La Prudencia y demás virtudes
No nacemos prudentes, pero debemos hacernos prudentes por el ejercicio de la virtud. Y no es tarea fácil.
El pensamiento puede descarriarse como se descarría la voluntad, porque está expuesto a las mismas pasiones y a los mismos condicionamientos. Pensar y bien exige una gran atención, no sólo sobre las cosas, sino principalmente sobre nosotros mismos.
Hay que saber estar atentos sobre las razones, pero mucho más sobre nuestras pasiones que son las que nos impulsan al error. Porque los hombres solemos errar por precipitación en nuestros juicios, afirmando cosas que la razón no ve claras, pero que estamos impulsados a afirmar como desahogo de nuestras pasiones. Quien no sabe controlar sus pasiones, tampoco sabrá controlar sus razones y se hace responsable moral de sus yerros.
La razón es la que ha de regir nuestra conducta en la verdad y por eso la prudencia es la primera de las virtudes cardinales. Pero la verdad requiere tener sosegada el alma para conseguir tener sosegada la mente con objetivas razones.
Sabemos que la prudencia es una de las virtudes cardinales, pero pocas veces vamos más allá. Por lo general, consideramos esta virtud como una mezcla de diplomacia o hipocresia con taciturnidad. Sin embargo, va más allá, puesto que nos ayuda a saber decidir convenientemente lo que es bueno, en el hablar o en el callar, en el actuar o en el esperar.
La prudencia es la virtud que guía las demás virtudes morales, incluyendo las otras virtudes cardinales. Por ello, los moralistas la han llamado siempre «auriga virtutuum», es decir, la conductora de todas las virtudes morales. La virtud de la prudencia dirige las demás virtudes morales.
La virtud de la prudencia nos ayuda a saber cuándo aplicar qué virtud y en qué modo. Por ejemplo, un padre de familia tiene que determinar, ante una mala acción de su hijo, cómo aplicarle la justicia en un caso concreto. Ante un banquete, un comensal tiene que usar la prudencia para saber cuánto comer sin caer en el vicio de la gula, o sea, cómo ejercer la virtud de la templanza.
La virtud de la justicia consiste en dar a cada uno lo que le corresponde. A veces esto es fácil, a veces no. Para ello precisamente se necesita la guía de la prudencia. Pero una cosa es cierta, todos estamos llamados a ser justos. Los patronos con los empleados, los empleados con los patronos. Los gobernantes con los ciudadanos. Los padres con los hijos. Los hermanos con los hermanos. Los amigos con los amigos.
La justicia no está reñida con la misericordia ni con la caridad o el amor. El amor incluye a ambas. El justo juez debe castigar al delincuente, pero, al mismo tiempo, movido por el amor y según las circunstancias, puede usar de la misericordia para atenuar un poco el castigo, el cual siempre debe ser humano. Por ejemplo, nunca se debe torturar a nadie, ni privarle de un abogado defensor, ni llevar a cabo un proceso injusto.
La virtud de la fortaleza consiste en tener el valor y la constancia para perseverar en una obra buena hasta el final, no importando los obstáculos o soportando una mala situación con paciencia e inteligencia hasta el final sin derrumbarse. También incluye el valor en situaciones de peligro y la capacidad de tomar riesgos prudentes. Esta es la virtud que debe tener el soldado, el policía, el gobernante, y todos en general, de una forma u otra.
La virtud de la templanza es la virtud que nos capacita para controlar y canalizar correctamente nuestros apetitos y tendencias que tienen que ver con la comida, la bebida y la sexualidad. Todas estas cosas son buenas, pero si las dejamos que nos controlen a nosotros nos llevan al pecado y al desastre. Otros vicios que esta virtud nos ayuda a superar son el consumismo, la violencia, la ira y todo tipo de adicciones –por supuesto, no sin la oración y sin la ayuda de otros (incluyendo profesionales competentes y moralmente íntegros).