
La tempestad calmada
Las “señales” mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación. Mc 4, 35-41
San Juan Pablo II, papa
Audiencia General (02-12-1987): Los milagros de Jesús como signos salvíficos.
«¿Pero quién es este? ¡Hasta el viento y el mar lo obedecen!» (Mc 4,41).
[…] La tempestad calmada en el lago de Genesaret puede releerse como “señal” de una presencia constante de Cristo en la “barca” de la Iglesia, que, muchas veces, en el discurrir de la historia, está sometida a la furia de los vientos en los momentos de tempestad. Jesús, despertado por sus discípulos, ordena a los vientos y al mar, y se hace una gran bonanza. Después les dice: “¿Por qué sois tan tímidos? ¿Aún no tenéis fe?” (Mc 4, 40). En éste, como en otros episodios, se ve la voluntad de Jesús de inculcar en los Apóstoles y discípulos la fe en su propia presencia operante y protectora, incluso en los momentos más tempestuosos de la historia, en los que se podría infiltrar en el espíritu la duda sobre la asistencia divina. De hecho, en la homilética y en la espiritualidad cristiana, el milagro se ha interpretado a menudo como “señal” de la presencia de Jesús y garantía de la confianza en Él por parte de los cristianos y de la Iglesia.
Jesús, que va hacia los discípulos caminando sobre las aguas, ofrece otra “señal” de su presencia, y asegura una vigilancia constante sobre sus discípulos y su Iglesia. “Soy yo, no temáis”, dice Jesús a los Apóstoles que lo habían tomado por un fantasma (cf. Mc 6, 49-50; cf. Mt 14, 26-27; Jn 6, 16-21). Marcos hace notar el estupor de los Apóstoles “pues no se habían dado cuenta de lo de los panes: su corazón estaba embotado” (Mc 6, 52). Mateo presenta la pregunta de Pedro que quería bajar de la barca para ir al encuentro de Jesús, y nos hace ver su miedo y su invocación de auxilio, cuando ve que se hunde: Jesús lo salva, pero lo amonesta dulcemente: “Hombre de poca fe, ¿por qué has dudado?” (Mt 14, 31). Añade también que los que estaban en la barca “se postraron ante Él, diciendo: Verdaderamente, tú eres Hijo de Dios” (Mt 14, 33).
Las pescas milagrosas son para los Apóstoles y para la Iglesia las “señales” de la fecundidad de su misión, si se mantienen profundamente unidas al poder salvífico de Cristo (cf. Lc 5, 4-10; Jn 21, 3-6). Efectivamente, Lucas inserta en la narración el hecho de Simón Pedro que se arroja a los pies de Jesús exclamando: “Señor, apártate de mí, que soy hombre pecador” (Lc 5, 8), y la respuesta de Jesús es: “No temas, en adelante vas a ser pescador de hombres” (Lc 5, 10). Juan, a su vez, tras la narración de la pesca después de la resurrección, coloca el mandato de Cristo a Pedro: “Apacienta mis corderos, apacienta mis ovejas» (cf. Jn 21, 15-17). Es un acercamiento significativo.
Se puede, pues, decir que los milagros de Cristo, manifestación de la omnipotencia divina respecto de la creación, que se revela en su poder mesiánico sobre hombres y cosas, son, al mismo tiempo, las “señales” mediante las cuales se revela la obra divina de la salvación, la economía salvífica que con Cristo se introduce y se realiza de manera definitiva en la historia del hombre y se inscribe así en este mundo visible, que es también obra divina. La gente —como los Apóstoles en el lago—, viendo los milagros de Cristo, se pregunta: “¿Quién será éste, que hasta el viento y el mar le obedecen?” (Mc 4, 41), mediante estas “señales”, queda preparada para acoger la salvación que Dios ofrece al hombre en su Hijo.
Este es el fin esencial de todos los milagros y señales realizados por Cristo a los ojos de sus contemporáneos, y de todos los milagros que a lo largo de la historia serán realizados por sus Apóstoles y discípulos con referencia al poder salvífico de su nombre: “En nombre de Jesús Nazareno, anda” (Act 3, 6).