La vocación y la misión de la mujer
San Juan Pablo II: Dar gracias al Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer en el mundo…
MUJER
Por San Juan Pablo II
Te doy gracias, mujer-madre, que te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que participas en todos los ámbitos de la vida social, económica, cultural, artística y política, mediante la indispensable aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida siempre abierta al sentido del «misterio», a la edificación de estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo, Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al amor de Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para Dios una respuesta «esponsal», que expresa maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por el hecho mismo de ser mujer! Con la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones humanas.
El Libro del Génesis habla de la creación de modo sintético y con lenguaje poético y simbólico, pero profundamente verdadero: «Creó, pues, Dios al ser humano a imagen suya, a imagen de Dios le creó: varón y mujer los creó» (Gn 1, 27). La acción creadora de Dios se desarrolla según un proyecto preciso. Ante todo, se dice que el ser humano es creado «a imagen y semejanza de Dios» (cf. Gn 1, 26), expresión que aclara en seguida el carácter peculiar del ser humano en el conjunto de la obra de la creación.
Se dice además que el ser humano, desde el principio, es creado como «varón y mujer» (Gn 1, 27). La Escritura misma da la interpretación de este dato: el hombre, aun encontrándose rodeado de las innumerables criaturas del mundo visible, ve que está solo (cf. Gn 2, 20). Dios interviene para hacerlo salir de tal situación de soledad: «No es bueno que el hombre esté solo. Voy a hacerle una ayuda adecuada» (Gn 2, 18). En la creación de la mujer está inscrito, pues, desde el inicio el principio de la ayuda: ayuda –mírese bien– no unilateral, sino recíproca. La mujer es el complemento del hombre, como el hombre es el complemento de la mujer: mujer y hombre son entre sí complementarios. La femineidad realiza lo «humano» tanto como la masculinidad, pero con una modulación diversa y complementaria.
Cuando el Génesis habla de «ayuda», no se refiere solamente al ámbito del obrar, sino también al del ser. Femineidad y masculinidad son entre sí complementarias no sólo desde el punto de vista físico y psíquico, sino ontológico. Sólo gracias a la dualidad de lo «masculino» y de lo «femenino» lo «humano» se realiza plenamente.
Después de crear al ser humano varón y mujer, Dios dice a ambos: «Llenad la tierra y sometedla» (Gn 1, 28). No les da sólo el poder de procrear para perpetuar en el tiempo el género humano, sino que les entrega también la tierra como tarea, comprometiéndolos a administrar sus recursos con responsabilidad. El ser humano, ser racional y libre, está llamado a transformar la faz de la tierra. En este encargo, que esencialmente es obra de cultura, tanto el hombre como la mujer tienen desde el principio igual responsabilidad. En su reciprocidad esponsal y fecunda, en su común tarea de dominar y someter la tierra, la mujer y el hombre no reflejan una igualdad estática y uniforme, y ni siquiera una diferencia abismal e inexorablemente conflictiva: su relación más natural, de acuerdo con el designio de Dios, es la «unidad de los dos», o sea una «unidualidad» relacional, que permite a cada uno sentir la relación interpersonal y recíproca como un don enriquecedor y responsabilizante.
A esta «unidad de los dos» confía Dios no sólo la obra de la procreación y la vida de la familia, sino la construcción misma de la historia.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del «genio femenino» y encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se ha autodefinido «esclava del Señor» (Lc 1, 38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado también al servicio de los hombres: un servicio de amor. Precisamente este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia de un misterioso, pero auténtico «reinar». No es por casualidad que se la invoca como «Reina del cielo y de la tierra». Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la invocan como «Reina» muchos pueblos y naciones. ¡Su «reinar» es servir! ¡Su servir es «reinar»!
De este modo debería entenderse la autoridad, tanto en la familia como en la sociedad y en la Iglesia. El «reinar» es la revelación de la vocación fundamental del ser humano, creado a «imagen» de Aquel que es el Señor del cielo y de la tierra, llamado a ser en Cristo su hijo adoptivo. El hombre es la única criatura sobre la tierra que «Dios ha amado por sí misma», como enseña el Concilio Vaticano II, el cual añade significativamente que el hombre «no puede encontrarse plenamente a sí mismo sino en la entrega sincera de sí mismo» (Gaudium et spes, 24).
En esto consiste el «reinar» materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es un don también para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino trascendente. A esta meta final llega cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una meta que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de la mujer.
Carta de San Juan Pablo II a las mujeres
Vaticano, 29 de junio de 1995, solemnidad de los santos Pedro y Pablo