La Matanza de los Inocentes

La Matanza de los Inocentes

28 de diciembre de 2021 Desactivado Por Regnumdei

Un grito de Dios al que sólo El puede responde

 


¿Qué ha llegado a ser, por tanto, el reinado sanguinario de Herodes? ¿Quién es el soberano que reina hoy en el Capitolio en el sitio en que creía la justicia imperial de Augusto castigar suficientemente, con un frívolo juego de palabras, el atentado de Belén y al autor coronado de tal carnicería?

Benedicto XVI
Audiencia General, Miércoles 17 de febrero de 1988.

Los ilustres adoradores que enviaba el Oriente a la cuna de Belén, eran extraños a las pasiones que agitaban entonces la Judea, desde el trono del viejo Herodes hasta la tienda del pastor. Aun cuando no nos dijera el Evangelista que llegaban de una región lejana, la confianza con que se explican, sin pensar en qué pudieran dispertar toda la cólera de un tirano, bastaría para probarlo. Su buena fe es tan evidente para nosotros, como lo fue para el mismo Herodes; y forma, respecto de la narración evangélica una garantía de autenticidad incontestable. Los judíos, víctimas hacía treinta años de la inexorable crueldad del rey Idumeo, debieron temblar por la vida de los nobles extranjeros; mezclándose sin duda este sentimiento a la emoción que excitó, bajo el punto de vista de las esperanzas nacionales, la llegada de los Magos, entre los habitantes de Jerusalén. La conducta de Herodes, en esta circunstancia, concuerda con todo lo que nos dice la historia sobre su insidiosa política, su profundo disimulo y su astuta sagacidad. Tenía el más vivo interés en conocer el pensamiento íntimo del Sanhedrín, de los Sacerdotes y de los Escribas sobre el misterioso rey, esperado por toda la Judea. Presentábanse a los ojos del monarca las tradiciones mesiánicas, familiares a los Hebreos de raza, educados en el estudio de la Ley y de los Profetas, bajo un aspecto muy diferente de la realidad. Ya hemos dicho más arriba que había soñado Herodes en explotarlas, en beneficio de su poder, y que sus cortesanos, con el nombre de Herodianos, aplicaban a la monarquía de su señor los caracteres proféticos del imperio de Cristo. Esta lisonja, atestiguada por Josefo, suponía en Herodes una ignorancia absoluta de los pormenores tradicionales, relativos al advenimiento del Mesías. Así se comprende la premura con que explota en beneficio propio, la llegada de los Magos, para enterarse oficialmente de la trascendencia de las esperanzas nacionales. La convocación de los Sacerdotes y de los Escribas era una medida doblemente hábil; por una parte enseñaba a Herodes el punto preciso que tendría que vigilar su tiranía en lo sucesivo, y por otra, ofrecía a su carácter desconfiado la ocasión de medir, por las respuestas individuales de cada doctor, el grado de importancia que daba a las profecías, y por consiguiente, el interés más o menos sincero qué le inspiraba el régimen actual. Esta política servía mucho mejor los proyectos del tirano que lo que los hubiera servido una severidad prematura. He aquí por qué afecta para con los Magos un sistema de hipócrita simpatía. «Id, les dice, y preguntad a todos los que puedan daros noticias sobre el Niño, y cuando le hayáis encontrado, volved a decírmelo para ir yo también a adorarle». Los nobles extranjeros hubieran ido sin saberlo, a aumentar la policía del viejo rey. El Interrogate diligenter de Herodes es un rasgo maestro de doblez y de perfidia. Para desbaratar esta pérfida táctica, no bien hayan tributado los Magos a los pies de Jesús recién nacido los productos simbólicos de su patria, el oro de la monarquía, el incienso de la divinidad, y la mirra de la humanidad mortal, se volverán a su país por otro camino. El Hijo de María será llevado al Egipto, y los sanguinarios proyectos del tirano se realizarán demasiado tarde.

«Viéndose Herodes burlado de los Magos, continúa San Mateo, se irritó mucho, y enviando ministros, hizo matar todos los niños que había en Belén y en todos sus contornos, desde la edad de dos años abajo, según el tiempo de la aparición de la estrella que le habían indicado los Magos. Entonces se cumplió lo que dijo el Profeta Jeremías. Un clamor ha resonado en Rama entre llantos y alaridos. ¡Es Raquel que llora a sus hijos y rehúsa todo consuelo porque no existen!» Hallábase resuelta por Herodes la degollación de las inocentes víctimas de Belén desde el día en que llamó la atención del tirano la respuesta del Sanhedrín, sobre la ciudad real designada por los Profetas, como la cuna futura del Mesías. La sangrienta ejecución debió seguir próximamente a la partida de los Magos, siendo uno de los hechos históricos mejor consignados por los testimonios extrínsecos. Nadie ignora las palabras de Augusto sobre este suceso. La noticia de la degollación de Belén llegó a la corte del Emperador al mismo tiempo que la de la ejecución de Antipater, hijo mayor de Herodes. Al saber, dice Macrobio, que acababa de hacer degollar el rey de los Judíos, en Siria, a todos los niños de dos años abajo, y que había sido muerto su propio hijo por la orden paternal, exclamó Augusto: «Más vale ser puerco de Herodes que hijo suyo» Semejante crueldad subleva la delicadeza de nuestros modernos racionalistas, pues no creen ni en los milagros del poder divino, ni en los monstruosos extravíos de la ambición humana. Y no obstante, la bárbara medida aplicada por el tirano Idumeo a sólo los niños de Belén, había sido decretada cincuenta años antes por el Senado de Roma, contra todos los que nacieran en el año fatídico, en que, debía «dar a luz la naturaleza un rey», según los oráculos sibilinos.- No lo ignoraba Augusto, porque este decreto, sancionado por la feroz exaltación de los senadores republicanos, pero repudiado por la conciencia del pueblo, se había dado en el año mismo que precedió al nacimiento de este emperador. Así, no hay en su irónica exclamación sombra de censura sobre la cruel política de Herodes; no hay ni un acento de piedad en favor de las tiernas víctimas y de las lágrimas de sus madres. A los ojos de Augusto, ha obrado Herodes con prudencia, segando esas tiernas flores; su única falta es haber muerto a su propio hijo, de la cual bastará para absolverle el dicho imperial. ¡He aquí lo que era la humanidad en manos del despotismo de Roma y de los agentes coronados que sostenía el Capitolio en todas las provincias! Vespasiano hacía buscar, al día siguiente de la toma de Jerusalén, todos los miembros de la familia real de David, haciéndolos degollar, a sangre fría, para ahogar en su origen la persistencia de las aspiraciones populares que se obstinaban en esperar un libertador salido del tronco de la familia de Jessé. ¡Tan cierto es que los Romanos «pensaron largo tiempo que existía en torno suyo algún representante de la antigua dinastía» judía! ¡Tan cierto es que el advenimiento del Salvador, prometido en las puertas del Edén, predicho por los profetas y esperado por el mundo oprimido, turbaba el sueño de los opresores y hacía temblar el imperio de Satanás, erigido en todos los tronos!

Las lamentaciones de Raquel que se escuchaban en este día en las campiñas de Roma, resonarán hasta el fin de los siglos, como testimonio acusador de la ferocidad verdaderamente diabólica a que vino Jesús a arrancar el universo. El sepulcro de Raquel está a algunos pasos del Praesepium, donde quiso tener su cuna el Niño-Dios. Las ruinas de Roma coronan sus alturas. Muéstrase en los flancos de la montaña una gruta, donde según nos enseña la tradición local, buscaron un refugio muchas madres perseguidas por los soldados de Herodes, y fueron degolladas con los niños a quienes cubrían con sus brazos. ¿Qué ha llegado a ser, por tanto, el reinado sanguinario de Herodes? ¿Quién es el soberano que reina hoy en el Capitolio en el sitio en que creía la justicia imperial de Augusto castigar suficientemente, con un frívolo juego de palabras, el atentado de Belén y al autor coronado de tal carnicería? El Vicario de Jesucristo está sentado en el trono de Augusto, que ha llegado a ser la silla de la paternidad santa que irradia sobre el mundo. Desde allí envía a las márgenes de los ríos de la China, a recoger millares de niños que abandona todos los años la barbarie idolátrica, sin piedad y sin remordimientos. ¡Cuántas víctimas arrancadas a la muerte en el nombre del Niño Dios, que escapó de la cólera de Herodes! ¡Cuántas almas rescatadas para el cielo, en nombre de los Inocentes degollados en Belén van a acrecentar diariamente el séquito del Cordero! La humanidad entera tiene, pues, el derecho de repetir el cántico de la Iglesia: «Salve, flores de los mártires que ha segado en el mismo umbral de la vida el perseguidor de Cristo, como troncha la tempestad las rosas nacientes! Primicias de la inmolación de Jesús, tierno rebaño de víctimas: vuestras manos inocentes juguetean al pie del altar con las palmas y las coronas».