Las Consagraciones públicas al Corazón de Jesús
En el Centenario de aquella que se hizo en España en mayo de 1919.
Juan Jaurrieta Revista Cristiandad
Con inmensa alegría cristiana vemos cómo se preparan autobuses para acudir a la celebración en el Cerro de los Ángeles, cómo se renuevan campañas de consagración de las familias aprovechando la efeméride, y cómo se está volviendo a recordar las enseñanzas de la Iglesia acerca de esta saludable devoción que es la «síntesis misma del Evangelio».
Sí. Esperamos que de esta celebración y de esta renovación de la Consagración al Corazón de Jesús, broten innumerables bienes para toda nuestra patria, sus instituciones, su Iglesia, sus familias y para todos nosotros.
Pero a la vez asistimos, casi con perplejidad, a la necesidad de explicar y justificar dicho acto ante diversos sectores de la sociedad, entre nuestros mismos hermanos bautizados, e incluso en ambientes eclesiales que no entienden ni comparten su celebración, e incluso en ocasiones se muestran totalmente hostiles hacia ella.
Los argumentos que se utilizan en esta oposición son variopintos y los más son de oportunidad, conveniencia y prudencia social o política pero que en todo caso nos abocan a tener que justificar una verdad casi tautológica de nuestra fe, la primacía de Dios, que muchas veces por falta de formación y otras por falta de vigor o por falta de valentía, no somos capaces de afirmar de manera convincente y atractiva ante nuestros hermanos.
Porque la celebración de las consagraciones públicas incide directamente, no en una parte u otra de nuestra fe, sino en el núcleo principal de ella.
Incide directamente en los dos mandamientos que «cierran» la ley de Dios «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a ti mismo». Es una manifestación del amor a Dios y de la virtud de la religión y es un deber de caridad para todos nuestros hermanos.
En este artículo intentaremos justificar esta afirmación, no con nuestros argumentos sino con los argumentos de la doctrina de la encíclica Annum Sacrum y con los argumentos que ya anteriormente se han publicado en esta revista, en artículos de Francisco Canals «Sentido y alcance de la consagración pública al Corazón de Jesús y su actualidad» Cristiandad 716-717 y D. José Mª Petit 2. «El reinado de Cristo en una sociedad secularizada» Cristiandad 988 e intentaremos salir al paso de alguno de los argumentos que se están esgrimiendo contra dicho acto.
¿Por qué consagraciones públicas de las instituciones?
La «consagración» es algo inherente a nuestra fe, de hecho, en el momento en que accedemos a ella por el bautismo todas las personas somos consagradas a Dios. El hecho del bautismo nos «dedica» a Dios, nos hace templos del Espíritu Santo. Desde ese momento estamos llamados a «glorificar a Dios con nuestra vida» porque ese es el fin de aquello que ha sido consagrado.
Estudiábamos de memoria en el catecismo «¿Para qué ha creado Dios al hombre?» Y recitábamos: «Para adorarle, servirle, darle gracias aquí en la tierra y ser felices con Él en el Cielo».
La consagración supone dos reconocimientos, el primero el de la soberanía de Dios, por lo que exige de nosotros poner todo nuestro ser, lo que somos y tenemos, al servicio de nuestro Dios, para que disponga de ello a su voluntad. Como decimos cada día en la Santa Misa «te ofrecemos de los mismos dones que nos has dado». Él, que nos ha dado todo, está encantado de que se lo ofrezcamos y se lo pongamos a su disposición.
Y el segundo, el de nuestra dedicación a Dios, «tuyos somos y tuyos queremos ser». Nos recuerda las palabras del mismo Cristo: «Aquel que me confesare delante de los hombres, también yo le confesaré ante mi Padre que está en los Cielos».
Ahora bien, siendo esto así en toda la historia de nuestra Iglesia se manifiesta especialmente a partir de las apariciones de Paray-le-Monial y la extensión de la devoción al Sagrado Corazón.
La idea de consagración al Corazón de Jesús nace en la fuente misma de las apariciones de Paray- le-Monial, en las revelaciones de santa Margarita María de Alacoque, allí se habla del ruego del Señor que invita a las almas a consagrarse a Él; en un primer momento es una invitación personal, consagración íntima corazón a corazón. Pero ya la misma santa Margarita va dando testimonio de lo que le revela el Señor y aparece la idea de la consagración de las familias, a la que se vinculan tantos bienes para ellas, y posteriormente aparece ya la petición de consagrar el reino de Francia, como tardíamente quiso hacer, prisionero en el Temple, Luis XVI.
Y esto es así, no porque sea una «moda temporal» o «histórica» que responda a situaciones sociales concretas, sino porque es un acto central de nuestra fe, y en la Iglesia católica se proclaman las verdades más expresamente cuanto más expresamente son combatidas.
Por eso, no busque nadie actos de consagración como los actuales en los reinos medievales de la Cristiandad, porque en aquella época vivir consagrados a Cristo era el hecho constitutivo de la sociedad, era el ser mismo de la institución social que dio lugar a ese hermoso edificio que se conoció como «Cristiandad», aquella armonía entre la filosofía y el Evangelio, que en gran medida todavía mantiene nuestros edificios sociales con vida.
Los reyes no necesitaban hacer actos de consagración pública, porque eran consagrados ante Dios, las leyes proclamaban su sometimiento pleno a la ley de Dios proclamada por la Iglesia; las instituciones, el matrimonio, la guerra, la paz, las treguas, los acuerdos entre los reyes, los contratos y los convenios, la vida y la muerte se hacían bajo el signo indeleble de la cruz de Cristo. En la abadía de Westminster, dónde se coronaba a los reyes ingleses, están inscritas las palabras del Apocalipsis «los reinos de este mundo han venido a ser de Nuestro Señor y de su Cristo», y todavía nos admiran las representaciones de Nuestro Señor en la cruz como «Cristo Majestad» o como «Pantocrator», juzgador de este mundo. En definitiva, esta realeza de Cristo es la que configuraba al pueblo como cristiano. Este es el sentido fuerte y propio de la expresión «Pueblo de Dios».
Pero llegaron los tiempos en que el laicismo pretendió separar las sociedades y los individuos de su Creador y que, basados en perversas doctrinas, se proclamaba públicamente «no queremos que ESTE reine sobre nosotros», «primero comenzó a negarse la soberanía de Cristo sobre todas las gentes, negóse lo que brota del mismo derecho de Cristo, es decir, el derecho de la Iglesia de enseñar al género humano, de dar leyes, de regir los pueblos que han de ser llevados a la eterna felicidad. Se puso la religión de Cristo al nivel de cualquier religión falsa y se la sometió al poder civil y se la expuso al capricho de los soberanos políticos y de los poderes de los estados. Después se llegó a concebir que las naciones podían pasarse sin Dios y que podían basar su religión (laica, cívica, ciudadana) en la impiedad y desprecio de Dios» por eso con cuanto más indigno silencio se omite el nombre de nuestro Redentor en las asambleas internacionales y en los parlamentos, tanto más alto conviene que se proclame y que se afirmen más extensamente los derechos de la realeza y poder de Cristo (Quas primas). Así que a partir de ese momento van surgiendo espontáneamente miles de consagraciones de individuos, familias, sociedades, reinos y estados, surge la consagración de la Iglesia y la consagración del mundo entero, realizada por el papa León XIII para proclamar «tanto más alto» que nosotros sí queremos que ESTE reine sobre nosotros.
¿Qué fines se consiguen con tales actos?
Podríamos decir que son tres los fines que se consiguen con las consagraciones públicas de las instituciones (el mundo, los reinos, los estados) al Corazón de Cristo.
El primero de ellos es conseguir la PAZ, ese bien mesiánico que es el fin propio de la sociedad civil. La paz como objetivo social está, según nuestra fe, irremisiblemente unida al reconocimiento de la primacía de Nuestro Señor. En efecto, la sociedad humana, incluso para ser plenamente tal, requiere inspirarse en aquellos principios que tendrán su completo cumplimiento cuando todos los pueblos acepten que Cristo es verdadero Rey de todas las naciones.
Así, el Papa escribía en la Ubi arcano que el mundo no conocerá la paz verdadera hasta que no acepte los derechos de Dios y de su Cristo sobre las naciones.
No obstante, la paz es propiamente un bien natural y es el fin principal de la organización social, pero este bien político no puede obtenerse sin la aceptación de nuestra configuración como Reino de Cristo. Si el Príncipe de la Paz es rechazado, se apodera del mundo el Padre de la discordia. La historia entera está configurada, incluso a nivel natural, por esta realidad trascendente. Fuera del Reino de Cristo, rechazando explícitamente la «conversión» hacia nuestro Soberano Salvador, la misma sociedad humana queda herida en su más elemental constitución como pueblo: la paz queda como tarea imposible.
Efectivamente, de este proceso histórico de laicismo en la sociedad se sigue, en palabras de Pío XI, la total ruina de la paz doméstica, y así ha sido: se ha deshecho la paz en los matrimonios con el divorcio, la paz en las familias con la desarmonía de los hijos con los padres, la paz incluso en la propia persona con la ideología de género, y a esto, añadía el Papa, se sigue «el sacudimiento y la destrucción de la humana sociedad» porque al menospreciar la religión necesariamente se derrumban las columnas de la sociedad.
El segundo de los fines que se persigue con estos actos es fomentar la ESPERANZA, el cumplimiento de las dulces promesas de nuestro Salvador y Redentor.
Al reconocerle a Él, al aceptar su dominio sobre nosotros nos será permitido sanar tantas heridas, veremos renacer con toda justicia la esperanza en la antigua autoridad, los esplendores de la fe reaparecerán; las espadas caerán, las armas se escaparán de nuestras manos cuando todos los hombres acepten el imperio de Cristo y se le sometan con alegría, y cuando «toda lengua profese que el Señor Jesucristo está en la gloria de Dios Padre» (Fil 2,11).E insiste el papa León XIII en la encíclica:
«Una consagración así, aporta también a los estados la esperanza de una situación mejor, pues este acto de piedad puede establecer y fortalecer los lazos que unen naturalmente los asuntos públicos con Dios».
Y este mensaje de esperanza no es para los pueblos fieles al Señor, que no han perdido nunca «su primer amor» sino precisamente para aquellos en los que se ha enfriado la caridad, en los que «se ha erigido una especie de muro entre la Iglesia y la sociedad civil».
En la constitución y administración de los Estados no se tiene en cuenta para nada la jurisdicción sagrada y divina, y se pretende obtener que la religión no tenga ningún papel en la vida pública. Esta actitud desemboca en la pretensión de suprimir en el pueblo la ley cristiana; si les fuera posible hasta expulsarían a Dios de la misma tierra.
Precisamente es para nosotros, para esta época los bienes que se anuncian por tal fausto acontecimiento y este acto de consagración al Corazón de Cristo es como una señal del favor del Cielo, la esperanza de la victoria:
«En la época en que la Iglesia, aún próxima a sus orígenes, estaba oprimida bajo el yugo de los césares, un joven emperador percibió en el cielo una cruz que anunciaba y que preparaba una magnífica y próxima victoria. Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos: es el Corazón sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres.»
¡Qué apropiado nos parece ahora el lema de esta renovación que celebramos: «sus heridas nos han curado». ¡Sólo podemos esperar la salvación de Cristo! Y sí, de Él vendrá la restauración social.
El tercero de los fines que se persiguen es el fin APOSTÓLICO, al proclamar públicamente la verdad invitamos a todos aquellos, a los alejados, a los apóstatas de hecho o de derecho y aun a los infieles, a adherirse a ella, admirar su belleza y gustar sus efectos bonísimos. Proclamaba san Pablo en su Carta a los Romanos:
«¿cómo invocarán a aquel en quien no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán si no hay quien les predique? Nos urge el amor de Cristo, nos urge proclamarlo mucho, proclamarlo alto, proclamarlo a tiempo y a destiempo».
Así lo indica el Papa en la encíclica:
Pero, ¿podemos olvidar esa innumerable cantidad de hombres, sobre los que aún no ha aparecido la luz de la verdad cristiana? Nos representamos y ocupamos el lugar de aquel que vino a salvar lo que estaba perdido y que vertió su sangre para la salvación del género humano todo entero. Nos soñamos con asiduidad traer a la vida verdadera a todos esos que yacen en las sombras de la muerte; para eso Nos hemos enviado por todas partes a los mensajeros de Cristo, para instruirles. Y ahora, deplorando su triste suerte, Nos los recomendamos con toda nuestra alma y los consagramos, en cuanto depende de Nos, al Corazón sacratísimo de Jesús».
De esta manera, el acto de piedad que aconsejamos a todos, será útil a todos. Después de haberlo realizado, los que conocen y aman a Cristo Jesús, sentirán crecer su fe y su amor hacia Él. Los que, conociéndole, son remisos a seguir su ley y sus preceptos, podrán obtener y avivar en su Sagrado Corazón la llama de la caridad. Finalmente, imploramos a todos, con un esfuerzo unánime, la ayuda celestial hacia los infortunados que están sumergidos en las tinieblas de la superstición. Pediremos que Jesucristo, a quien están sometidos «en cuanto a la potencia», les someta un día «en cuanto al ejercicio de esta potencia». Y esto, no solamente «en el siglo futuro, cuando impondrá su voluntad sobre todos los seres recompensando a los unos y castigando a los otros», sino aun en esta vida mortal, dándoles la fe y la santidad. Que puedan honrar a Dios en la práctica de la virtud, tal como conviene, y buscar y obtener la felicidad celeste y eterna.
La consagración es recomendada para nuestros tiempos, para nosotros, para nuestras sociedades en que conviven los cristianos fervientes, los remisos a seguir su ley y sus preceptos y los que no tienen fe en Cristo. Y el hacerlo públicamente es un excelente acto catequético o de apostolado.
¿Conviene hacer estos actos de consagración públicos de nuestras instituciones?
Vistos los textos citados de los papas hay que concluir que no sólo es conveniente, sino necesario hacer actos de consagración y que estos sean públicos, puesto que cuanto más se niega algún aspecto de la verdad católica, más necesario se hace afirmarlo expresamente. Y es para estos tiempos, para estos sistemas político-sociales actuales, para cuando la Providencia de Dios ha querido reservar los beneficios expresos de ellos.
En su amorosa providencia, ante los males de los tiempos modernos, nos ha ido ofreciendo las soluciones aptas para combatir dichos males, pero como Padre amoroso nos las ofrece, no nos las impone.
Ahora bien, podemos encontrarnos en la misma situación que Naamán el Sirio, pensando que nuestros ríos son mejores que el que le aconseja el profeta por inspiración de Dios. Se necesita fe y se necesita humildad, para seguir los caminos que Dios nos muestra y no enamorarnos de nuestras soluciones.
La salvación del mundo, como nos dice Pío XI en la Ubi arcano, sólo podemos esperarla de la realeza de Cristo. El mundo estará perdido mientras espere su salvación por la cultura, por el progreso, por la ciencia o la técnica o la política. Pero tampoco está la salvación en nuestros planes pastorales, en nuestras estrategias de apostolado o en algún tipo de nuevo lenguaje o moda catequética.
Lo realmente eficaz es hacer caso a las amorosas invitaciones de Nuestro Señor Jesucristo, siguiendo las enseñanzas de la Iglesia que es «madre y maestra», y ambas son claras.
Y nos lo vuelve a recordar nuestra Madre la Virgen en Fátima
Efectivamente, su Corazón maternal no se resigna ante el rumbo que toma nuestro mundo, y con urgencia de amor en el Corazón nos recordaba, en 1917 en Fátima y en 1929 en Tuy, que la consagración de Rusia al Inmaculado Corazón de María traería la paz al mundo, y los papas de nuestros tiempos no se lo tomaron como una moda, Pío XII en 1942, Juan Pablo II en 1984, Benedicto XVI en 2010 y Francisco en 2013 consagraron al mundo a su Inmaculado Corazón. Además, Pío XII consagró específicamente a los «pueblos de Rusia» en 1952.
Esta llamada maternal y urgente resuena en nuestros corazones y nos anima a estos actos de consagración pública como deber de caridad, acto de fe y proclamación de nuestra esperanza.
Conclusión
Paremos ahora todos unos momentos y fijémonos en el Corazón de Jesús y pensemos las tremendas palabras del Papa en la encíclica: «Hoy, tenemos aquí otro emblema bendito y divino que se ofrece a nuestros ojos preparando una magnífica y próxima victoria: es el Corazón sacratísimo de Jesús, sobre el que se levanta la cruz, y que brilla con un magnífico resplandor rodeado de llamas. En él debemos poner todas nuestras esperanzas; tenemos que pedirle y esperar de él la salvación de los hombres».
Desde estas páginas con el papa León XIII «exhortamos y animamos a todos los fi eles a que realicen con fervor este acto de piedad hacia el divino Corazón, al que ya conocen y aman de verdad. Deseamos vivamente que se entreguen a esta manifestación».
Por eso, ante las objeciones que desde algunos sectores laicos e incluso eclesiales se presentan contra este acto hay que señalar que lo apoyamos con argumentos estructurales de nuestra fe, haciendo llamadas a la fe y a la caridad, haciendo llamamiento a la esperanza y al ardor apostólico y lo encuadramos en el mandamiento que cierra los otros diez «Amarás a Dios sobre todas las cosas y al prójimo como a nosotros mismos».
Son todos aquellos que presentan objeciones los que tendrán que esforzarse en dar argumentos de peso contra estos actos, argumentos no coyunturales, que no respondan a modas, a interpretaciones sociológicas, a conveniencias sociales o políticas, a prudencias y oportunidades medidas con argumentos humanos o supuestos nuevos planteamientos pastorales o estrategias de márketing o proselitismo. Porque ¿Cómo no va a ser un bien consagrar nuestra patria, nuestro pueblo, nuestra casa o consagrarnos nosotros mismos al Corazón de nuestro divino Redentor?
¡Viva el Corazón de Jesús!
¡Viva Cristo Rey!
Publicado en Revista CRISTIANDAD, mayo 2019