La Eucaristía, el más perfecto de los sacramentos
R.P. Garrigou Lagrange – El Corazón eucarístico de Jesús y el don de sí mismo en la institución de la Eucaristía
A veces desearíamos la presencia real de seres muy queridos que han desaparecido. El Corazón eucarístico del Salvador nos ha dado la presencia real de su cuerpo, de su sangre, de su alma y de su Divinidad. Por todas partes, en la tierra, hay una Hostia consagrada en un tabernáculo, hasta en las misiones más lejanas permanece con nosotros como el dulce compañero de nuestro exilio. Está en cada tabernáculo esperándonos pacientemente, con prisa por salvarnos, deseando que se le ruegue. Va incluso a los criminales arrepentidos que van a subir al cadalso.
Tal como Dios Padre da toda su naturaleza en la generación eterna del Verbo y la espiración del Espíritu Santo, tal como Dios quiso darse en persona en la Encarnación del Verbo, así Jesús ha querido darse en persona en la Eucaristía. Y su corazón sacerdotal es llamado eucarístico precisamente porque nos dio la Eucaristía, como se dice del aire puro, que es sano en tanto que da la salud.
Nuestro Señor habría podido contentarse con instituir un sacramento, signo de la gracia, como el bautismo y la confirmación; sin embargo, ha querido darnos un sacramento que contiene no sólo la gracia, sino al Autor de la gracia.
La Eucaristía es, así, el más perfecto de los sacramentos, superior incluso al del orden. Y Jesús instituyó en el mismo instante el sacerdocio con vistas a la consagración eucarística.
El verdadero y generoso amor por el que se quiere y se hace un bien a los demás, nos lleva a inclinarnos hacia ellos si son más pequeños que nosotros, a unirnos a ellos en una perfecta unión de pensamiento, de deseo, de querer, de consagrarnos a ellos, a sacrificarnos si es preciso, para hacerlos mejores, para llevarles a superarse a sí mismos y a alcanzar su destino.
En el momento de privarnos de su presencia sensible, Nuestro Señor quiso dejarse a sí mismo en persona entre nosotros bajo los velos eucarísticos. En su amor, no podía inclinarse aún más hacia nosotros, hacia los más pequeños, los más pobres, los más desamparados, unirse y darse aún más a nosotros y a cada uno en particular.
A veces desearíamos la presencia real de seres muy queridos que han desaparecido. El Corazón eucarístico del Salvador nos ha dado la presencia real de su cuerpo, de su sangre, de su alma y de su Divinidad. Por todas partes, en la tierra, hay una Hostia consagrada en un tabernáculo, hasta en las misiones más lejanas permanece con nosotros como el dulce compañero de nuestro exilio. Está en cada tabernáculo esperándonos pacientemente, con prisa por salvarnos, deseando que se le ruegue. Va incluso a los criminales arrepentidos que van a subir al cadalso.
El Corazón eucarístico de Jesús nos ha dado la Eucaristía como sacrificio para perpetuar en substancia el sacrificio de la Cruz en nuestros altares hasta el fin del mundo y para aplicarnos sus frutos. En la santa Misa, nuestro Señor, que es el Sacerdote principal, continúa ofreciéndose por nosotros.
Cristo siempre vive para interceder por nosotros, dice San Pablo. Lo hace sobre todo en la santa Misa en donde, según el Concilio de Trento, el mismo sacerdote continúa ofreciéndose por sus ministros de modo incruento después de haberse ofrecido cruentamente en la Cruz.
Esta oblación interior, siempre viva en el Corazón de Cristo, es como el alma del santo sacrificio de la Misa y le da su infinito valor. Cristo Jesús continúa, así, ofreciendo a su Padre nuestras adoraciones, nuestras súplicas, nuestras reparaciones y nuestras acciones de gracias. Pero, sobre todo, es siempre la misma Víctima, purísima, la que se ofrece, el mismo Cuerpo del Salvador que fue crucificado, y su preciosa Sangre está sacramentalmente extendida en el altar para continuar borrando los pecados del mundo.
El Corazón eucarístico de Jesús, dándonos la Eucaristía como sacrificio, nos ha dado también el sacerdocio. Después de haber dicho a sus Apóstoles: Venid en pos de mí y os haré pescadores de hombres, y: No me habéis elegido vosotros a mí, sino yo os elegí a vosotros, y os he destinado para que vayáis y deis fruto, y vuestro fruto permanezca, les dio en la Cena el poder de ofrecer el sacrificio eucarístico diciendo: Este es mi cuerpo, que es entregado por vosotros; haced esto en memoria mía. Les dio el poder de la santa consagración que renueva sin cesar el sacramento de amor. En efecto, la Eucaristía, sacramento y sacrificio, no puede ser perpetuada sin el sacerdocio, y por ello la gracia del Salvador hace germinar y florecer a lo largo de las generaciones desde hace cerca de dos mil años vocaciones sacerdotales, y será así hasta el fin del mundo.
Finalmente, el Corazón eucarístico de Jesús se nos da en la santa Comunión.
El Salvador se nos da en alimento no para que lo asimilemos, sino para que seamos cada vez más parecidos a Él, cada vez más vivificados, santificados por El, incorporados a Él. A Santa Catalina de Siena le dijo un día: Tomo tu corazón y te doy el mío; era el símbolo sensible de lo que ocurre espiritualmente en una ferviente comunión en la que nuestro corazón muere a su estrechez, a su egoísmo, a su amor propio, para dilatarse y hacerse parecido al Corazón de Cristo por la pureza, la fuerza, la generosidad. En otra ocasión el Salvador concedió a la misma santa la gracia de beber de la llaga de su Corazón: otro símbolo de una comunión ferviente, en donde el alma bebe espiritualmente, por así decirlo, del Corazón de Jesús, hogar de nuevas gracias, dulce refugio de la vida oculta, señor de tos secretos de la unión divina, corazón de aquel que duerme, pero que vela siempre.
San Pablo había dicho: El cáliz de bendición que bendecimos, ¿no es la comunión de la sangre de Cristo?, y el pan que partimos, ¿no es la comunión del cuerpo de Cristo?
Y tal como lo señala Santo Tomás, en la santa Misa, cuando el sacerdote comulga con la preciosa Sangre, comulga por él y por los fieles.
El Corazón eucarístico de Jesús y el don cotidiano e incesante de sí mismo.
Finalmente, Jesús vuelve a darnos todos los días la Eucaristía como sacramento y como sacrificio. Habría podido querer que la Misa sólo fuese celebrada una o dos veces por año, en ciertos santuarios a los que se llegaría desde muy lejos. Por el contrario, incesantemente, en cada minuto del día se celebran numerosas misas en la superficie de la tierra, por doquiera que salga el sol. Es la incesante manifestación del Amor misericordioso de Cristo respondiendo a las necesidades espirituales de cada época y de cada alma. Cristo amó a la Iglesia, dice San Pablo, y se entregó por ella para santificarla, purificándola, mediante el lavado del agua con la palabra, a fin de presentársela a sí gloriosa, sin mancha o arruga o cosa semejante, sino santa e intachable.
Así, le concede, sobre todo por la santa Misa y la Comunión, las gracias que necesita en los diversos momentos de su historia. La Misa ha sido un foco de gracias siempre nuevas en las catacumbas, más tarde durante las grandes invasiones de los bárbaros, en las diversas épocas de la Edad Media, y lo es siempre hoy en día para darnos la fuerza de resistir a los grandes peligros que nos amenazan, a las ligas ateas que el bolchevismo propaga en el mundo para destruir toda religión. Pese a las tristezas de la hora presente, la vida interior de la Iglesia de nuestro tiempo, en lo que tiene de más excelso, es, ciertamente, bellísima, vista desde lo alto, como la ven Dios y los ángeles.
Todas las gracias nos vienen del Corazón eucarístico de Jesús, que nos ha dado la santa Misa y la Comunión, que nos da siempre su Sangre sacramentalmente derramada sobre el altar.
Esto lo comprendió profundamente hace algunos años Charles de Foucauld, al rezar y morir por la conversión del Islam o de los países musulmanes. Lo comprenden las almas que rezan hoy de todo corazón y hacen celebrar Misas por los países asolados por el materialismo y el comunismo. Una sola gota de la preciosa Sangre del Salvador puede regenerar millares de almas que se pierden y que arrastran a las otras en su perdición.
Ciertamente, no pensamos en esto suficientemente. El culto de la preciosa Sangre del Salvador y el sufrimiento profundo de verla manar en vano sobre las almas rebeldes puede contribuir mucho a inclinar el Corazón eucarístico de Jesús hacia sus pobres pecadores; sí, hacia sus pobres pecadores. Son los suyos, y apóstoles como San Pablo, San Francisco, Santo Domingo, Santa Catalina de Siena y tantos otros, aman lo suficiente al Salvador para bregar con Él por la salvación de esas almas.
Cuando se piensa en el amor de Cristo por nosotros, deberíamos agonizar al ver a las almas alejarse de su corazón, de la fuente de su preciosa sangre. La derramó por ellas, por todas, por muy alejadas que estén, por el comunista que blasfema y que quiere borrar su nombre de todas partes. Dígnese el Señor, que no desea la muerte del pecador, conceder, por la santa Misa, como una nueva efusión de la sangre de su Corazón y de todas sus santas llagas.
Algunos santos han visto a veces, al asistir a Misa, en el momento de la elevación del cáliz, desbordarse la preciosa Sangre, derramarse por los brazos del sacerdote, como si fuera a correr por el santuario y a los ángeles venir a recogerla en copas de oro para llevarla a distintos países del mundo, sobre todo a aquellos donde el Evangelio es poco conocido. Era el símbolo de las gracias que se derraman del Corazón de Cristo sobre las almas de los pobres infieles; puesto que también por ellos murió Cristo en la Cruz.
De aquí se sigue, prácticamente, que el Corazón eucarístico de Jesús, lejos de ser objeto de una mínima devoción, es el ejemplo eminente del don perfecto de sí mismo, don que debería ser en nuestra vida más generoso cada día. En la Misa y para el sacerdote, cada consagración debería marcar un aumento en el espíritu de fe, de confianza, de amor de Dios y de las almas.
Y para los fieles, cada Comunión debería ser, en substancia, más ferviente que la anterior, puesto que cada una debe aumentarnos la caridad, hacer que nuestro corazón sea más parecido al de Nuestro Señor y, como consecuencia, disponernos a recibirle mejor al día siguiente. De la misma manera que la piedra cae tanto más de prisa cuanto más se acerca a la tierra que la atrae, las almas deben ir hacia Dios tanto más de prisa cuanto más se acercan a Él y Él más las atrae.
El Corazón eucarístico de Jesús quiere atraer nuestras almas. A menudo es humillado, abandonado, olvidado, despreciado, ultrajado, y sin embargo, es el Corazón que ama nuestros corazones, el Corazón silencioso que quiere hablar a las almas para mostrarles el precio de la vida escondida y el precio del don de sí mismo más generoso cada día.
El Verbo Encarnado vino a los suyos y los suyos no le recibieron. Bienaventurados los que reciben todo lo que su Amor misericordioso quiere darles y no se resisten a las gracias que, por medio de ellos, deberían brillar sobre otros menos favorecidos. Bienaventurados los que, después de haber recibido, y a ejemplo de Nuestro Señor, se dan siempre con más generosidad por Él, con El y en Él.
Si incluso entre los infieles más alejados de la fe hay una sola alma en estado de gracia, verdaderamente fervorosa y sacrificada, como fue la de Charles de Foucauld, un alma que recibe todo lo que el Corazón eucarístico de Cristo quiere darle, antes o después el resplandor de esa alma transmitirá a los extraviados algo de lo que ha recibido. Es imposible que la preciosa Sangre no se desborde del cáliz en la santa Misa, para purificar un día u otro, por lo menos en el momento de la muerte, a los extraviados que no se resisten a las prevenciones divinas, a las gracias actuales que les impulsan a convertirse. Pensemos algunas veces en la muerte del musulmán, en la muerte del budista o, más cercano a nosotros, en la muerte del anarquista que, quizá, fue bautizado en su infancia. Todos tienen un alma inmortal por la que el Corazón de Nuestro Señor Jesucristo dio toda su Sangre.
(R. Garrigou Lagrange, El Salvador, Ed. RIALP, Madrid, 1977, pg. 382-391)