
La “kénosis” de la Iglesia
Creemos que la Iglesia es santa, pero en ella hay hombres pecadores.
Es por la salvación de los pecadores por lo que Jesús se ha encarnado, ha muerto y resucitado. Pero no todos son dóciles a la gracia, y muchos, ante las redes de las tinieblas que incrementan sus ataques, sucumben con sus debilidades y negligencias.
Es necesario aprender a vivir con sinceridad la penitencia cristiana”. expresaba Benedicto XVI recordando el año 2006, las palabras de San Juan Pablo II, que en el Jubileo del 2000, había exhortado a los cristianos a hacer penitencia por las infidelidades del pasado.
Insistió también en la necesidad de “una humilde sinceridad para no negar los pecados del pasado, y todavía no ceder a fáciles acusaciones en ausencia de pruebas reales o ignorando las diferentes complejidades de entonces. Pidiendo perdón por el mal cometido en el pasado, debemos también recordar el bien que fue realizado con la ayuda de la gracia divina, portadora de frutos casi siempre excelentes”.
Cuando los católicos pecamos no lo hacemos por ser católicos sino mas bien por ser malos católicos, por FALLAR en nuestro compromiso con Dios y su Iglesia. Somos hombres débiles como todos y no todos hemos sido fieles a la gracia disponible en la Iglesia. Igual que no todos los soldados son valientes, no todos los cristianos son santos. Todos, dentro o fuera de la Iglesia, estamos expuestos a las fuerzas del mundo, la carne y el demonio. De hecho, en el caso de los delitos de abusos, no es la Iglesia de donde proviene el mayor porcentaje de estos actos corruptos, sino que en la familia y el mundo profesional que rodea la infancia.
La diferencia está que en la Iglesia tenemos los instrumentos para no solo fortalecerse y no sucumbir ante un acto infernal de abusar de menores, sino que también la abundancia de la fuente de gracia y verdad, para procurar erradicar esta lacra en todos los ambientes de la sociedad humana.
Jesús nos lo advirtió:
«El Reino de los Cielos es semejante a un hombre que sembró buena semilla en su campo. Pero, mientras su gente dormía, vino su enemigo, sembró encima cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y produjo fruto, apareció entonces también la cizaña. Los siervos del amo se acercaron a decirle: «Señor, ¿no sembraste semilla buena en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?» El les contestó: «Algún enemigo ha hecho esto.» (San Mateo 13, 24-30)
Benedicto XVI expresó que los abusos «Son aún más trágicos cuando quien los cumple es un eclesiástico». Por lo mismo reconoció que «las heridas causadas por estos actos son profundas, y es urgente la tarea de restablecer la esperanza y la confianza cuando éstas han quedado dañadas».
«En vuestros continuos esfuerzos por afrontar de manera eficaz este problema, es importante establecer la verdad de lo que ha sucedido en el pasado, tomar todas las medidas adecuadas para evitar que se repita en futuro, asegurar que los principios de justicia sean plenamente respetados, y sobre todo, proporcionar una curación a las víctimas, y a todos los que han quedado afectados por estos crímenes atroces»
La Iglesia está herida por «nuestros pecados», pero Cristo ama a esa Iglesia y su Evangelio es la verdadera fuerza que «purifica y sana”, dijo el Pontífice.
Es precisamente esta una verdad que no se puede omitir, especialmente para un católico: La Iglesia también padece por los pecados de sus miembros. Ella es traicionada y engañada por quienes, respondiendo a una posible llamada o vocación, entrando en las filas de los discípulos de Cristo, recogen las monedas del pecado, vendiendo al Señor, seducidos por los ídolos del poder, placer y del tener. Hieren así profundamente el Corazón de la Iglesia, destruyendo la confianza de los fieles, al revestirla de una falsa apariencia de corrupción, que no corresponde a su verdad y realidad esencial, pero que, es percibida así por las almas y promovida como tal por los detractores del Evangelio.
El Catecismo lo expresa así: “La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar” (nº 825). Y en el número 827 afirma: “Mientras que Cristo, santo, inocente, sin macha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo, la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación. Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores… La Iglesia, pues, congrega a pecadores alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación”.
La Iglesia, pues, no duda en afirmar que en su seno está la cizaña del pecado mezclada con la buena semilla del Evangelio. En un gesto de extraordinaria humildad, con motivo del Año Santo que celebraba el inicio del tercer milenio del cristianismo, San Juan Pablo II hizo un acto simbólico de purificación, pidiendo perdón por los errores cometidos no sólo por la jerarquía de la Iglesia, sino también por los fieles laicos, desde las Cruzadas a la Inquisición, pasando por cualquier tipo de connivencia con el mal. Este gesto, sin embargo, ha sido utilizado por algunos para hacer escarnio de la Iglesia, aunque para otros ha servido para confirmar la presencia del Espíritu en la misma, pues sólo quien es verdaderamente grande es capaz de reconocer públicamente sus defectos.
Así como el católico no puede olvidar distinguir entre el pecado y el pecador, atacando radicalmente la iniquidad y la corrupción, para salvar las almas que sucumben bajo las redes de las tinieblas, tampoco puede dejar de distinguir entre el matrimonio y el adultero, la policía y el racismo, el médico y el abortista, el sacerdocio y el abusador, el episcopado y el encubridor, etc.
No puede hacerse cómplice el creyente de ningún tipo de delito, menos de los que dañen a niños o personas vulnerables, así como tampoco de la manipulación de los hechos, que más que erradicar el mal y procurar sanar y reparar las heridas, pretenden destruir una doctrina o una institución, cuyo contenido y presencia constituyen un bien objetivo y trascendente para la humanidad. Tratar a la Iglesia, a los sucesores de los Apóstoles y a los fieles en general, como una lacra de corrupción, no es solo una injusticia y falta de objetividad, sino una verdadera oposición a toda acción divina, que quiere hacer resplandecer su gracia donde abundó el pecado.
La misma propaganda secularizada, laxa y modernista que pretende alejar al sacerdocio de los consejos evangélicos, de una vida sagrada y comprometida con el bien integro y la salvación del ser humano, es la que ahora busca grabar en el pensamiento colectivo, la imagen de un clérigo abusivo, ambicioso y corrupto, entregado a los placeres y comodidades del mundo. Hay que tener los ojos y el juicio muy iluminados por la luz de Cristo, para no empatizar con esta estrategia de lobos con piel de oveja.
No hay que olvidar que el Episcopado no esta conformado de meros “líderes”, sino que por aquellos que la acción del Espíritu Santo suscitó para ser testigos de la Fe y confirmar con el sacerdocio de Cristo a sus hermanos. Los Obispos, en comunión con el Sucesor de Pedro, deben caminar por una “kénosis”, que no les deja abatidos, después de la traición de Judas y sus propias debilidades, para que, confortados por la Pascua, sean conducidos por la Madre del Señor al encuentro de Pentecostés, donde reciben un corazón nuevo y un espíritu nuevo, que desde lo alto les da un amar, anunciar y apacentar según el Corazón de Jesús.
Es una tremenda «desgracia», que muchos miembros de la Iglesia se olvidan de los valores fundamentales que predica y, por ello, la Iglesia y el Estado tienen que trabajar juntos para adoptar medidas, leyes y mecanismos eficaces para contrarrestar los casos de abusos.
Pero es necesario también que «el óptimo trabajo y el compromiso generoso de la gran mayoría de los sacerdotes y religiosos… no tienen que quedar oscurecidos por las transgresiones de algunos hermanos», decía el Papa mérito, Benedicto XVI, instando, a los obispos, a que alienten a sus sacerdotes «a buscar siempre la renovación espiritual y a descubrir de nuevo la alegría de cuidar de su rebaño en el seno de la gran familia de la Iglesia».