Madre del amor hermoso
«Yo soy la madre del amor hermoso» (Ecclo 24,24), dice María; porque su amor, dice un autor, hace hermosas nuestras almas a los ojos de Dios y consigue como madre amorosa recibirnos por hijos. ¿Y qué madre ama a sus hijos y procura su bien como tú, dulcísima reina nuestra, que nos amas y nos haces progresar en todo? Más -sin comparación, dice san Buenaventura- que la madre que nos dio a luz, nos amas y procuras nuestro bien.
¡Dichosos los que viven bajo la protección de una madre tan amante y poderosa! El profeta David, aun cuando no había nacido María, ya buscaba la salvación de Dios proclamándose hijo de María, y rezaba así: «Salva al hijo de tu esclava» (Sal 85,16).
¿De qué esclava -exclama san Agustín- sino de la que dijo: He aquí la esclava del Señor? ¿Y quién tendrá jamás la osadía -dice el cardenal Belarmino- de arrancar estos hijos del seno de María cuando en él se han refugiado para salvarse de sus enemigos? ¿Qué furias del infierno o qué pasión podran vencerles si confían en absoluto en la protección de esta sublime madre? Cuentan de la ballena que cuando ve a sus hijos en peligro, o por la tempestad o por los pescadores, abre la boca y los guarda en su seno. Esto mismo, dice Novario, hace la piadosísima madre con sus hijos. Cuando brama la tempestad de las tentaciones, con materno amor como que los recibe y abriga en sus propias entrañas, hasta que los lleva al puerto seguro del cielo. Madre mía amantísima y piadosísima, bendita seas por siempre y sea por siempre bendito el Dios que nos ha dado semejante madre como seguro refugio en todos los peligros de la vida.
La Virgen reveló a santa Brígida que así como una madre si viera a su hijo entre las espadas de los enemigos haría lo imposible por salvarlo, así obro yo con mis hijos, por muy pecadores que sean, siempre que a mí recurran para que los socorra. Así es como venceremos en todas las batallas contra el infierno, y venceremos siempre con toda seguridad recurriendo a la madre de Dios y madre nuestra, diciéndole y suplicándole siempre: «Bajo tu amparo nos acogemos, santa madre de Dios». ¡Cuántas victorias han conseguido sobre el infierno los fieles sólo con acudir a María con esta potentísima oración! La sierva de Dios sor María del Crucificado, benedictina, así vencía siempre al demonio.
Estad siempre contentos los que os sentís hijos de María; sabed que ella acepta por hijos suyos a los que quieren ser. ¡Alegraos! ¿Cómo podéis temer perderos si esta madre os protege y defiende? Así, dice san Buenaventura, debe animarse y decir el que ama a esta buena madre y confía en su protección: ¿Qué temes, alma mia? Nada; que la causa de tu eterna salvación no se perderá estando la sentencia en manos de Jesús, que es tu hermano, y de María, que es tu madre. Con este mismo modo de pensar se anima san Anselmo y exclama: «¡Oh dichosa confianza, oh refugio mío, Madre de Dios y madre mía! ¡Con cuánta certidumbre debemos esperar cuando nuestra salvación depende del amor de tan buen hermano y de tan buena madre!» Esta es nuestra madre que nos llama y nos dice: «Si alguno se siente como niño pequeño, que venga a mí» (Pr 9,4). Los niños tienen siempre en los labios el nombre de la madre, y en cuanto algo les asusta, enseguida gritan: ¡Madre, madre! – Oh María dulcísima y madre amorosísima, esto es lo que quieres, que nosotros, como niños, te llamemos siempre a ti en todos los peligros y que recurramos siempre a ti que nos quieres ayudar y salvar, como has salvado a todos tus hijos que han acudido a ti.