La universidad para un nuevo humanismo
Sí, Cristo no es el signo de una vaga dimensión religiosa, sino el lugar concreto en el que Dios hace plenamente suya, en la persona del Hijo, nuestra humanidad. Con él «el Eterno entra en el tiempo, el Todo se esconde en la parte y Dios asume el rostro del hombre» (Fides et ratio, 12).
Esta «kénosis» de Dios, hasta el «escándalo» de la cruz (cf. Flp 2, 7), puede parecer una locura para una razón orgullosa de sí. En realidad, es «fuerza de Dios y sabiduría de Dios» (1 Co 1, 23-24) para cuantos se abren a la sorpresa de su amor. Vosotros estáis aquí para dar testimonio de él.
El tema de fondo sobre el que habéis reflexionado, La universidad para un nuevo humanismo, encaja muy bien en el redescubrimiento jubilar de la centralidad de Cristo. En efecto, el acontecimiento de la Encarnación toca al hombre en profundidad e ilumina sus raíces y su destino, y lo abre a una esperanza que no defrauda. Como hombres de ciencia, os interrogáis continuamente sobre el valor de la persona humana. Cada uno podría decir, con el antiguo filósofo: «Busco al hombre».
Entre las numerosas respuestas dadas a esta búsqueda fundamental, habéis acogido la respuesta de Cristo, que brota de sus palabras pero, mucho más, brilla en su rostro. Ecce homo: «he aquí el hombre» (Jn 19, 5). Pilato, mostrando a la muchedumbre exaltada el rostro desfigurado de Cristo, no imaginaba que se convertiría, en cierto sentido, en portavoz de una revelación. Sin saberlo, señalaba al mundo a Cristo, en quien todo hombre puede reconocer su raíz, y de quien todo hombre puede esperar su salvación. Redemptor hominis: esta es la imagen de Cristo que, ya desde mi primera encíclica, he querido «gritar» al mundo, y que este Año jubilar quiere hacer resonar en las mentes y en los corazones.
Inspirándoos en Cristo, que revela el hombre al hombre (cf. Gaudium et spes, 22), en los congresos celebrados durante estos días habéis querido reafirmar la exigencia de una cultura universitaria verdaderamente «humanística». Y, ante todo, en el sentido de que la cultura debe ser a medida de la persona humana, superando las tentaciones de un saber plegado al pragmatismo o disperso en las infinitas expresiones de la erudición y, por tanto, incapaz de dar sentido a la vida.
Por esta razón, habéis reafirmado que no existe contradicción, sino más bien un nexo lógico, entre la libertad de la investigación y el reconocimiento de la verdad, a la que tiende precisamente la investigación, a pesar de los límites y las fatigas del pensamiento humano. Hay que subrayar este aspecto, para no caer en el clima relativista que insidia a gran parte de la cultura actual. En realidad, si no está orientada hacia la verdad, que debe buscar con actitud humilde, pero al mismo tiempo confiada, la cultura está destinada a caer en lo efímero, abandonándose a la volubilidad de las opiniones y, quizá, cediendo a la prepotencia, a menudo engañosa, de los más fuertes.
Una cultura sin verdad no es una garantía para la libertad, sino más bien un riesgo. Ya lo dije en otra ocasión: «las exigencias de la verdad y la moralidad no menoscaban ni anulan nuestra libertad, sino que, por el contrario, le permiten crecer y la liberan de las amenazas que lleva en su interior» (Discurso a la III asamblea general de la Iglesia italiana en Palermo, 23 de noviembre de 1995, n. 3: L’Osservatore Romano, edición en lengua española, 1 de diciembre de 1995, p. 7). En este sentido, sigue siendo perentoria la advertencia de Cristo: «La verdad os hará libres» (Jn 8, 32).
Arraigado en la perspectiva de la verdad, el humanismo cristiano implica ante todo la apertura al Trascendente. Aquí residen la verdad y la grandeza del hombre, la única criatura del mundo visible capaz de tomar conciencia de sí, reconociéndose envuelta por el misterio supremo al que la razón y la fe juntas dan el nombre de Dios. Es necesario un humanismo en el que el horizonte de la ciencia y el de la fe ya no estén en conflicto.
Sin embargo, no podemos contentarnos con un acercamiento ambiguo, como el que favorece una cultura que duda de la capacidad de la razón de alcanzar la verdad. Por este camino se corre el riesgo del equívoco de una fe reducida al sentimiento, a la emoción, al arte, en síntesis, una fe privada de todo fundamento crítico. Pero esta no sería la fe cristiana, que, por el contrario, exige una adhesión razonable y responsable a cuanto Dios ha revelado en Cristo. La fe no brota de las cenizas de la razón. Os exhorto vivamente a todos vosotros, hombres de la universidad, a realizar todos los esfuerzos posibles para reconstruir un horizonte del saber abierto a la Verdad y al Absoluto.
Sin embargo, debe quedar claro que esta dimensión «vertical» del saber no implica ningún aislamiento intimista; al contrario, se abre por su misma naturaleza a las dimensiones de la creación. ¡No podía ser de otra forma! Al reconocer al Creador, el hombre reconoce el valor de las criaturas. Abriéndose al Verbo encarnado, acoge también todo lo que ha sido hecho por él (cf. Jn 1, 3) y por él ha sido redimido. Por eso, es necesario redescubrir el sentido original y escatológico de la creación, respetándola en sus exigencias intrínsecas, pero, al mismo tiempo, disfrutándola desde la libertad, responsabilidad, creatividad, alegría, «descanso» y contemplación.
Como nos lo recuerda una espléndida página del concilio Vaticano II, «gozando de las criaturas con pobreza y libertad de espíritu, (el hombre) entra en la verdadera posesión del mundo como quien no tiene nada y lo posee todo. «Pues todas las cosas son vuestras, vosotros de Cristo, Cristo de Dios» (1 Co 3, 22-23)» (Gaudium et spes, 37).
Hoy la más atenta reflexión epistemológica reconoce la necesidad de que las ciencias del hombre y las de la naturaleza vuelvan a encontrarse, para que el saber recupere una inspiración profundamente unitaria. El progreso de las ciencias y de las tecnologías pone hoy en las manos del hombre posibilidades magníficas, pero también terribles. La conciencia de los límites de la ciencia, considerando las exigencias morales, no es oscurantismo, sino salvaguardia de una investigación digna del hombre y al servicio de la vida.
Amadísimos hombres de la investigación científica, haced que las universidades se transformen en «laboratorios culturales» en los que dialoguen constructivamente la teología, la filosofía, las ciencias humanas y las ciencias de la naturaleza, considerando la norma moral como una exigencia intrínseca de la investigación y condición de su pleno valor en el acercamiento a la verdad.
El saber iluminado por la fe, en vez de alejarse de los ámbitos de la vida diaria, está presente en ellos con toda la fuerza de la esperanza y de la profecía. El humanismo que deseamos promueve una visión de la sociedad centrada en la persona humana y en sus derechos inalienables, en los valores de la justicia y de la paz, en una correcta relación entre personas, sociedad y Estado, y en la lógica de la solidaridad y de la subsidiariedad. Es un humanismo capaz de infundir un alma al mismo progreso económico, para «promover a todos los hombres y a todo el hombre» (Populorum progressio, 14; cf. Sollicitudo rei socialis, 30).
En particular, es urgente que trabajemos para salvaguardar plenamente el verdadero sentido de la democracia, autént
ica conquista de la cultura. En efecto, sobre este tema se perfilan tendencias preocupantes, cuando se reduce la democracia a un hecho puramente de procedimiento, o cuando se piensa que la voluntad expresada por la mayoría basta simplemente para determinar la aceptabilidad moral de una ley. En realidad, «el valor de la democracia se mantiene o cae con los valores que encarna y promueve. (…) En la base de estos valores no pueden estar provisionales y volubles «mayorías» de opinión, sino sólo el reconocimiento de una ley moral objetiva que, en cuanto «ley natural» inscrita en el corazón del hombre, es punto de referencia normativa de la misma ley civil» (Evangelium vitae, 70).
También la universidad, al igual que otras instituciones, experimenta las dificultades de la hora actual. Y, sin embargo, sigue siendo insustituible para la cultura, con tal de que no extravíe su originaria figura de institución entregada a la investigación y, al mismo tiempo, a una función formativa vital y, diría, «educativa», en beneficio sobre todo de las jóvenes generaciones. Hay que poner esta función en el centro de las reformas y de las adaptaciones que también esta antigua institución puede necesitar para adecuarse a los tiempos.
Con su valor humanístico, la fe cristiana puede ofrecer una contribución original a la vida de la universidad y a su tarea educativa, en la medida en que se dé testimonio de ella con fuerza de pensamiento y coherencia de vida, mediante un diálogo crítico y constructivo con cuantos promueven una inspiración diversa. Espero que esta perspectiva se profundice también en los encuentros mundiales en los que participarán próximamente los rectores, los dirigentes administrativos de las universidades, los capellanes universitarios y los mismos alumnos en su foro internacional.
Beato Juan Pablo II, Discurso a los participantes del Jubileo de los profesores universitarios