«¡Señor mío y Dios mío!»
Jn 20, 19-31: «Porque me has visto has creído. Dichosos los que crean sin haber visto».
II Domingo de Pascua
San Cipriano
«El Espíritu Santo nos hace esta advertencia: “Busca la paz y corre tras ella” (Sal 33,12). El hijo de la paz tiene que buscar y perseguir la paz, aquel que ama y conoce el vínculo de la caridad tiene que guardar su lengua del mal de la discordia. Entre sus prescripciones divinas y sus mandamientos de salvación, el Señor, la víspera de su pasión, añadió lo siguiente: “La paz os dejo, mi paz os doy” (Jn 14,27). Ésta es la herencia que nos ha legado: todos sus dones, todas sus recompensas que nos ha prometido tienden a la conservación de la paz que nos promete. Si somos los herederos de Cristo, permanezcamos en la paz de Cristo. Si somos hijos de Dios tenemos que ser pacíficos: “Dichosos los pacíficos, se llamarán hijos de Dios” (Mt 5,9). Los hijos de Dios son pacíficos, humildes de corazón, sencillos en sus palabras, de acuerdo entre sí por el afecto sincero, unidos fielmente por los lazos de la unanimidad».
San Cirilo
«Avergüéncenos el prescindir del saludo de la paz que el Señor nos dejó cuando iba a salir del mundo. La paz es un don y una cosa dulce, que sabemos proviene de Dios, según lo que el Apóstol dice a los Filipenses: “La paz de Dios” (Flp4,7), y aquello de: “Dios de la Paz” (2Cor13,11) y Dios mismo es la Paz, según aquello de: “Él es nuestra paz” (Ef 2,14). La paz es un bien recomendado a todos, pero observado por pocos. ¿Cuál es la causa de ello? Acaso el deseo del dominio, o la ambición, o la envidia, o el aborrecimiento del prójimo, o el desprecio, o alguna otra cosa que vemos a cada paso en los que desconocen al Señor. La paz procede de Dios, que es quien todo lo une, cuyo ser es unidad de su naturaleza y de su estado pacífico. La transmite a los ángeles y a las potestades del cielo, que están en constante paz con el Señor y consigo mismos. También se extiende por todas las creaturas que desean la paz. En nosotros subsiste, según el espíritu de cada cual, por medio de la búsqueda y ejercicio de las virtudes, y según el cuerpo, en el equilibrio de los miembros y los elementos de que se forma. Lo primero se llama belleza, lo segundo salud».
San Gregorio Magno
«¿Qué es, hermanos muy amados, lo que descubrís en estos hechos? ¿Creéis acaso que sucedieron porque sí todas estas cosas: que aquel discípulo elegido estuviera primero ausente, que luego al venir oyese, que al oír dudase, que al dudar palpase, que al palpar creyese?
»Todo esto no sucedió porque sí, sino por disposición divina. La bondad de Dios actuó en este caso de un modo admirable, ya que aquel discípulo que había dudado, al palpar las heridas del cuerpo de su maestro, curó las heridas de nuestra incredulidad. Más provechosa fue para nuestra fe la incredulidad de Tomás que la fe de los otros discípulos, ya que, al ser él inducido a creer por el hecho de haber palpado, nuestra mente, libre de toda duda, es confirmada en la fe. De este modo, en efecto, aquel discípulo que dudó y que palpó se convirtió en testigo de la realidad de la resurrección.
»Palpó y exclamó: “¡Señor mío y Dios mío!” Jesús le dijo: “¿No has creído, Tomás, sino después de haberme visto?” Como sea que el Apóstol Pablo dice: La fe es la firme seguridad de los bienes que se esperan, la plena convicción de las realidades que no se ven, es evidente que la fe es la plena convicción de aquellas realidades que no podemos ver, porque las que vemos ya no son objeto de fe, sino de conocimiento. Por consiguiente, si Tomás vio y palpó, ¿cómo es que le dice el Señor: No has creído sino después de haberme visto? Pero es que lo que creyó superaba a lo que vio. En efecto, un hombre mortal no puede ver la divinidad. Por esto lo que él vio fue la humanidad de Jesús, pero confesó su divinidad al decir: ¡Señor mío y Dios mío! Él, pues, creyó con todo lo que vio, ya que, teniendo ante sus ojos a un hombre verdadero, lo proclamó Dios, cosa que escapaba a su mirada.
»Y es para nosotros motivo de alegría lo que sigue a continuación: Dichosos los que sin ver han creído. En esta sentencia el Señor nos designa especialmente a nosotros, que lo guardamos en nuestra mente sin haberlo visto corporalmente. Nos designa a nosotros, con tal de que las obras acompañen nuestra fe, porque el que cree de verdad es el que obra según su fe. Por el contrario, respecto de aquellos que creen sólo de palabra, dice Pablo: Van haciendo profesión de conocer a Dios, y lo van negando con sus obras. Y Santiago dice: La fe, si no va acompañada de las obras, está muerta».
Benedicto XVI
En este domingo, el evangelio de san Juan narra que Jesús resucitado se apareció a sus discípulos, encerrados en el Cenáculo, al atardecer «del primer día de la semana» (Jn 20, 19), y que se manifestó nuevamente a ellos en el mismo lugar «ocho días después» (Jn 20, 26). Por tanto, desde el inicio la comunidad cristiana comenzó a vivir un ritmo semanal, marcado por el encuentro con el Señor resucitado. Es lo que subraya también la constitución del concilio Vaticano II sobre la liturgia, afirmando: «La Iglesia, desde la tradición apostólica que tiene su origen en el mismo día de la resurrección de Cristo, celebra el misterio pascual cada ocho días, en el día que se llama con razón «día del Señor» o domingo» (Sacrosanctum Concilium, 106).
El evangelista recuerda, asimismo, que en ambas apariciones —el día de la Resurrección y ocho días después— el Señor Jesús mostró a los discípulos los signos de la crucifixión, bien visibles y tangibles también en su cuerpo glorioso (cf. Jn 20, 20. 27). Esas llagas sagradas en las manos, en los pies y en el costado son un manantial inagotable de fe, de esperanza y de amor, al que cada uno puede acudir, especialmente las almas más sedientas de la misericordia divina.
Por ello, San Juan Pablo II, valorando la experiencia espiritual de una humilde religiosa, santa Faustina Kowalska, quiso que el domingo después de Pascua se dedicara de modo especial a la Misericordia divina; y la Providencia dispuso que él muriera precisamente en la víspera de este día, en las manos de la Misericordia divina. El misterio del amor misericordioso de Dios ocupó un lugar central en el pontificado de este venerado predecesor mío.
Recordemos, de modo especial, la encíclica Dives in misericordia, de 1980, y la dedicación del nuevo santuario de la Misericordia divina en Cracovia, en 2002. Las palabras que pronunció en esta última ocasión fueron como una síntesis de su magisterio, poniendo de relieve que el culto a la Misericordia divina no es una devoción secundaria, sino una dimensión que forma parte de la fe y de la oración del cristiano.
María santísima, Madre de la Iglesia, a quien ahora nos dirigimos con el Regina caeli, obtenga para todos los cristianos la gracia de vivir plenamente el domingo como «pascua de la semana», gustando la belleza del encuentro con el Señor resucitado y tomando de la fuente de su amor misericordioso, para ser apóstoles de su paz. (Domingo 23 de abril de 2006)
San Juan Pablo II
«esús dijo a Sor Faustina: «Deseo que Mi misericordia sea venerada; le doy a la humanidad la última tabla de salvación, es decir, el refugio en Mi misericordia» (Diario, 998). «(…) Es una señal de los últimos tiempos, después de ella vendrá el día de la justicia. Todavía queda tiempo, que recurran, pues, a la Fuente de Mi misericordia, se beneficien de la Sangre y del Agua que brotó para ellos» (Diario, 848).
La vida espiritual de Sor Faustina se basó en la humildad profunda, la pureza de intención y la obediencia amorosa a la voluntad de Dios, a imitación de las virtudes de la Santa Virgen María. Escribió y sufrió en secreto. Solamente su director espiritual y algunas de sus superioras estuvieron conscientes de que algo especial pasaba en su vida. Después de su fallecimiento por tuberculosis múltiple, a los 33 años de edad, hasta sus compañeras más cercanas se quedaron asombradas al descubrir las profundas experiencias místicas y los grandes sufrimientos que le habían sido dados a esta hermana, que siempre había sido tan alegre y humilde.
Sor Faustina escribió en su diario dirigiéndose a Jesús: «Mi mayor deseo es que las almas te conozcan, que sepan que eres su eterna felicidad, que crean en Tu bondad y alaben Tu infinita Misericordia». En un comentario profético, Sor Faustina escribió en su diario: «Siento muy bien que mi misión no terminará con mi muerte, sino que apenas empezará. Oh, almas que dudan, les descorreré las cortinas del cielo para convencerlas de la bondad de Dios». (II Domingo Pascua, 2000)
Notas: Fijémonos en las primeras palabras que el Señor Resucitado dirige a sus discípulos al entrar en el recinto cerrado del Cenáculo: «Paz a ustedes». Esta invocación de la paz sobre sus Apóstoles es recurrente. La repite nuevamente luego de alegrarse ellos de verlo resucitado, y al aparecerse nuevamente en el Cenáculo, ocho días después, estando Tomás con ellos.
«Paz a ustedes»: más allá de ser el tradicional saludo hebreo, es el anuncio del don de la auténtica paz que Dios regala a la humanidad entera como fruto de la Cruz y Resurrección de su Hijo. En efecto, en Cristo «estaba Dios reconciliando al mundo consigo» (2Cor 5, 19), «en el misterio pascual se realizó, efectivamente, la reconciliación definitiva de la humanidad con Dios, que es la fuente de todo progreso verdadero hacia la plena pacificación de los hombres y de los pueblos entre sí y con Dios» (S.S. Juan Pablo II).
Para los judíos la paz trae consigo todos los bienes. Por tanto, la paz es sinónimo de plena felicidad.
Dicha paz sólo puede ser efecto del perdón sanante de Dios y sólo puede venir al corazón humano como un don de Su misericordia.
La paz que el Señor Jesús trae a sus discípulos y ofrece a la humanidad entera nace de una profunda reconciliación y renovación del corazón del ser humano. Procede de la definitiva reconciliación del pecador con Dios, consigo mismo, con los hermanos humanos y con la creación toda, introducida en la historia por la Pascua de Cristo. Paz que es obra del Espíritu que Él, resucitado, sopla sobre sus Apóstoles. Este soplo trae a la mente el momento en que Dios hace del ser humano un ser viviente (ver Gén 2, 7), así como también la gran promesa hecha por Dios a su pueblo: «les daré un corazón nuevo, infundiré en ustedes un espíritu nuevo» (Ez 36, 26). El amor de Dios derramado en los corazones humanos por el Espíritu (ver Rom 5, 5),en el Sacramento del Bautismo, la Reconciliación y la Unción de los enfermos.