Limpios en la intención
Jesús insistía en la limpieza del corazón, en el verdadero desapego del corazón de cualquier pecado y una radical adhesión al bien
Archbishop Jose H. Gomez
La palabra “fariseo” proviene de un vocablo hebreo que significa “separado”, porque este grupo de judíos, al separarse de la tendencia dominante politeísta, salvó la integridad de la religión monoteísta. Y muchos de ellos entregaron su vida para mantener la fe del Antiguo Testamento.
¿Por qué Jesús, entonces criticó tan duramente a los fariseos al punto de convertirlos en un símbolo de todo lo opuesto a lo que él enseñaba?
La respuesta es sencilla: porque con el paso del tiempo, los fariseos se habían convertido en un grupo que había privilegiado solamente las formas, los rituales y las normas externas por encima de la conversión del corazón.
Y Jesús vino a predicar la conversión de corazón, la transformación de “los corazones de piedra en corazones de carne” como dice el capítulo 36 del libro de Ezequiel. Por eso, una de las bienaventuranzas señala: “bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios”. (Mt 5:8)
La limpieza del corazón es la esencia del noveno mandamiento.
Jesús, contra la formalidad externa que practicaban y predicaban los fariseos, insistía en la limpieza del corazón, en el verdadero desapego del corazón de cualquier pecado y su adhesión al bien. El tener un fin claramente definido y no aparente para alcanzar un beneficio egoísta y malicioso.
Por eso es que, junto con la bienaventuranzas, predicaba: “Oísteis que fue dicho: No cometerás adulterio. Pero yo os digo que cualquiera que mira a una mujer para codiciarla, ya adulteró con ella en su corazón”. (Mt 5:28) Así, el mensaje de Jesús exige no sólo que nos abstengamos de los actos pecaminosos y que rechacemos los pensamientos o sentimientos que signifiquen consentir interiormente con el pecado sino que también busquemos por sobre todo el bien y la verdad como expresión suprema ala la capacidad humana. A Dios, en otras palabras, no le basta con personas que no comenten actos impuros: desea que sus seguidores luchen por alcanzar la pureza en su mente y en su corazón.
El Compendio del Catecismo nos explica que “el noveno mandamiento complementa el sexto al señalarnos que no basta con vencer la concupiscencia carnal en los pensamientos y en los deseos. La lucha contra esta concupiscencia supone la purificación del corazón y la práctica de la virtud de la templanza”. (Compendio 527)
La vida de un católico en este campo debe implicar un esfuerzo constante por vivir la pureza de corazón.
Con la gracia de Dios, la oración y luchando contra los deseos desordenados, los católicos somos capaces de alcanzar la pureza del corazón mediante la virtud y el don de la castidad, la pureza de intención, la pureza de la mirada exterior e interior, la disciplina de los sentimientos y de la imaginación.
En consecuencia, el auténtico católico no sólo es alguien que se abstiene de pecar materialmente: es alguien que ama la pureza, y que busca alentarla y difundirla en medio de nuestra sociedad erotizada.
Por ello, es también responsabilidad nuestra, si queremos vivir a plenitud este mandamiento, contribuir a una purificación del ambiente social, mediante la lucha constante contra la permisividad, el erotismo y la sensualisación que hoy se difunde en nuestra sociedad, sobretodo a través de los medios masivos de comunicación. Una preocupación especial está en la formación en la pureza que damos a nuestros niños y jóvenes.
Los niños tienen derecho a ser educados en los auténticos valores morales basados en la dignidad de la persona humana.
Y para que eso se lleve a cabo, “todos tienen un papel que desarrollar en este cometido, no sólo los padres, los formadores religiosos, los profesores y los catequistas, sino también la información y la industria del ocio”.
Pidamos a nuestra Madre la Virgen María, ejemplo de pureza de corazón, que nos dé a los católicos la energía para tener un corazón como el suyo, que casi “instintivamente” rechace el mal y se adhiera al bien.