La familia, esplendor del amor cristiano
La familia ha de saber promover «en cada uno de sus miembros la altísima dignidad de personas, es decir, de imágenes vivientes de Dios. Y, en este sentido, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer.
Desde el abuelo hasta el niño, todos están llamados a edificar la familia en la unidad del amor.
«Sobre el fundamento del amor conyugal, se va edificando la comunión más amplia de la familia, de padres e hijos, de hermanos y hermanas entre sí, de parientes y otros familiares». Unidos todos entre sí por lazos familiares de carne y sangre, están todavía más unidos por los lazos de la gracia fraternal de Cristo, constituyendo así una comunidad eclesial que «puede y debe decirse Iglesia doméstica».
Desde el abuelo hasta el niño, todos están llamados a edificar la familia en la unidad del amor. Con espíritu de abnegación, que mate todo egoísmo, con espíritu de reconciliación, que sepa guardar la unidad por el perdón fraterno, con el espíritu de la más genuina caridad, todos han de crecer siempre en el amor con ocasión de los diversos sucesos del hogar: trabajos, comidas, enfermedades, disgustos, alegrías, aprietos económicos, viajes, celebraciones, decisiones elaboradas en familia, en la que cada uno habrá de ceder en algo.
La mujer, corazón de la familia
La familia ha de saber promover «en cada uno de sus miembros la altísima dignidad de personas, es decir, de imágenes vivientes de Dios. Y, en este sentido, la historia de la salvación es un testimonio continuo y luminoso de la dignidad de la mujer. Creando al hombre «varón y mujer», Dios da la dignidad personal de igual modo al hombre y a la mujer. Dios también manifiesta de la forma más alta posible la dignidad de la mujer asumiendo Él mismo la carne humana de María Virgen. La delicadeza y respeto de Jesús hacia las mujeres que llamó a su seguimiento y amistad, su aparición la mañana de Pascua a una mujer antes que a los otros discípulos, la misión confiada a las mujeres de llevar la buena nueva de la Resurrección a los discípulos, son signos que confirman la muy alta consideración del Señor Jesús hacia las mujeres» .
Una larga tradición social y cultural limitó a la mujer a sus tareas de esposa y madre, en parte porque el trabajo fuera de la casa requería en otros tiempos una mayor fuerza física. En todo caso, «es indudable que la igual dignidad y responsabilidad del hombre y de la mujer justifican plenamente el acceso de la mujer a las funciones públicas»; con ello la mujer se perfecciona, y la sociedad se beneficia no poco de la presencia activa femenina. Ahora bien, «la verdadera promoción de la mujer exige también que sea claramente reconocido el valor de su función materna y familiar respecto a las demás funciones públicas y a las otras profesiones». Y en este sentido, «la sociedad debe estructurarse de tal manera que las esposas y madres no sean de hecho obligadas a trabajar fuera de casa, y que sus familias puedan vivir y prosperar dignamente, aunque ellas se dediquen totalmente a la propia familia».
Ya habréis observado cómo el mundo actual viene realizando una verdadera campaña contra la dedicación exclusiva de la mujer a la familia, como si ello trajera necesariamente empobrecimiento y frustración de la mujer. Pues bien, comprended que «se debe superar esa mentalidad [materialista] según la cual el honor de la mujer deriva más del trabajo exterior [que trae dinero] que da la actividad familiar» (que no es retribuída) [23]. Pensad que en la realidad de la vida, no pocos trabajos femeninos fuera de la casa son duros y monótonos, y por añadidura muchas veces no están bien retribuídos, y ciertamente no suelen tener la riqueza de la vocación de madre y ama de casa, tan preciosa y variada -maestra y catequista, enfermera, cocinera y florista, secretaria, modista, decoradora, asistenta social, encargada de relaciones públicas y tantas y tantas cosas más-. Muchas profesiones posibles para la mujer son preciosas, pero pocas habrá tan admirables.
Por otra parte, cuando falta o disminuye notablemente la dedicación familiar de la madre, todos lo sienten, el esposo, los niños, los adolescentes, los ancianos, y la misma casa va dando muestras de descuido. Por eso la familia que tiene a su constante servicio una buena ama de casa, un verdadero corazón del hogar, hará bien en procurar la defensa cuidadosa de un privilegio tan precioso.
El hombre, cabeza de la familia
El hombre está llamado en la familia a ser esposo y padre. «Él ve en la esposa la realización de aquel designio de Dios: «No es bueno que el hombre esté solo» (Gén 2,18)». Y en el amor a los hijos, va formándose también su corazón de padre. «Por eso, donde las condiciones sociales y culturales llevan fácilmente al padre a un cierto desinterés por la familia o bien a una presencia menor en la acción educativa, es necesario trabajar para que se recupere socialmente la convicción de que la función del padre en la familia tiene una importancia única e insustituible» [25]. Muchos desequilibrios psicológicos y morales, proceden muchas veces de la ausencia del padre, o bien de una presencia machista y opresiva.
El hombre-esposo ha de saber «manifestar a su mujer la caridad suave y fuerte que Cristo tiene hacia la Iglesia». El hombre-padre, como cabeza de familia, ha de ser para los hijos «revelación en la tierra de la misma paternidad de Dios» (+1 Cor 11,3; Ef 5,23s).
Los niños
La familia debe prestar una atención especialísima al niño, de tal modo que todo en ella debe estar subordinado a su bien, la vida profesional de los cónyuges, el uso de la televisión, el planteamiento de la casa, de las vacaciones, de lo que sea.
Cuántas veces, sin embargo, el bien de los hijos se ve sacrificado a las ambiciones o gustos de sus padres. Y cuántas veces éstos se interesan mucho más por el dinero o por la salud física que por la modelación espiritual de los niños, como si en vez de cultivar personas, criaran animales. Por el contrario, «la acogida, el amor, el servicio múltiple -material, afectivo, educativo, espiritual- a cada niño que viene a este mundo, deberá constituir siempre una nota distintiva de las familias cristianas. Así los niños, a la vez que crecen «en estatura y gracia ante Dios y ante los hombres» (Lc 2,52), serán una preciosa ayuda para la edificación de la comunidad familiar y para la misma santificación de los padres».
Los ancianos
Por otra parte, la familia cristiana ha de ser un hogar acogedor para los ancianos. «Hay culturas que manifiestan una singular veneración por el anciano», que encuentra así en la familia su marco propio; pero «otras, en cambio, especialmente donde se ha producido un desordenado desarrollo industrial y urbanístico, han llevado a los ancianos a formas inaceptables de marginación, que son para ellos fuente de grandes sufrimientos y de empobrecimiento espiritual para las familias».
La familia cristiana, en todo lo que las circunstancias permitan, ha de integrar a los ancianos en su comunidad de amor, respetándolos, cuidándolos, y favoreciendo en ellos la actividad de que todavía son capaces, para que no se hundan en un ocio excesivo y perjudicial. La presencia benéfica de los parientes ancianos a veces sólo es apreciada cuando faltan.
Situaciones irregulares
En algunos países la descristianización va degradando hoy con frecuencia el amor conyugal, incluso en las parejas cristianas. Y el mundo incrédulo ve este retroceso evidente a situaciones anteriores a Cristo como un progreso…
-El matrimonio experimental o a prueba es una de estas situaciones lamentables. La misma razón humana puede entender que es indecente «que se haga un experimento tratándose de personas humanas, cuya dignidad exige que sean siempre y únicamente el término de un amor de donación» [80]. Y la fe, desde luego, entiende que tan precario amor no puede ser signo del amor entre Cristo y la Iglesia, pues éste no es un amor a prueba, sino fiel y para siempre.
-La unión sin vínculo institucional alguno, ni civil ni religioso, es también frecuente. Estas vinculaciones suelen proceder del egoísmo, de la ignorancia o la miseria, o de un gran desprecio por la sociedad y sus normas, y causan grandes males, especialmente en la mujer.
-El matrimonio civil entre católicos es también un mal muy grave. Los hermanos cristianos deberán ayudar de corazón a estas parejas. Y los pastores, especialmente, habrán de tratarles con gran caridad, pero «no podrán admitirles al uso de los sacramentos».
-«La separación debe considerarse como un remedio extremo, después de que cualquier intento razonable haya sido inútil». Todos deben ayudar al cónyuge separado, para que pueda llevar su soledad con fidelidad y provecho espiritual, sin amargura ni rencores, perdonando con humildad y paciencia, y manteniendo una «disponibilidad a reanudar eventualmente la vida conyugal anterior» .
-«Parecido es el caso del cónyuge que ha tenido que sufrir el divorcio, pero que, conociendo bien la indisolubilidad del vínculo matrimonial válido, no se implica en una nueva unión, y se empeña en cambio en el cumplimiento prioritario de sus deberes familiares y de las responsabilidades de la vida cristiana. En tal caso, su ejemplo de fidelidad y de coherencia cristiana asume un particular valor de testimonio ante el mundo y ante la Iglesia, sin que exista obstáculo alguno para la admisión a los sacramentos».
-Están, en fin, los divorciados, casados de nuevo. La Iglesia «no puede abandonar a sí mismos a quienes, unidos ya con el vínculo matrimonial sacramental, han intentado pasar a nuevas nupcias». Estos «no deben considerarse separados de la Iglesia, pudiendo y aun debiendo, en cuanto bautizados, participar en su vida». Por la oración, la escucha de la Palabra, la asistencia a la eucaristía, las obras de caridad y de justicia, la educación de los hijos, así como la ascesis penitencial, deben guardarles siempre orientados hacia la gracia plena de Cristo. «La Iglesia, no obstante, fundándose en la Sagrada Escritura, reafirma su praxis de no admitir a la comunión eucarística a los divorciados que se casan otra vez. Son ellos mismos los que impiden que se les admita, ya que su estado de vida contradice objetivamente la unión de amor entre Cristo y la Iglesia, significada en la Eucaristía». Y en cuanto al sacramento de la penitencia, éste puede administrarse «únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio».
JOSE MARIA IRABURU El matrimonio en Cristo