
La Evangelización de América
Como los pueblos originarios se refugiaron en la fe de los frailes misioneros.
El profundo catolicismo de Isabel de Castilla, el interés de los Reyes Católicos en que, junto a la espada de la conquista, estuviese también la cruz de la evangelización, la labor de los académicos españoles en defensa de los derechos de los pueblos originarios, las muy adelantadas a su época leyes de indias, marcaron justamente la diferencia entre la colonización española y la del resto de potencias europeas.
En un encuentro entre dos culturas tan dispares, el choque de creencias estaba asegurado, ya que, para ambas sociedades de la época, la religión era esencial. Centrándonos en el primer gran proceso evangelizador del continente, el de la Nueva España, junto a Cortés viajaron el mercedario Fray Bartolomé de Olmedo y el capellán Juan Díaz, quien ya había estado en tierras mayas en la expedición de Grijalba. Este último inició la relación con el extremeño con el pie cambiado, por su participación en el motín de los partidarios del gobernador Velázquez y, de hecho, salvó el pescuezo por su condición sacerdotal.
A ellos habría que sumar un clérigo que le resultaría fundamental a Cortés en la conquista. Se trataba de Gerónimo de Aguilar, un náufrago español que llevaba años viviendo con los mayas y que había aprendido su lengua, por lo que se convirtió en su valioso primer traductor.
En este punto habría que decir, también, que Cortés era una persona de fuertes convicciones católicas. Se trataba, sin embargo, de un catolicismo conservador y, en cierta medida, intolerante. Como el resto de los españoles, quedó absolutamente horrorizado por los sacrificios humanos y los rituales caníbales de los mesoamericanos, por lo que, pese a ser un gran diplomático y negociador, se mostrará inflexible a la hora de imponer lo que consideraba «la religión verdadera» y en este punto chocará, paradójicamente, con Fray Bartolomé, quien entendía que el proceso evangelizador debería ser gradual, evitando imposiciones forzadas y explicando, pacientemente, las virtudes de la fe cristiana.
Por otra parte, el historiador mexicano Antonio Rubial, nos recuerda que estos tres no fueron los únicos religiosos que participaron en la conquista. Así, antes de la caída de Tenochtitlan, en febrero de 1521 llegaría Fray Pedro Melgarejo y poco después, el mercedario Juan de Varillas y Fray Diego Altamirano, este último, por cierto, primo de Cortés. La presencia de todos estos frailes y sacerdotes fue fundamental para elevar la moral de la tropa, para asistir espiritualmente a los heridos, para la celebración de los oficios religiosos o el bautizo de los primeros conversos. En algunos casos, como Olmedo, fue también un excelente mediador y Melgarejo será uno de los grandes defensores de Cortés en la corte imperial.
En los años inmediatamente posteriores a la toma de Tenochtitlan se produce, escalonadamente, la llegada de diferentes órdenes religiosas. Así, en base a la bula de León X, Alias felicis de 1521, se permitirá viajar a los franciscanos, por lo que 12 misioneros llegarán a Nueva España en 1524, (serán conocidos como los 12 apóstoles), aunque el ya citado Rubial asegura que para entonces ya se encontraban otros quince franciscanos con Hernán Cortés. En 1522, el nuevo papa, Adriano VI, emitirá la bula Exponi novi fecisti que habilitará al resto de órdenes mendicantes a viajar al nuevo mundo. En 1522 el emperador enviará a tres frailes flamencos. En 1526, otros doce dominicos llegan al virreinato, seguidos en 1533 por siete misioneros agustinos.
En cualquier caso, este ejército espiritual se antoja pequeño para la labor que tienen por delante. Aunque las estadísticas no son fiables y varían mucho de unas fuentes a otras, posiblemente la capital de los mexicas tuviese una población de unas 200.000 almas, (más que la ciudad de Europa occidental más poblada en la época, que era París con 180.000 personas). La población de todos los pueblos que rodeaban al lago Tetzcoco, podría rondar los dos millones de personas y Mesoamérica, en general podría tener entre 6 y 12 millones de personas.
Por otro lado, se trataba de dos religiones completamente distintas. Es cierto que los mexicas vertían agua sobre los recién nacidos para eliminarles el pecado original. El matrimonio también se celebraba con una ceremonia, aunque ahí se acababan las coincidencias porque la mayoría de los pueblos mesoamericanos eran polígamos y el concubinato estaba permitido.
También ambas culturas creían en una vida después de la muerte, pero en el caso azteca, el destino del difunto dependía, en gran medida, de la forma en la que se moría. Los guerreros o los sacrificados ritualmente iban a la casa del sol, al igual que las mujeres que morían de parto. También había «cielos» especiales para los ahogados o los niños. En algunos casos, se creía en ciertas formas de reencarnación, aunque la mayoría de las almas viajaban a los nueve niveles del Mictlán o inframundo, en donde eran guiados por un perro, lo que, paradójicamente, tiene alguna lejana similitud con el can cerbero y el Hades de la mitología griega.
A diferencia de las tribus nómadas del norte y pese a rituales crueles y primitivos, como los sacrificios humanos o el canibalismo, la religión de los aztecas estaba perfectamente organizada, afectaba a todo el ciclo vital de las personas: el nacimiento, la educación, la actividad laboral, la guerra, o la muerte. El sacerdote o tamaclazqui era una persona especialmente respetada, siendo la casta sacerdotal la cúspide del sistema, estando solamente por encima el tlatoani. De ellos dependían los rituales, la interpretación de los presagios, la enseñanza religiosa, la adivinación y el mantenimiento de los lugares de culto.
En todas las grandes ciudades mesoamericanas los principales edificios eran, de hecho, los templos o teocallis, dedicados a sus distintos dioses. En consecuencia, la labor que tenían por delante aquellos pocos religiosos europeos era, realmente, titánica. Muy al contrario de lo publicitado en la mordaz viñeta. A base de sacrificios y penurias, con una labor abnegada y discreta, enfrentándose, en ocasiones, al poder establecido en defensa de los indios, consiguieron el milagro de transformar la fe de todo un continente. En otra ocasión hablaremos de los pormenores de ese milagro. En cualquier caso fueron los héroes olvidados de la conquista.