LA PRESENCIA Y LA AUSENCIA DEL ESPÍRITU
San Bernardo Abad ¿Creemos quizá que ya nos hemos adentrado bastante en el santuario divino sondeando su admirable misterio, o nos decidimos a seguir más adelante tras el Espíritu, para ver si aún nos queda algo por escudriñar?
I.- Porque el Espíritu lo sondea todo: el corazón y las entrañas del hombre, e incluso lo profundo de Dios. Puedo seguirle a dondequiera que vaya, tanto si desciende a mi intimidad como si se remonta hasta lo más sublime.
Lo importante es que custodie nuestro espíritu y cuando está ausente y nos desviemos siguiendo nuestro propio sentir y no el suyo. Porque llega y se marcha cuando quiere; pero no sabes de dónde viene o a dónde va.
Lo cual podemos ignorarlo sin riesgo para nuestra salvación; pero sería muy peligroso no enterarnos cuándo viene o cuándo se ausenta. Pues si no estamos atentos con suma vigilancia a estas alternancias que el Espíritu Santo dispone para con nosotros, no lo echarás de menos en sus ausencias ni lo alabarás por su presencia. Se ausenta para que lo busques con mayor avidez. Pero ¿cómo lo buscarás si no te enteras de que se ha ido? Igualmente, él se digna volver para consolarte. Pero ¿cómo lo acogerás con la dignidad que se merece su grandeza si no sientes su presencia? El alma que ignora su ausencia está expuesta a engañarse; y el espíritu que no advierte su regreso no agradecerá su visita.
Eliseo, cuando advirtió la inminente partida de su maestro, le pidió una gracia; pero como sabéis, sólo la consiguió con la condición de que lograse verle cuando lo apartasen de su lado. Estas cosas les sucedieron figurativamente y fueron escritas para nosotros. Que sepamos velar y esforzarnos en la obra de nuestra salvación, que promueve el Espíritu Santo sin cesar en nuestra intimidad, con exquisito primor y con el encanto de su divina sutileza; así nos lo enseña él nos lo exhorta el ejemplo de este Profeta. Ojalá nunca se retire de nosotros sin advertirla esa divina unción, la maestra que nos va enseñando todo, para no vernos privados de un doble don: que cuando llegue nos encuentre esperándolo, erguida nuestra cabeza, abiertos nuestros brazos, para recibir la bendición copiosa del Señor.
¿Cómo desea él que seamos? Pereceos a los que aguardan aque su amo vuelva de la boda. El nunca llega de las delicias abundosas de la mese celestial con las manos vacías. Estad, por tanto, en vela, preparados en todo momento, pues no sabemos el instante en que vendrá el Espíritu y se ausentará otra vez. Es Espíritu marcha y vuelve. El que se mantiene en pie mientras lo posee consigo, seguro que caerá cuando se vaya; pero no se lastimará, porque el Señor lo tiene de la mano. Entra y sale sin cesar de las personas espirituales o de las que intenta hacer más espirituales, visitándolas por la mañana, para probarlas luego inesperadamente. Siete veces cae el justo y otras tantas se levanta, si es que cae de día. Porque puede verlo a la luz, saber que está caído, desear levantarse, buscar la mano que lo levante y decir: Tu bondad, Señor, me aseguraba el honor y la fuerza: pero escondiste tu rostro y quedé desconcertado.
II. SOBRE LA DUDA Y EL ERROR, QUE SE ALEJAN CON LA PRESENCIA DEL ESPÍRITU
Una cosa es dudar de la verdad, lo cual tendremos que soportarlo cuando no sopla el Espíritu, y otra saborear el error. Esto lo evitarás fácilmente si no ignoras tu propia ignorancia y dices también tú: Si es que he cometido un yerro, con ese yerro me quedo yo. Esta sentencia es del santo Job. Mirad; la ignorancia es una madre nefasta que tiene dos hijas pésimas: la falsedad y la duda. La primera es más vil, la segunda más digna de compasión. Aquélla es más dañina, ésta más molesta. Ambas ceden cuando habla el Espíritu, porque no es sólo la verdad, sino la verdad cierta. Es el Espíritu de la verdad, cuyo contrario es la mentira. Es el espíritu de la sabiduría, transparencia de la vida eterna, que brilla por todas partes por su pureza, concompatible con la oscuridad de la duda.
Cuando calle el Espíritu, aunque no podamos evitar el disgusto de la duda, sí debemos detestar el error. Porque hay gran diferencia entre sentir la incertidumbre de lo que se debe opinar y afirmar temerariamente lo que se ignora. O nos habla siempre el Espíritu, y eso no depende de nosotros, o cuando desea permanecer silencioso, él mismo nos lo hace saber y nos habla al menos con su silencio para que no creamos falsamente que va delante de nosotros, y mal orientados vayamos tras nuestro propio error y no en por de él. Pero aun cuando nos mantenga en la duda, no nos abandona en el engaño. Puede suceder que alguien profiera una mentira sin certeza, y no miente. Otro puede afirmar una verdad que ignora, y miente. En el primer caso no afirma que sea verdad lo que dice, sino que así lo cree y lo dice; dice la verdad, aunque no sea cierto lo que dice. En el segundo caso, da como cierto algo de lo que no tiene certeza; no dice la verdad, aunque sea verdadero lo que afirma.
Hechas estas indicaciones para prevenir a los inexpertos, y con esas mismas cautelas, seguiré, si soy capaz, al Espíritu que guía mis pasos, como confío. E intentaré cumplir lo que enseño, para que no me digáis: Enseñando tú a otros, ¿no te enseñas nunca a ti mismo? Conviene distinguir entre lo dudoso y lo evidente, para no dedar de lo que es cierto, ni afirmar temerariamente lo que es ambiguo. Debemos esperar del Espíritu este discernimiento, porque no podemos conseguirlo por nosotros mismos.
III. SI HUBO EN EL CIELO UN JUICIO ANTERIOR SOBRE EL DIABLO
¿Puede saber el hombre si antes del juicio al que me referí en un sermón anterior, se celebró otro en los cielos?
Yo me pregunto si Lucifer, hijo de la aurora, que con tanta prisa pretendió sublimarse antes de volverse niebla, no envidiaría al género humano porque lo iban a perfumar con aquel ungüento, y no murmuraría indignado en su interior diciendo: ¿A qué viene este derroche? No afirmo que esto lo haya dicho el Espíritu Santo, pero tampoco sostengo que haya dicho lo contrario: porque no lo sé. Pudo suceder, de no juzgarlo increíble, que colmado de sabiduría y de acabada belleza, fuese capaz de saber anticipadamente que serían creados los hombres, y que incluso alcanzarían su mismo grado de gloria. Pero si lo supo, lo vio sin duda en el Verbo de Dios y, lívido de envidia, maquinó dominarlos, desdeñándolos como compañeros de su gloria.
Son más débiles, se dijo, y de una naturaleza inferior a la mía. Es indigno que sean conciudadanos míos, rivales de mi gloria. ¿Acaso su presuntuosa exaltación no nos delata esta impía conjura? ¿Sus ansias de supremacía no nos revelan esta confabulación? Lo dice él expresamente: Escalaré los cielos; por encima de los astros divinos levantaré mi trono. Así soñaba llega a cierta semejanza con el Altísimo; y lo mismo que éste se halla entronizado sobre querubines y gobierna todo el mundo angélico, él usurparía la sede suprema, y regiría al género humano. Pero jamás lo conseguirá. Acostado ha meditado el crimen, y la maldad se ha engañado a sí misma. Nosotros no reconocemos como juez sino a nuestro creador. No será el diablo; será el Señor quien juzgue el orbe con justicia. Este es nuestro Dios por los siglos de los siglos; él nos guiará por siempre jamás.
Si en el cielo concibió el crimen, en el paraíso dio a luz el engaño, prole de la maldad, madre de la muerte y de la desgracia: la soberbia, germen de todos los males. Si la muerte irrumpió en el mundo por envidia del diablo, el origen de todo pecado es la soberbia. Pero ¿de qué le sirvió? A pesar suyo, tu estás con nosotros, Señor, tu nombre ha sido invocado sobre nosotros, y el pueblo de tu heredad, la Iglesia de los redimidos, exclama: Tu nombre es como un bálsamo fragante. Aun cuando me rechaces, tú lo derramas por dentro y por fuera de mí, porque en tu ira tendrás presente tu misericordia.
Sin embargo, Satanás reina sobre todos los hijos de la soberbia, constituido príncipe de las tinieblas. Mas la soberbia sirve al reino de la humildad, pues en este principado suyo temporal tan decisivo, erige como reyes excelsos y eternos a muchos humildes. Dichosa decisión. Por ella aquel soberbio, el perseguidor de los humildes, les prepara sin saberlo coronas imperecederas; en su lucha contra todos ellos sale siempre derrotado. En todo momento y lugar el Señor defiende a los humildes del pueblo, defiende a los hijos de los pobres y quebranta al explotador. Siempre saldrá en defensa de los suyos, los librará de los malhechores y no pesará el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, para que no extiendan su mano a la maldad. Rompe, finalmente, los arcos, quiebra las lanzas y prende fuego a los escudos. Tú desgraciado, levantas tu trono más allá de los astros divinos en el espacio gélido y tenebroso. Pero contempla cómo levantan del polvo al desvalido y alzan de la basura al pobre, hasta hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono de gloria, y te recomerá que se cumplan estas promesas: Pobres y afligidos alaban tu nombre.
Te doy gracias, padre de huérfanos y protector de viudas: pusiste junto a nosotros un monte fértil, un monte cuajado. Los cielos destilaron ante el Dios del Sinaí, se ha derramado el bálsamo, ha resonado claramente su nombre, al que aborrece el inicuo por nosotros y a nosotros por él. Su resonancia ha llegado hasta los corazones y labios de los niños; y de la boca de los niños de pecho ha sacado una alabanza. El malvado, al verlo, se irritará. Mas su ira será implacable, como inextinguible es el fuego que ya está ardiendo para él y para sus ángeles. El celo del Señor lo realizará.
IV. ESTOS DOS JUICIOS CONSUELAN A LOS HUMILDES; TRANSICIÓN AL SENTIDO MORAL
¡Cómo me amas, Dios mío, amor mío! ¡Cómo me amas, que siempre me tienes presente, celoso en todas partes por la salvación del pobre y desvalido, no sólo contra la soberbia de los hombres sino también contra la presunción de los ángeles! Tú juzgas, Señor, en el cielo y en la tierra a los que me atacan, guerreas contra los que me hacen guerra; en todas partes sales en mi defensa, asistes y estás a mi derecha siempre para que no vacile. Alabaré al Señor mientras viva, tañeré para mi Dios mientras exista. Este es su poder, las maravillas que realizó. Este es el juicio primordial que me reveló aquella Virgen, María, testigo de los misterios, cuando dijo: Derriba del trono a los poderosos y exalta a los humildes. A los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. El segundo no es menos importante y ya lo habéis escuchado: Los que no ven, verán, y los que ven, quedarán ciegos. Consuélese con estos dos juicios el pobre y diga: Recordando tus antiguos juicios, Señor, quedé consolado.
Pero entremos en nosotros mismos y examinemos nuestra conducta; invoquemos al Espíritu de la verdad, para hacerlo en la verdad. Traigámoslo desde lo alto, a donde nos había llevado, para que nos preceda también en el regreso a nuestro interior, pues sin él nada podemos. No temamos que se niegue a descender con nosotros; al contrario, le ofende que nos empeñemos en prescindir de él para lo más insignificante. El no es alimento fugaz que no torna; nos guía y acompaña con resplandor creciente como Espíritu del Señor. A veces nos arrebata consigo en su luz, o emerge alumbrando nuestras tinieblas, para que, bien sobre nosotros, bien a nuestro lado, pero siempre en la luz, nos comportemos como hijos de la luz.
Ya hemos dejado atrás las oscuridades de las alegorías y hemos llegado a su sentido moral. Se ha consolidado la fe: ordenemos ahora nuestra vida. Hemos ilustrado el entendimiento: formulemos nuestras obras. Porque tienen buen juicio los que practican esa fe, cuando la inteligencia y las obras se encaminan juntas a la gloria y alabanza de nuestro Señor Jesús, Cristo. Bendito él por siempre.
RESUMEN
El Espíritu Santo aparece y desaparece en nuestras vidas, nos ampara y desampara para que lo busquemos con mayor avidez. Pero debemos distinguir el estado de error (siempre desagradable y asimilable a al soberbia) del estado de duda, que podemos presentir por la ausencia del espíritu.
Lucifer ha intentado crear su propio reino, doblegar a los seres humanos, pero nuestro Creador no lo permitirá nunca. La base y el peor de los pecados es la soberbia, pero hasta los niños más pequeños alaban, espontáneamente, al verdadero Dios.
Entender que Dios está a nuestro lado, que quiere que acudamos a Él, que nuestras obras estén en consecuencia con ese conocimiento, es un gran consuelo para las personas humildes y contrario al error de la soberbia.