La semilla que se ahoga

La semilla que se ahoga

13 de junio de 2024 Desactivado Por Regnumdei

Han oído la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto.


Tres son los grados que corresponden en verdad a los que reciben la semilla.

En la vida cristiana, propiamente en el camino espiritual, sin en el cual no hay vida cristiana hay que distinguir entre las dificultades que pueden abatir el alma, que siendo permitidas por el Señor, se constituyen en las espinas de la corona que nos purifican, rectifican, sanan y van configurando con Cristo.

Y otras son las fragilidades procuradas por nosotros mismos, por una suficiencia o arrogancia, por nuestro apego al mundo, la carne y las comodidades, o el negarnos sumergirnos  en lo profundo de la vida interior, donde no hay nada atractivo a los sentidos físicos (que dominan lamentablemente el corazón herido por la concupiscencia), y se resiste ha dejarse elevar por los sentidos del alma, que concede el Espíritu Santo, para llevar el alma a las verdes praderas de la vida sobrenatural, regalada por el Señor.


Del santo Evangelio según san Marcos 4, 1-20
En aquel tiempo Jesús se puso a enseñar a orillas del mar. Y se reunió tanta gente junto a él que hubo de subir a una barca y, ya en el mar, se sentó; toda la gente estaba en tierra a la orilla del mar. Les enseñaba muchas cosas por medio de parábolas. Les decía en su instrucción: Escuchad. Una vez salió un sembrador a sembrar. Y sucedió que, al sembrar, una parte cayó a lo largo del camino; vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en terreno pedregoso, donde no tenía mucha tierra, y brotó en seguida por no tener hondura de tierra; pero cuando salió el sol se agostó y, por no tener raíz, se secó. Otra parte cayó entre abrojos; crecieron los abrojos y la ahogaron, y no dio fruto. Otras partes cayeron en tierra buena y, creciendo y desarrollándose, dieron fruto; unas produjeron treinta, otras sesenta, otras ciento. decía: Quien tenga oídos para oír, que oiga. Cuando quedó a solas, los que le seguían a una con los Doce le preguntaban sobre las parábolas. Él les dijo: A vosotros se os ha dado el misterio del Reino de Dios, pero a los que están fuera todo se les presenta en parábolas, para que por mucho que miren no vean, por mucho que oigan no entiendan, no sea que se conviertan y se les perdone. Y les dice: ¿No entendéis esta parábola? ¿Cómo, entonces, comprenderéis todas las parábolas? El sembrador siembra la Palabra. Los que están a lo largo del camino donde se siembra la Palabra son aquellos que, en cuanto la oyen, viene Satanás y se lleva la Palabra sembrada en ellos. De igual modo, los sembrados en terreno pedregoso son los que, al oír la Palabra, al punto la reciben con alegría, pero no tienen raíz en sí mismos, sino que son inconstantes; y en cuanto se presenta una tribulación o persecución por causa de la Palabra, sucumben enseguida. Y otros son los sembrados entre los abrojos; son los que han oído la Palabra, pero las preocupaciones del mundo, la seducción de las riquezas y las demás concupiscencias les invaden y ahogan la Palabra, y queda sin fruto. Y los sembrados en tierra buena son aquellos que oyen la Palabra, la acogen y dan fruto, unos treinta, otros sesenta, otros ciento.


«Hay una parábola, relatada por Jesús, que nos ayuda a captar la importancia de este don. Un sembrador salió a sembrar; sin embargo, no toda la semilla que esparció dio fruto. Lo que cayó al borde del camino se lo comieron los pájaros; lo que cayó en terreno pedregoso o entre abrojos brotó, pero inmediatamente lo abrasó el sol o lo ahogaron las espinas. Sólo lo que cayó en terreno bueno creció y dio fruto.

Como Jesús mismo explica a sus discípulos, este sembrador representa al Padre, que esparce abundantemente la semilla de su Palabra. La semilla, sin embargo, se encuentra a menudo con la aridez de nuestro corazón, e incluso cuando es acogida corre el riesgo de permanecer estéril. Con el don de fortaleza, en cambio, el Espíritu Santo libera el terreno de nuestro corazón, lo libera de la tibieza, de las incertidumbres y de todos los temores que pueden frenarlo, de modo que la Palabra del Señor se ponga en práctica, de manera auténtica y gozosa. Es una gran ayuda este don de fortaleza, nos da fuerza y nos libera también de muchos impedimentos.» (Homilía de S.S. Francisco, 14 de mayo de 2014).

«Tres son los grados que corresponden en verdad a los que reciben la semilla. “Los sembrados, en fin, en buena tierra son los que oyen la palabra”. Los que producen hasta ciento son los que observan vida perfecta y obediente, como las vírgenes y los ermitaños; los que producen sesenta son aquéllos que observan una vida regular, como los continentes y los que se reunen en los conventos; y por último, producen treinta los que son pequeños en su propia virtud, como los legos y los que viven en matrimonio» (Teofilacto, padre de la Iglesia).

“… una parte cayó en el camino”. El camino es la mente tan pisoteada por el continuo ir y venir de los malos pensamientos, que no puede germinar en ella la semilla de la palabra, y por tanto perece y es arrebatada por los demonios la que cae cerca de este camino. “Y vinieron las aves del cielo y la comieron”. Con razón, pues, son llamados aves del cielo los demonios, o porque son de naturaleza celestial y espiritual, o porque habitan en los aires. O los que están cerca del camino son los negligentes o desidiosos.   (porque los espíritus impuros arrancan inmediatamente de sus corazones la palabra que se les ha confiado, como las aves la semilla de un camino trillado.) “Parte cayó, prosigue, sobre pedregales”, etc. La piedra es el corazón perverso y endurecido; la tierra, la dulzura de un espíritu obediente; el sol, el ardor de la persecución que se torna cruel. La profundidad de la tierra que debiera recibir la semilla de Dios, es la probidad del ánimo ejercitado por la disciplina celestial y preparado por la regla a obedecer las divinas enseñanzas. Los lugares pedregosos, que no tienen fuerza para fijar las raíces, son los corazones que se deleitan con la dulzura de la palabra oída y de las promesas celestiales; pero que vuelven atrás en el momento de la tentación, porque el deseo que tienen del bien es poca cosa para que conciban la semilla de la vida.

Los hay que conocen la utilidad y sienten deseo de la palabra oída, pero no llegan a ella, unos por temor a los males de esta vida, otros porque se apegan a los bienes de ella. De los primeros se dice: “A ese modo los sembrados en pedregales son aquéllos que oída la palabra”, etc. De los últimos dice: “Los otros sembrados entre espinas”. Las espinas son las riquezas, porque laceran el espíritu con las punzadas de sus pensamientos y lo hieren y ensangrientan arrastrándolo hasta el pecado. Dice, pues: “Pero los afanes del siglo y la ilusión de las riquezas”, porque el que ha sido deslumbrado por el vano deseo de las riquezas, debe sucumbir luego bajo la pesadumbre de incesantes cuidados. Añade: “Y los demás apetitos desordenados”; porque aquel que, despreciando los mandamientos de Dios, anda vagando siempre con su concupiscencia, no puede llegar a la alegría de la bienaventuranza. Estas pasiones ahogan la palabra, puesto que no dejan llegar ningún buen deseo al corazón y matan cerrando el aire vital.

O bien: produce treinta el que inspira en el corazón de sus oyentes la fe en la Santísima Trinidad; sesenta, el que enseña la vida perfecta; ciento, el que demuestra los premios de la vida celestial, porque siendo cien lo recibido cuando se pasa a la mano derecha, se pone con razón como significación de la bienaventuranza eterna. La buena tierra es la conciencia de los elegidos, la cual es enteramente distinta de las tres clases mencionadas antes, puesto que recibe sin trabajo la semilla de la palabra que se le confía, y la conserva constantemente en medio de los sucesos favorables y adversos hasta el tiempo del fruto.»   (Beda, el Venerable)

«El cuidado de nuestra alma es muy semejante al cultivo de la tierra. Lo mismo que en una tierra cultivada arrancamos por un lado y extirpamos por otro hasta la raíz para sembrar el buen grano, debemos hacer lo mismo en nuestra alma: arrancar lo que es malo y plantar lo que es bueno; extirpar lo que es perjudicial, incorporar lo que es útil; desarraigar el orgullo y plantar la humildad; echar la avaricia y guardar la misericordia; despreciar la impureza y gustar la castidad…

En efecto sabéis cómo se cultiva la tierra. En primer lugar arrancamos las zarzas, echamos las piedras bien lejos, luego aramos la tierra, empezamos de nuevo una segunda vez, una tercera, y por fin sembramos. De igual manera en nuestra alma: en primer lugar, desarraiguamos las zarzas, es decir los malos pensamientos; luego quitamos las piedras, es decir toda malicia y dureza.

En fin labremos nuestro corazón con el arado del Evangelio y el hierro de la cruz, trabajémoslo por la penitencia y la limosna, por la caridad preparémoslo para la semilla del Señor, con el fin de que pueda recibir con alegría la semilla de la palabra divina y producir no sólo treinta, sino que sesenta y cien veces su fruto.» (San Cesareo de Arlés).

«Pero me dirás ¿para qué sirve esparcir sobre las espinas, sobre la piedra o al borde del camino? Si se tratara de una semilla o una tierra materiales, ciertamente que no tendría ningún sentido; pero tratándose de las almas y de la Palabra, la cosa es totalmente digna de elogios. Con razón se podría reprochar a un campesino que obrara así: la piedra no se puede convertir en tierra, el camino no puede dejar de ser camino, ni las espinas no ser espinas. Pero en el terreno espiritual es diferente: la piedra puede llegar a ser tierra fértil, el camino no ser pisado por los viandantes y convertirse en un campo fecundo, las espinas pueden ser arrancadas y así dar lugar a que el grano fructifique libremente. Si esto no fuera posible, el sembrador no habría esparcido su grano tal como lo hizo». (San Juan Crisóstomo)