León XIII: Sobre el amor a la patria

León XIII: Sobre el amor a la patria

13 de septiembre de 2023 Desactivado Por Regnumdei

Si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un crimen.


«No se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de Dios…»


* No puede dudarse de que en la vida práctica son mayores en número y gravedad los deberes de los cristianos que los de quienes, o tienen de la religión católica ideas falsas, o la desconocen por completo. Cuando, redimido el linaje humano, Jesucristo mandó a los Apóstoles predicar el Evangelio a toda criatura, impuso también a todos los hombres la obligación de aprender y creer lo que les enseñaren; y al cumplimiento de este deber va estrechamente unida la salvación eterna. El que creyere y fuere bautizado será salvo; pero el que no creyere se condenará. Pero al abrazar el hombre, como es deber suyo, la fe cristiana, por el mismo acto se constituye en súbdito de la Iglesia, como engendrado por ella, y se hace miembro de aquella amplísima y santísima sociedad, cuyo régimen, bajo su cabeza visible, Jesucristo, pertenece, por deber de oficio y con potestad suprema, al Romano Pontífice.

* Ahora bien: si por ley natural estamos obligados a amar especialmente y defender la sociedad en que nacimos, de tal manera que todo buen ciudadano esté pronto a arrostrar aun la misma muerte por su patria, deber es, y mucho más apremiante en los cristianos, hallarse en igual disposición de ánimo para con la Iglesia. Porque la Iglesia es la ciudad santa del Dios vivo, fundada por Dios, y por Él mismo establecida, la cual, aunque peregrina sobre la tierra, llama a todos los hombres, y los instruye y los guía a la felicidad eterna allá en el cielo. Por consiguiente, se ha de amar la patria donde recibimos esta vida mortal, pero más entrañable amor debemos a la Iglesia, de la cual recibimos la vida del alma, que ha de durar eternamente; por lo tanto, es muy justo anteponer a los bienes del cuerpo los del espíritu, y frente a nuestros deberes para con los hombres son incomparablemente más sagrados los que tenemos para con Dios.

* Por lo demás, si queremos sentir rectamente, el amor sobrenatural de la Iglesia y el que naturalmente se debe a la patria, son dos amores que proceden de un mismo principio eterno, puesto que de entrambos es causa y autor el mismo Dios; de donde se sigue que no puede haber oposición entre los dos. Ciertamente, una y otra cosa podemos y debemos: amarnos a nosotros mismos y desear el bien de nuestros prójimos, tener amor a la patria y a la autoridad que la gobierna; pero al mismo tiempo debemos honrar a la Iglesia como a madre, y con todo el afecto de nuestro corazón amar a Dios.

* Y, sin embargo, o por lo desdichado de los tiempos o por la voluntad menos recta de los hombres, alguna vez el orden de estos deberes se trastorna. Porque se ofrecen circunstancias en las cuales parece que una manera de obrar exige de los ciudadanos el Estado, y otra contraria la religión cristiana; lo cual ciertamente proviene de que los que gobiernan a los pueblos, o no tienen en cuenta para nada la autoridad sagrada de la Iglesia, o pretenden que ésta les sea subordinada. De aquí nace la lucha, y el poner a la virtud a prueba en el combate. Manda una y otra autoridad, y como quiera que mandan cosas contrarias, obedecer a las dos es imposible: Nadie puede servir al mismo tiempo a dos señores; y así es menester faltar a la una, si se ha de cumplir lo que la otra ordena. Cuál deba llevar la preferencia, nadie puede ni dudarlo.

* Impiedad es por agradar a los hombres dejar el servicio de Dios; ilícito quebrantar las leyes de Jesucristo por obedecer a los magistrados, o bajo color de conservar un derecho civil, infringir los derechos de la Iglesia…: Conviene obedecer a Dios antes que a los hombres; y lo que en otro tiempo San Pedro y los demás Apóstoles respondían a los magistrados cuando les mandaban cosas ilícitas, eso mismo en igualdad de circunstancias se ha de responder sin vacilar. No hay, así en la paz como en la guerra, quien aventaje al cristiano consciente de sus deberes; pero debe arrostrar y preferir todo, aun la misma muerte, antes que abandonar, como un desertor, la causa de Dios y la Iglesia.

* Por lo cual desconocen seguramente la naturaleza y alcance de las leyes los que reprueban semejante constancia en el cumplimiento del deber, tachándola de sediciosa.

Hablamos de cosas sabidas y Nos mismo las hemos explicado ya otras veces. La ley no es otra cosa que el dictamen de la recta razón promulgado por la potestad legítima para el bien común. Pero no hay autoridad alguna verdadera y legítima si no proviene de Dios, soberano y supremo Señor de todos, a quien únicamente pertenece el dar poder al hombre sobre el hombre; ni se ha de juzgar recta la razón cuando se aparta de la verdad y la razón divina, ni verdadero bien el que repugna al bien sumo e inconmutable, o tuerce las voluntades humanas y las separa del amor de Dios.

Sagrado es, por cierto, para los cristianos el nombre del poder público, en el cual, aun cuando sea indigno el que lo ejerce, reconocen cierta imagen y representación de la majestad divina; justa es y obligatoria la reverencia a las leyes, no por la fuerza o amenazas, sino por la persuasión de que se cumple con un deber, porque el Señor no nos ha dado espíritu de temor  ; pero si las leyes de los Estados están en abierta oposición al derecho divino, si con ellas se ofende a la Iglesia o si contradicen a los deberes religiosos, o violan la autoridad de Jesucristo el Pontífice supremo, entonces la resistencia es un deber, la obediencia es un crimen, que por otra parte envuelve una ofensa a la misma sociedad, pues pecar contra la religión es delinquir también contra el Estado.

* Échase también de ver nuevamente cuán injusta sea la acusación de rebelión; porque no se niega la obediencia debida al príncipe y a los legisladores, sino que se apartan de su voluntad únicamente en aquellos preceptos para los cuales no tienen autoridad alguna, porque las leyes hechas con ofensa de Dios son injustas, y cualquiera otra cosa podrán ser menos leyes.

* Bien sabéis, Venerables Hermanos, ser ésta la mismísima doctrina del apóstol San Pablo, el cual como escribiese a Tito que se debía aconsejar a los cristianos que estuviesen sujetos a los príncipes y potestades y obedecer a sus mandatos, inmediatamente añade que estuviesen dispuestos a toda obra buena  , para que constase ser lícito desobedecer a las leyes humanas cuando decretan algo contra la ley eterna de Dios. Por modo semejante, el Príncipe de los Apóstoles, a los que intentaban arrebatarle la libertad en la predicación del Evangelio, con aliento sublime y esforzado respondía: Si es justo delante de Dios, juzgadlo vosotros mismos. Pero no podemos no hablar de aquellas cosas que hemos visto y oído.

S.S. León XIII, Sapientiae christianae