La carta que hizo llorar a un Papa
Pío XI no pudo contener las lágrimas, según lo refiere su secretario de Estado y futuro Papa, el Cardenal Pacelli. Fue en la lectura de la carta que Francisco Castelló Aleu, de 22 años, envió a su novia Mariona, poco antes de ser martirizado por su fe católica durante la guerra civil española del 36. Mariona ya tenía familiares ajusticiados: «Siento tu desgracia, no la mía. Siéntete orgullosa: dos hermanos y tu prometido. ¡Pobre Mariona!… Querría hacerte una carta triste de despedida, pero no puedo. Estoy todo envuelto de ideas alegres como un presentimiento de gloria», le dice Francisco.
Ese testimonio y muchos otros, son referidos en el libro «Así iban a la muerte» de autoría del benedictino Santiago Cantera Montenegro, prior de la Abadía del Valle de los Caídos y doctor en Historia. El monje ejerciendo su oficio de historiador recogió en la obra decenas de historias de fe, de personas que fueron martirizadas por su fe en España, en la guerra civil del S. XX, cuya lectura hace estremecer.
Un mensaje muy repetido en las comunicaciones: la alegría de ser un próximo habitante del cielo. «Mamá, no llores, Jesús me pide la sangre; por su amor la derramaré: seré mártir, voy al cielo. Allá os espero», dice Salvador Pigem Serra, uno de los 51 claretianos mártires de Barbastro. «No lloren mi muerte, pues morir por Jesucristo es vivir eternamente… Adiós, hasta el cielo», dice a su familia José Figuero Beltrán, otro de los jóvenes mártires.
Esa alegría de ver pronto a Dios en el paraíso se mezclaba con mensajes tranquilizadores y de esperanza a sus familiares: «Yo me alegro solo al pensar la dignidad a que Dios quiere elevarla, haciéndola madre de un mártir», dice el benedictino Aurelio Boix Cosials, de 21 años, también muerto en agosto de 1936 en Barbastro. «Puedes estar orgullosísima de tener un hijo elegido por Dios para mártir de la causa de la religión y salvación de la patria»: dice a su progenitora el seglar catalán, Joaquín Lacort. «Hasta el cielo. Adiós, padres míos y tía Lola», escribe el sacerdote Juan Camps, en Lérida, en diciembre de 1936. Los testimonios son de todo origen: religiosos, seglares, civiles, militares.
Hasta suaves regaños, se incluyen en las cartas. «En el cielo nos juntaremos todos… Me parecería muy mal que, siendo esto la voluntad de Dios, padecieras por mí», expresa en diversas misivas a su prima Manolita el sacerdote de 28 años Antonio Pitarch Sanjuán.
Preocupación por la salvación eterna de sus familias
En medio de la peor perspectiva humana, la de la muerte, los martirizados se preocupan por la suerte eterna de los seres queridos que dejan en la tierra.
«Cuando me quedan pocas horas para el definitivo reposo, solo quiero pedirte una cosa: que en recuerdo del amor que nos tuvimos, y que en este momento se acrecienta, atiendas como objetivo principal a la salvación de tu alma, porque de esa manera conseguiremos reunirnos en el cielo por toda la eternidad», escribe a su novia Bartolomé Blanco, de 22 años, muerto en Jaén. «Mi última voluntad, Carmina querida, es que seas muy cristiana siempre; no hagas jamás un pecado mortal que te prive de unirte conmigo en el cielo», afirma a su esposa Juan Soler-Espiauva.
El alférez de navío Juan de Araoz, asesinado en Málaga, pide a sus padres que le ayuden en la conversión de su mujer anglicana, Jeanne «para que el día del juicio y la resurrección de la carne nos reunamos todos». Pero a ella también llega la insistencia en esos dramáticos momentos: «Solo te pido en la hora de mi muerte que te hagas católica y que reces por mí y que el día del Juicio Final nos reunamos todos delante de Dios. Yo te lo suplico. La religión católica es la verdadera». Jeanne se convirtió al catolicismo.
Juan Ramos, capitán del Ejército, asesinado en Bilbao, deja a niños aún pequeños. Entretanto los confía a los solícitos cuidados de su mujer, por quien velará desde el cielo. «Yo te aseguro que, si Dios lo permite, en el cielo, donde creo que iré, porque la fe salva siempre, seré tu caballero allá arriba; que intercederé por ti, que pediré e interpondré todo el amor que te he tenido, ante el trono de Dios, para que te llene de todos los bienes que pueda concederte», le dice.
A sus familias, con quienes comparten la fe, buscan tranquilizarlas manifestándoles que se encuentran en buenas disposiciones cristianas para la muerte: «Para completa satisfacción de ustedes añado que me he confesado con toda tranquilidad y buen ánimo», dice a sus padres Virgilio Rodríguez Fernández, un soldado de 20 años asesinado en Santander. Y agrega: «Sabré morir como un buen cristiano, agradecido a ustedes por la buena educación que me han dado».
Los testimonios muestran una gran fortaleza que se combina con una gran paz, fruto de quien vive su fe con convicción. Claros principios cristianos impregnaban las mentes y vidas de los protagonistas; vidas cristianas que manifestaban la gracia necesaria y suficiente para enfrentar con gallardía la más dura de las pruebas.