(S.S. Benedico XVI a sacerdotes en Colonia)
«Ante todo, doy gracias a mi Dios, por medio de Jesucristo, por todos vosotros (…), pues ansío veros, a fin de comunicaros algún don espiritual que os fortalezca, o más bien, para sentir entre vosotros el mutuo consuelo de la común fe: la vuestra y la mía» (Rm 1, 8-12). Con estas palabras del apóstol san Pablo me dirijo a vosotros, queridos sacerdotes, porque en ellas encuentro perfectamente reflejados mis actuales sentimientos y pensamientos, deseos y oraciones.
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Me encuentro hoy con vosotros, sacerdotes llamados por Cristo a servirlo en el nuevo milenio. Habéis sido elegidos de entre el pueblo, constituidos para el servicio de Dios, para ofrecer dones y sacrificios por los pecados. Creed en la fuerza de vuestro sacerdocio. En virtud del sacramento habéis recibido todo lo que sois. Cuando pronunciáis las palabras «yo» o «mi» («Yo te absuelvo… Esto es mi Cuerpo…»), no lo hacéis en vuestro nombre, sino en nombre de Cristo, «in persona Christi», que quiere servirse de vuestros labios y de vuestras manos, de vuestro espíritu de sacrificio y de vuestro talento. En el momento de vuestra ordenación, mediante el signo litúrgico de la imposición de las manos, Cristo os ha puesto bajo su especial protección; estáis escondidos en sus manos y en su Corazón. Sumergíos en su amor, y dadle a él vuestro amor. Cuando vuestras manos fueron ungidas con el óleo, signo del Espíritu Santo, fueron destinadas a servir al Señor como sus manos en el mundo de hoy. Ya no pueden servir al egoísmo; deben dar en el mundo el testimonio de su amor.
La grandeza del sacerdocio de Cristo puede infundir temor. Se puede sentir la tentación de exclamar con san Pedro: «Aléjate de mí, Señor, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8), porque nos cuesta creer que Cristo nos haya llamado precisamente a nosotros. ¿No habría podido elegir a cualquier otro, más capaz, más santo? Pero Jesús nos ha mirado con amor precisamente a cada uno de nosotros, y debemos confiar en esta mirada. No debemos dejarnos llevar de la prisa, como si el tiempo dedicado a Cristo en la oración silenciosa fuera un tiempo perdido. En cambio, es precisamente allí donde brotan los frutos más admirables del servicio pastoral. No hay que desanimarse porque la oración requiere esfuerzo, o por tener la impresión de que Jesús calla. Calla, pero actúa.
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En un mundo en el que hay tanto ruido, tanto extravío, se necesita la adoración silenciosa de Jesús escondido en la Hostia. Permaneced con frecuencia en oración de adoración y enseñadla a los fieles. En ella encontrarán consuelo y luz sobre todo las personas probadas.
Los fieles esperan de los sacerdotes solamente una cosa: que sean especialistas en promover el encuentro del hombre con Dios. Al sacerdote no se le pide que sea experto en economía, en construcción o en política. De él se espera que sea experto en la vida espiritual. Por ello, cuando un sacerdote joven da sus primeros pasos, conviene que pueda acudir a un maestro experimentado, que le ayude a no extraviarse entre las numerosas propuestas de la cultura del momento. Ante las tentaciones del relativismo o del permisivismo, no es necesario que el sacerdote conozca todas las corrientes actuales de pensamiento, que van cambiando; lo que los fieles esperan de él es que sea testigo de la sabiduría eterna, contenida en la palabra revelada.
La solicitud por la calidad de la oración personal y por una buena formación teológica da frutos en la vida. Haber vivido bajo la influencia del totalitarismo puede haber engendrado una tendencia inconsciente a esconderse bajo una máscara exterior, con la consecuencia de ceder a alguna forma de hipocresía. Es evidente que esto no ayuda a la autenticidad de las relaciones fraternas, y puede llevar a pensar demasiado en sí mismos. En realidad, se crece en la madurez afectiva cuando el corazón se adhiere a Dios. Cristo necesita sacerdotes maduros, viriles, capaces de cultivar una auténtica paternidad espiritual. Para que esto suceda, se requiere honradez consigo mismos, apertura al director espiritual y confianza en la misericordia divina.
El Papa Juan Pablo II, con ocasión del gran jubileo, exhortó muchas veces a los cristianos a hacer penitencia por las infidelidades del pasado. Creemos que la Iglesia es santa, pero en ella hay hombres pecadores. Es preciso rechazar el deseo de identificarse solamente con quienes no tienen pecado. ¿Cómo habría podido la Iglesia excluir de sus filas a los pecadores? Precisamente por su salvación Cristo se encarnó, murió y resucitó. Por tanto, debemos aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana. Practicándola, confesamos los pecados individuales en unión con los demás, ante ellos y ante Dios.
Sin embargo, conviene huir de la pretensión de erigirse con arrogancia en juez de las generaciones precedentes, que vivieron en otros tiempos y en otras circunstancias. Hace falta sinceridad humilde para reconocer los pecados del pasado y, sin embargo, no aceptar fáciles acusaciones sin pruebas reales o ignorando las diferentes maneras de pensar de entonces.
Además, la confessio peccati, para usar una expresión de san Agustín, siempre debe ir acompañada por la confessio laudis, por la confesión de la alabanza. Al pedir perdón por el mal cometido en el pasado, debemos recordar también el bien realizado con la ayuda de la gracia divina que, aun llevada en recipientes de barro, ha dado frutos a menudo excelentes.