representarle con el sol de la Eucaristía en el pecho. Un cuadro de Rubens, en el Prado, «la procesión del Santísimo Sacramento», presenta, entre varios santos, a santa Clara con la custodia, y junto a ella a santo Tomás, explicándole el Misterio. Sobre la tumba de éste, en Toulouse, en la iglesia de san Fermín, una estatua le representa teniendo en la mano derecha el Santísimo Sacramento.

Desde el siglo XIII, los grandes maestros espirituales han enseñado siempre la relación profunda que existe entre la Eucaristía -celebrada y adorada- y la configuración progresiva a Jesucristo. Recordaremos sólo a algunos.

Guiard de Laon, el doctor eucarístico, relacionado con Juliana de Mont-Cornillon y el movimiento eucarístico de Lieja, publica hacia 1222 De XII fructibus venerabilis sacramenti. San Buenaventura (+1274) expresa su franciscana devoción eucarística en De sanctissimo corpore Christi, partiendo de los seis grandes símbolos eucarísticos anticipados en el Antiguo Testamento. El franciscano Roger Bacon (+1294), la terciaria franciscana santa Ángela de Foligno (+1309), los dominicos Jean Taulero (+1361) y Enrique Suso (+1365), el canciller de la universidad de París, Jean Gerson (+1429), Dionisio el cartujano, el doctor extático (+1471), se distinguen también por la centralidad de la devoción eucarística en su espiritualidad. La Devotio moderna, tan importante en la espiritualidad de los siglos XIV y XV, es también netamente eucarística. Podemos comprobarlo, por ejemplo, en el libro IV de la Imitación de Cristo, De Sacramento Corporis Christi.

Esta relación de maestros espirituales acentuadamente eucarísticos podría alargarse hasta nuestro tiempo. Pero aquí sólamente haremos mención especial de algunos santos de los últimos siglos.

En el XVI, pocos hacen tanto por difundir entre el pueblo cristiano el amor al Sacramento como san Ignacio de Loyola (1491-1556). En seguida de su conversión, estando en Manresa (1522-1523), en la Misa, «alzándose el Corpus Domini, vio con los ojos interiores… vio con el entendimiento claramente cómo estaba en aquel Santísimo Sacramento Jesucristo nuestro Señor» (Autobiografía, 29).

Recordemos también las visiones que tiene de la divina Trinidad, con tantas lágrimas, en la celebración de la Misa, y «acabando la Misa», al «hacer oración al Corpus Domini», estando en el «lugar del Santísimo Sacramento» (Diario espiritual 34: 6-III-1544).

No es extraño, pues, que san Ignacio fomentara tanto en el pueblo la devoción a la Eucaristía. Así lo hizo, concretamente, con sus paisanos de Azpeitia. En efecto, cuando Paulo III, en 1539, aprueba con Bula la Cofradía del Santísimo Sacramento fundada por el dominico Tomás de Stella en la iglesia dominicana de la Minerva, San Ignacio se apresura a comunicar esta gracia a los de Azpeitia, y en 1540 les escribe: «ofreciéndose una gran obra, que Dios N. S. ha hecho por un fraile dominico, nuestro muy grande amigo y conocido de muchos años, es a saber, en honor y favor del santísimo Sacramento, determiné de consolar y visitar vuestras ánimas in Spiritu Sancto con esa Bula que el señor bachiller [Antonio Araoz] lleva» (VIII/IX-1540). Los jesuitas, fieles a este carisma original, serán después unos de los mayores difusores de la piedad eucarística, por las Congregaciones Marianas y por muchos otros medios, como el Apostolado de la Oración.

Santa Teresa de Jesús (1515-1582), en el mismo siglo, tiene también una vida espiritual muy centrada en el Santísimo Sacramento. Ella, que tenía especial devoción a la fiesta del Corpus (Vida 30,11), refiere que en medio de sus tentaciones, cansancios y angustias, «algunas veces, y casi de ordinario, al menos lo más continuo, en acabando de comulgar descansaba; y aun algunas, en llegando a el Sacramento, luego a la hora quedaba tan buena, alma y cuerpo, que yo me espanto» (30,14).

Confiesa con frecuencia su asombro enamorado ante la Majestad infinita de Dios, hecha presente en la humildad indecible de una hostia pequeña: «y muchas veces quiere el Señor que le vea en la Hostia» (38,19). «Harta misericordia nos hace a todos, que quiere entienda [el alma] que es Él el que está en el Santísimo Sacramento» (Camino Esc. 61,10).

La Eucaristía, para el alma y para el cuerpo, es el pan y la medicina de Teresa: «¿pensáis que no es mantenimiento aun para estos cuerpos este santísimo Manjar, y gran medicina aun para los males corporales? Yo sé que lo es» (Camino Vall. 34,7; +el pan nuestro de cada día: 33-34).

Ella se conmueve ante la palabra inefable del Cantar de los Cantares, «bésame con beso de tu boca» (1,1): «¡Oh Señor mío y Dios mío, y qué palabra ésta, para que la diga un gusano de su Criador!». Pero la ve cumplida asombrosamente en la Eucaristía: «¿Qué nos espanta? ¿No es de admirar más la obra? ¿No nos llegamos al Santísimo Sacramento?» (Conceptos del Amor de Dios 1,10). La comunión eucarística es un abrazo inmenso que nos da el Señor.

Para santa Teresa, fundar un Carmelo es ante todo encender la llama de un nuevo Sagrario. Y esto es lo que más le conforta en sus abrumadores trabajos de fundadora:

«para mí es grandísimo consuelo ver una iglesia más adonde haya Santísimo Sacramento» (Fundaciones 3,10). «Nunca dejé fundación por miedo de trabajo, considerando que en aquella casa se había de alabar al Señor y haber Santísimo Sacramento… No lo advertimos estar Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, como está, en el Santísimo Sacramento en muchas partes, grande consuelo nos había de ser» (18,5). Hecha la fundación, la inauguración del Sagrario es su máximo premio y gozo: «fue para mí como estar en una gloria ver poner el Santísimo Sacramento» (36,6).

Por otra parte, Teresa sufre y se angustia a causa de las ofensas inferidas al Sacramento. Nada le duele tanto.

Mucho hemos de rezar y ofrecer para que «no vaya adelante tan grandísimo mal y desacatos como se hacen en los lugares adonde estaba este Santísimo Sacramento entre estos luteranos, deshechas las iglesias, perdidos tantos sacerdotes, quitados los sacramentos» (Camino Perf. Vall. 35,3)… «parece que le quieren ya tornar a echar del mundo» (ib. Esc. 62,63; +58,2).

Pero aún le horrorizan más a Teresa las ofensas a la Eucaristía que proceden de los malos cristianos: «Tengo por cierto habrá muchas personas que se llegan al Santísimo Sacramento -y plega al Señor yo mienta- con pecados mortales graves» (Conceptos Amor de Dios 1,11).

En la España de ese tiempo, la devoción eucarística está ya plenamente arraigada en el pueblo cristiano. San Juan de Ribera (1532-1611), obispo de Valencia, en una carta a los sacerdotes les escribe:

«Oímos con mucho consuelo lo que muchos de vosotros me han escrito, afirmándome que está muy introducida la costumbre de saludarse unas personas a otras diciendo: Alabado sea el Santísimo Sacramento. Esto mismo deseo que se observe en todo nuestro arzobispado» (28-II-1609).

En Francia, en el siglo XVII, las más altas revelaciones privadas que recibió santa Margarita María de Alacoque (1647-1690), religiosa de la Visitación, acerca del Sagrado Corazón se produjeron estando ella en adoración del Santísimo expuesto.

Y como ella misma refiere, esa devoción inmensa a la Eucaristía la tenía ya de joven, antes de entrar religiosa, cuando todavía vivía al servicio de personas que le eran hostiles: «ante el Santísimo Sacramento me encontraba tan absorta que jamás sentía cansancio. Hubiera pasado allí los días enteros con sus noches sin beber, ni comer y sin saber lo que hacía, si no era consumirme en su presencia, como un cirio ardiente, para devolverle amor por amor. No me podía quedar en el fondo de la iglesia, y por confusión que sintiese de mí misma, no dejaba de acercarme cuanto pudiera al Santísimo Sacramento» (Autobiografía 13).

De hecho, la devoción al Corazón de Jesús, desde sus mismos inicios, ha sido siempre acentuadamente eucarística, y por causas muy profundas, como subraya el Magisterio (+Pío XII, 1946, Haurietis aquas, 20, 35; Pablo VI, cta. apost. Investigabiles divitias 6-II-1965).

En el siglo siguiente, en el XVIII, podemos recordar la gran devoción eucarística de san Pablo de la Cruz (+1775), el fundador de los Pasionistas. Él, como declara en su Diario espiritual, «deseaba morir mártir, yendo allí donde se niega el adorabilísimo misterio del Santísimo Sacramento» (26-XII-1720). Captaba en la Eucaristía de tal modo la majestad y santidad de Cristo, que apenas le era posible a veces mantenerse en la iglesia:

«decía yo a los ángeles que asisten al adorabilísimo Misterio que me arrojasen fuera de la iglesia, pues yo soy peor que un demonio. Sin embargo, la confianza en mi Esposo sacramentado no se me quita: le decía que se acuerde de lo que me ha dejado en el santo Evangelio, esto es, que no ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Diario 5-XII-1720).

En cuanto al siglo XIX, recordemos al santo Cura de Ars (1786-1859). Juan XXIII, en la encíclica Sacerdotii Nostri primordia, de 1959, en el centenario del santo, hace un extenso elogio de esa devoción:

«La oración del Cura de Ars que pasó, digámoslo así, los últimos treinta años de su vida en su iglesia, donde le retenían sus innumerables penitentes, era sobre todo una oración eucarística. Su devoción a nuestro Señor, presente en el Santísimo Sacramento, era verdaderamente extraordinaria: Allí está, solía decir» (16).

Otro gran modelo de piedad eucarística en ese mismo siglo es san Antonio María Claret (1807-1870), fundador de los Misioneros del Inmaculado Corazón de María, los claretianos. En su Autobiografía refiere: cuando era niño, «las funciones que más me gustaban eran las del Santísimo Sacramento» (37). Su iconografía propia le representa a veces con una Hostia en el pecho, como si él fuera una custodia viviente.

Esto es a causa de un prodigio que él mismo refiere en su Autobiografía: el 26 de agosto de 1861, «a las 7 de la tarde, el Señor me concedió la gracia grande de la conservación de las especies sacramentales, y tener siempre, día y noche, el Santísimo Sacramento en el pecho» (694). Gracia singularísima, de la que él mismo no estaba seguro, hasta que el mismo Cristo se la confirma el 16 de mayo de 1862, de madrugada: «en la Misa, me ha dicho Jesucristo que me había concedido esta gracia de permanecer en mi interior sacramentalmente» (700). El Señor, por otra parte, le hace ver que una de las devociones fundamentales para atajar los males que amenazan a España es la devoción al Santísimo Sacramento (695).

Frutos de la piedad eucarística

El desarrollo de la piedad eucarística ha producido en la Iglesia inmensos frutos espirituales. Los ha producido en la vida interior y mística de todos los santos; por citar algunos: Juan de Ávila, Teresa, Ignacio, Pascual Bailón, María de la Encarnación, Margarita María, Pablo de la Cruz, Eymard, Micaela, Antonio María Claret, Foucauld, Teresa de Calcuta, etc. Ellos, con todo el pueblo cristiano, contemplando a Jesús en la Eucaristía, han experimentado qué verdad es lo que dice la Escritura: «contemplad al Señor y quedaréis radiantes» (Sal 33,6).

Pero la devoción eucarística ha producido también otros maravillosos frutos, que se dan en la suscitación de vocaciones sacerdotales y religiosas, en la educación cristiana de los niños, en la piedad de los laicos y de las familias, en la promoción de obras apostólicas o asistenciales, y en todos los otros campos de la vida cristiana. Es, pues, una espiritualidad de inmensa fecundidad. «Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7,20).

Hoy, por ejemplo, en Francia, los movimientos laicales con más vitalidad, y aquellos que más vocaciones sacerdotales y religiosas suscitan, como Emmanuel, se caracterizan por su profunda piedad eucarística.

En las Comunidades de las Bienaventuranzas, concretamente, compuestas en su mayor parte por laicos, se practica la adoración continua todo el día. Iniciadas hacia 1975, reunen hoy unos 1.200 miembros en unas 70 comunidades, que están distribuidas por todo el mundo. Y recordemos también la Orden de los laicos consagrados (Angot, Las casas de adoración).

JOSE MARIA IRABURU     La adoración eucarística