León XIII: la predicación del presbítero
El que lleva en su discurso el espíritu y la fuerza de la palabra divina «no habla solamente con la lengua, sino con la virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia».
…En lo concerniente a la Iglesia, su institución, sus caracteres, su misión v sus dones se encuentran con tanta frecuencia en la Escritura y existen en su favor tantos y tan sólidos argumentos, que el mismo San Jerónimo ha podido decir con mucha razón: «Aquel que se apoya en los testimonios de los libros santos es el baluarte de la Iglesia». Si lo que se busca es algo relacionado con la conformación y disciplina de la vida y de las costumbres, los hombres apostólicos encontrarán en la Biblia grandes y excelentes recursos: prescripciones llenas de santidad, exhortaciones sazonadas de suavidad y de fuerza, notables ejemplos de todas las virtudes, a lo cual se añade, en nombre y con palabras del mismo Dios, la importantísima promesa de las recompensas y el anuncio de las penas para toda la eternidad.
Esta virtud propia y singular de las Escrituras, procedente del soplo divino del Espíritu Santo, es la que da autoridad al orador sagrado, le presta libertad apostólica en el hablar y le suministra una elocuencia vigorosa y convincente. El que lleva en su discurso el espíritu y la fuerza de la palabra divina «no habla solamente con la lengua, sino con la virtud del Espíritu Santo y con grande abundancia». Obran, pues, con torpeza e imprevisión los que hablan de la religión y anuncian los preceptos divinos sin invocar apenas otra autoridad que las de la ciencia y de la sabiduria humana, apoyándose más en sus propios argumentos que en los argumentos divinos. Su discurso, aunque brillante, será necesariamente lánguido y frío, como privado que está del fuego de la palabra de Dios, y está muy lejos de la virtud que posee el lenguaje divino: «Pues la palabra de Dios es viva y eficaz y más penetrante que una espada de dos filos y llega hasta la división del alma y del espíritu». Aparte de esto, los mismos sabios deben convenir en que existe en las Sagradas Letras una elocuencia admirablemente variada, rica y más digna de los más grandes objetos; esto es lo que San Agustín ha comprendido y perfectamente probado y lo que confirma la experiencia de los mejores oradores sagrados, que han reconocido, con agradecimiento a Dios, que deben su fama a la asidua familiaridad y piadosa meditación de la Biblia.
Conociendo a fondo todas estas riquezas en la teoría y en la práctica, los Santos Padres no cesaron de elogiar las Divinas Letras y los frutos que de ellas se pueden obtener. En más de un pasaje de sus obras llaman a los libros santos «riquísimo tesoro de las doctrinas celestiales» y «eterno manantial de salvación», y los comparan a fértiles praderas y a deliciosos jardines, en los que la grey del Señor encuentra una fuerza admirable y un maravilloso encanto. Aquí viene bien lo que decía San Jerónimo al clérigo Nepociano: «Lee a menudo las divinas Escrituras; más aún, no se te caiga nunca de las manos la sagrada lectura; aprende lo que debes enseñar…; la predicación del presbítero debe estar sazonada con la lección de las Escrituras», y concuerda la opinión de San Gregorio Magno, que ha descrito como nadie los deberes de los pastores de la Iglesia: «Es necesario —dice— que los que se dedican al ministerio de la predicación no se aparten del estudio de los libros santos».
PROVIDENTISSIMUS DEUS
DEL SUMO PONTÍFICE
LEÓN XIII