LAZARO Y SU AMIGO DIVINO
Enviaron, pues, sus hermanas a decir a Jesús: Señor, he aquí que el que amas está enfermo (Jn 11, 3)
Y había un enfermo llamado Lázaro, de Betania, aldea de María y Marta su hermana. Y María era la que había ungido al Señor con ungüento, y limpiado sus pies con sus cabellos, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo. Enviaron, pues, sus hermanas a decir a Jesús: «Señor, he aquí el que amas está enfermo». Y cuando lo oyó Jesús, les dijo: «Esta enfermedad no es para muerte, sino para gloria de Dios, para que sea glorificado el Hijo de Dios por ella». Y amaba Jesús a Marta, y a María su hermana, y a Lázaro (San Juan 11, 1-5)
Tres cosas se ofrecen aquí a nuestra consideración:
La primera, que los amigos de Cristo son a veces afligidos corporalmente, Por esto no es una señal de que uno no es amigo de Dios, si alguna vez es afligido corporalmente, como arguyó erróneamente Elifaz contra Job: Recapacita, te ruego, ¿qué inocente pereció jamás, o cuándo los justos fueron destruidos? (Job 4, 7) Por eso dicen (las hermanas de Lázaro): he aquí que el que amas está enfermo. Y en los Proverbios se lee: Al que ama el Señor, lo castiga, y se complace en él, como un padre en su hijo (3, 12).
La segunda cosa es que no dicen: «Señor, ven, sánalo»; sino únicamente exponen la enfermedad, diciendo: Está enfermo. En lo cual se indica que basta al amigo exponer solamente la necesidad, sin añadir ninguna petición; porque el amigo, cuando quiere el bien de su amigo como el suyo propio, así como es solícito para repeler su mal, del mismo modo lo es también para repeler el mal de su amigo. Y esto es principalmente verdadero en aquel que ama verdaderamente: Guarda el Señor a todos los que le aman.
(Sal 144, 20)
La tercera es que, deseando estas dos hermanas la curación de su hermano enfermo, no se llegaron personalmente a Cristo, como el paralítico y el centurión, y esto por la confianza que tenían con Cristo, por el amor especial y la familiaridad que Cristo les había mostrado; y tal vez el llanto las detenía, como dice San Juan Crisóstomo: Si fuera firme el amigo, dice el Eclesiástico, será para ti como un igual, y obrará con confianza en tus cosas domésticas (6, 11) (In Joan., XI)
I. Lázaro, nuestro amigo, duerme (Jn 11, 11).
Amigo, esto es: por los muchos beneficios y obsequios que nos prestó, y por eso no debernos faltarle en la necesidad.
Duerme. Por lo que es necesario socorrerlo. El hermano se experimenta en las angustias (Prov 17, 17) Duerme, repito, como dice San Agustín: «Dormía para el Señor, pero estaba muerto para los hombres, que no podían resucitarlo» 19.
El sueño se entiende de diversas maneras: por el sueño natural, por la negligencia, por el sueño de la culpa, por el descanso de la contemplación, por el reposo de la gloria futura, y a veces por la muerte, como lo emplea el Apóstol: Tampoco queremos, hermanos, que ignoréis acerca de los que duermen, para que no os entristezcáis como los otros, que no tienen esperanza (1 Tes 4, 12).
Pero la muerte se llama sueño a causa de la esperanza de la resurrección, y por lo tanto la muerte suele ser llamada «dormición», desde el tiempo en que Cristo murió y resucitó: Yo dormí, y tuve profundo sueño (Sal 3, 6).
II. Mas voy a despertarle del sueño (Jn 11, 11)
En esto da a entender Jesús que con la misma facilidad podía resucitar a Lázaro del sepulcro que despertar al que duerme en el lecho. Lo cual no es de admirar, porque él es el que resucita a los muertos y les da la vida. Por eso dice él mismo: Viene la hora, cuando todos los que están en los sepulcros oirán la voz del Hijo de Dios (Jn 5, 28).
III. Vayamos a él.
En lo cual se muestra la clemencia de Dios, puesto que, no pudiendo los hombres acercarse por sí mismos a él en estado de pecado y como muertos, los atrae misericordiosamente previniéndolos, conforme a lo que se dice en Jeremías: Con amor perpetuo te amé; por eso te atraje, teniendo misericordia (31, 3).
IV. Vino, pues, Jesús, y halló que había ya cuatro días que estaba en el sepulcro (Jn 11, 17)
Según San Agustín, Lázaro, muerto de cuatro días, representa al hombre pecador retenido por la muerte de cuatro pecados: 1o, del pecado original; 2o, el pecado actual contra la ley natural; 3o, el pecado actual contra la ley escrita; 4o, el pecado actual contra la ley del Evangelio y de la gracia.
O, de otro modo, el primer día es el pecado del corazón: Apartad de mis ojos la malignidad de vuestros pensamientos (Is 1, 16) El segundo día es el pecado de boca: Ninguna palabra mala salga de vuestra boca (Ef 4, 29) El tercer día es el pecado de obra, del cual dice Isaías: Cesad de obrar perversamente (Is 1, 16) El cuarto día es el pecado de la costumbre perversa.
Como quiera que se exponga, el Señor sana alguna vez a los muertos que tienen cuatro días, es decir, a los que quebrantan la ley del Evangelio, y a los retenidos por la costumbre del pecado.
(In Joan., XI)
Fuente: Meditaciones Santo Tomás de Aquino