La acción del Espíritu Santo en las almas

La acción del Espíritu Santo en las almas

15 de mayo de 2024 Desactivado Por Regnumdei
“Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Fil. 2,13).

 

La obra del Espíritu Santo

José Mª Iraburu


  Uno de los medios más importantes e indispensables para el adelantamiento espiritual es la fidelidad a la gracia, o sea, a las mociones interiores del Espíritu Santo que nos empuja a cada momento al bien.
 
Vamos a estudiar cuidadosamente esta fidelidad a la gracia, examinando su naturaleza, su importancia y necesidad, su eficacia santificadora y el modo de practicarla.
 

1. Naturaleza. – Prenotando. – La gracia actual.

 
Como fundamento indispensable para entender el verdadero alcance y significado de la fidelidad a la gracia es preciso tener en cuenta todo lo relativo a la naturaleza, necesidad, división, oficios y funciones de la gracia actual, que coincide precisamente con la inspiración del Espíritu Santo, a la que debe prestar el alma su fidelidad.
 

Examinemos ahora la naturaleza de la fidelidad a la gracia.

 
La fidelidad en general no es otra cosa que la lealtad, la cumplida adhesión, la observancia exacta de la fe que uno debe a otro. En el derecho feudal era la obligación que tenía el vasallo de presentarse a su señor y rendirle homenaje, quedándole sujeto y llamándose desde entonces hombre del señor X, o sea, tomando el nombre de su señor y quedando enteramente obligado a obedecerle. Todo esto tiene aplicación –y en grado máximo– tratándose de la fidelidad a la gracia, que no es, en fin de cuentas, más que la lealtad o docilidad en seguir las inspiraciones del Espíritu Santo en cualquier forma que se nos manifiesten.
 
“Llamamos inspiraciones –dice San Francisco de Sales– a todos los atractivos, movimientos, reproches y remordimientos interiores, luces y conocimientos que Dios obra en nosotros, previniendo nuestro corazón con sus bendiciones (Sal. 20,4), por su cuidado y amor paternal, a fin de despertarnos, excitarnos, empujarnos y atraernos a las santas virtudes, al amor celestial, a las buenas resoluciones; en una palabra, a todo cuanto nos encamina a nuestro bien eterno”.
 

De varias maneras se producen inspiraciones divinas.

 
Los mismos pecadores las reciben, impulsándoles a la conversión; pero para el justo, en quien habita el Espíritu Santo, es perfectamente connatural el recibirlas a cada momento. El Espíritu Santo mediante ella ilumina nuestra mente para que podamos ver lo que hay que hacer y mueve nuestra voluntad para que podamos y queramos cumplirlo, según aquello del Apóstol: “Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito” (Fil. 2,13).
 
Porque es evidente que el Espíritu Santo obra siempre según su beneplácito. Inspira y obra en el alma del justo “cuando quiere y como quiere”: “Spiritus ubi vult spirat” (Jn. 3,8). Unas veces ilumina solamente (v. gr., en los casos dudosos para resolver la duda); otras mueve solamente (v. gr., a que el alma realice aquella buena acción que ella misma estaba pensando); otras en fin –y es lo más frecuente–, ilumina y mueve a la vez. A veces se produce la inspiración en medio del trabajo, como de improviso, cuando el alma estaba enteramente distraída y ajena al objeto de la inspiración; otras muchas se produce en la oración, en la sagrada comunión, en momentos de recogimiento y de fervor. El Espíritu Santo rige y gobierna al hijo adoptivo de Dios tanto en las cosas ordinarias de la vida cotidiana como en los negocios de gran importancia. San Antonio Abad entró en una iglesia y, al oír que el predicador repetía las palabras del Evangelio: “Si quieres ser perfecto, ve y vende cuanto tienes”, etc. (Mt. 19,21), marchó en el acto a su casa, vendió todo cuanto tenía y se retiró al desierto.
 
El Espíritu Santo no siempre nos inspira directamente por sí mismo. A veces se vale del ángel de la guarda, de un predicador, de un buen libro, de un amigo; pero siempre es Él, en última instancia, el principal autor de aquella inspiración.
 

2. Importancia y necesidad.

 
– Nunca se insistirá demasiado en la excepcional importancia y absoluta necesidad de la fidelidad a la gracia para avanzar en el camino de la perfección sobrenatural. En cierto sentido es éste el problema fundamental de la vida cristiana, ya que de esto depende el progreso incesante hasta llegar a la cumbre de la montaña de la perfección o el quedarse paralizados en sus mismas estribaciones. La preocupación casi única del director espiritual ha de ser llevar al alma a la más exquisita y constante fidelidad a la gracia. Sin esto, todos los demás métodos y procedimientos que intente están irremisiblemente condenados al fracaso. La razón profundamente teológica de esto hay que buscarla en la economía divina de la gracia actual, que guarda estrecha relación con el grado de nuestra fidelidad.
 
En efecto: como enseña la Teología, la gracia actual es absolutamente necesaria para todo acto saludable. Es en el orden sobrenatural lo que la previa moción divina en el orden puramente natural.: algo absolutamente indispensable para que un ser en potencia pueda pasar al acto. Sin ella nos sería tan imposible hacer el más pequeño acto sobrenatural –aun poseyendo la gracia, las virtudes y los dones del Espíritu Santo– como respirar sin aire en el orden natural. La gracia actual es como el aire divino, que el Espíritu Santo envía a nuestras almas para hacerlas respirar y vivir en el plano sobrenatural.
 
Ahora bien: “La gracia actual –dice el P. Garrigou–Lagrange– nos es constantemente ofrecida para ayudarnos en el cumplimiento del deber de cada momento, algo así como el aire entra incesantemente en nuestros pulmones para permitirnos reparar la sangre. Y así como tenemos que respirar para introducir en los pulmones ese aire que renueva nuestra sangre, de mismo modo hemos de desear positivamente y con docilidad recibir la gracia, que regenera nuestras energías espirituales para caminar en busca de Dios. Quien no respira, acaba por morir de asfixia; quien no recibe con docilidad la gracia, terminará por morir de asfixia espiritual. Por eso dice San Pablo: “Os exhortamos a no recibir en vano la gracia de Dios” (2 Cor. 6,1). Preciso es responder a esa gracia y cooperar generosamente a ella. Es ésta una verdad elemental que, practicada sin desfallecimiento, nos levantaría hasta la santidad”.
 

Pero hay más todavía.

 
En la economía ordinaria y normal de su providencia, Dios tiene subordinadas las gracias posteriores que ha de conceder a un alma al buen uso de las anteriores. Una simple infidelidad a la gracia puede cortar el rosario de las que Dios nos hubiera ido concediendo sucesivamente, ocasionándonos una pérdida irreparable. En el cielo veremos cómo la inmensa mayoría de las santidades frustradas –mejor dicho, absolutamente todas ellas– se malograron por una serie de infidelidades a la gracia –acaso veniales  en sí mismas, pero plenamente voluntarias–, que paralizaron la acción del Espíritu Santo, impidiéndole llevar al alma hasta la cumbre de la perfección. He aquí cómo explica estas ideas el P. Garrigou–Lagrange:
 
“La primera gracia de iluminación que en nosotros produce eficazmente un buen pensamiento es suficiente con relación al generoso consentimiento voluntario, en el sentido de que nos da, no este acto, sino la posibilidad de realizarlo. Sólo que, si resistimos a este buen pensamiento, nos privamos de la gracia actual, que nos hubiera inclinado eficazmente al consentimiento a ella. La resistencia produce sobre la gracia el mismo efecto que el granizo sobre un árbol en flor que prometía abundosos frutos; las flores quedan agostadas y el fruto no llegará a sazón. La gracia eficaz se nos brinda en la gracia suficiente, como el fruto en la flor; claro que es preciso que la flor no se destruya para recoger el fruto. Si no oponemos resistencia a la gracia suficiente, se nos brinda la gracia actual eficaz, y con su ayuda vamos progresando, con paso seguro, por el camino de la salvación. La gracia suficiente hace que no tengamos excusa delante de Dios y la eficaz impide que nos gloriemos en nosotros mismos; con su auxilio vamos adelante humildemente y con generosidad”.
 
La fidelidad a la gracia es, pues, no solamente de gran importancia, sino absolutamente necesaria e indispensable para progresar en los caminos de la unión con Dios. El alma y su director no deberán tener otra obsesión que la de llegar a una continua, amorosa y exquisita fidelidad a la gracia.
 
 

3. Eficacia santificadora. – Dejemos la palabra al P. Lallemant en unos párrafos admirables:

 
“Los dos elementos de la vida espiritual son la purificación del corazón y la dirección del Espíritu Santo. Estos son los dos polos de toda la espiritualidad. Por estas dos vías se llega a la perfección según el grado de pureza que se haya adquirido y en proporción a la fidelidad que se haya tenido en cooperar a los movimientos del Espíritu Santo y en dejarse conducir por Él.
 
Toda nuestra perfección depende de esta fidelidad, y puede decirse que el resumen y compendio de la vida espiritual consiste en observar con atención los movimientos del Espíritu de Dios en nuestra alma y en reafirmar nuestra voluntad en la resolución de seguirlos dócilmente, empleando al efecto todos los ejercicios de la oración, la lectura, los sacramentos y la práctica de las virtudes y buenas obras…
 
El fin a que debemos aspirar, después de habernos ejercitado largo tiempo en la pureza de corazón, es el de ser de tal manera poseídos y gobernados por el Espíritu Santo, que Él solo sea quien conduzca y gobierne todas nuestras potencias y sentidos y quien regule todos nuestros movimientos interiores y exteriores, abandonándonos enteramente a nosotros mismos por el renunciamiento espiritual de nuestra voluntad y propias satisfacciones. Así, ya no viviremos en nosotros mismos, sino en Jesucristo, por una fiel correspondencia a las operaciones de su divino Espíritu y por un perfecto sometimiento de todas nuestras rebeldías al poder de su gracia…
 
Ocurre a veces que, habiendo recibido de Dios una buena inspiración, nos encontramos en seguida atacados por repugnancias, dudas, perplejidades y dificultades, que vienen de nuestro fondo corrompido y de nuestras pasiones, contrarias a la inspiración divina. Si la recibimos, empero, con entera sumisión de corazón, nos llenará de esa paz y consolación que el espíritu de Dios lleva consigo, y que comunica a las almas en las que no encuentra ninguna resistencia…
 
La causa de que se llegue tan tarde o de que no se llegue jamás a la perfección es que no se sigue en casi todo más que a la naturaleza y al sentido humano. No se sigue nunca, o casi nunca, al Espíritu Santo, del que es propio esclarecer, dirigir y enardecer.
 
La mayor parte de los religiosos, aun de los buenos y virtuosos, no siguen en su conducta particular y en la de los otros más que a la razón y el buen sentido, en el que muchos de ellos sobresalen. Esta regla es buena, pero no es suficiente para la perfección cristiana.
 
Estas personas se conducen de ordinario por el sentimiento común de aquellos con quienes viven; y como éstos son imperfectos aunque su vida no sea desarreglada, porque el número de los perfectos es muy pequeño, no llegan jamás a las sublimes vías del espíritu. Viven como el común, y su manera de gobernar a los otros es imperfecta.
 
El Espíritu Santo espera durante cierto tiempo a que entren en su interior y a que, observando las operaciones de la gracia y las de la naturaleza, se dispongan a seguir su dirección y gobierno. Pero si abusan del tiempo y del favor que les ofrece, les abandona por fin a ellos mismos y les deja en esta oscuridad e ignorancia de su interior, en la que viven en adelante con gran peligro de su salvación.
 
Puede decirse con verdad que no hay sino poquísimas personas que se mantengan constantemente en los caminos de Dios. Muchos se desvían sin cesar. El Espíritu Santo les llama con sus inspiraciones; pero como son indóciles, llenos de sí mismos, apegados a sus sentimientos, engreídos de su propia sabiduría, no se dejan fácilmente conducir, no entran sino raras veces en el camino y designios de Dios y apenas permanecen en él, volviendo a sus concepciones e ideas que les hacen dar el cambio. Así avanzan muy poco y la muerte les sorprende no habiendo dado más que veinte pasos, cuando hubieran podido caminar diez mil si se hubieran abandonado a la dirección del Espíritu Santo.
 
Al contrario, las personas verdaderamente interiores, que se conducen por la luz del espíritu de Dios, a la que se han dispuesto por la pureza de corazón y siguen con perfecta sumisión, avanzan a pasos de gigante y vuelan, por decirlo así, en los caminos de la gracia”.
 
Éstas son las inmensas ventajas de la fidelidad a la gracia y su extraordinaria eficacia santificadora. En realidad, todo depende de esto. Veamos, pues, ahora la manera de practicarla.
 

4. Modo de practicarla.

 
– Vamos a examinar la parte de Dios y la nuestra propia; o sea, la inspiración del Espíritu Santo en sí misma y nuestra respuesta a su amorosa invitación.
 
A) La inspiración del Espíritu Santo. – Santo Tomás de Aquino, comentando las palabras del Apóstol: “Porque los que son movidos por el Espíritu de Dios, éstos son hijos de Dios” (Rom. 8,14), escribe: “Éstos son regidos como por cierto conductor y director; lo cual hace el Espíritu, en cuanto nos ilumina interiormente sobre lo que debemos hacer… Pero el hombre espiritual no sólo es instruido por el Espíritu Santo sobre lo que debe hacer, sino que el mismo Espíritu Santo mueve su corazón para que lo haga. Y por eso se dice que son movidos –aguntur– los que son movidos por cierto instinto superior. De donde de los animales decimos que no se mueven, sino que son movidos –non agunt sed aguntur–, porque son movidos por el instinto de la naturaleza, y no por su propia elección, a realizar sus acciones. De semejante manera, el hombre espiritual no se mueve principalmente a realizar alguna cosa por el movimiento de su propia voluntad, sino por el instinto del Espíritu Santo. Sin que por esto se excluya que obre también por su voluntad y libre albedrío, porque ese mismo movimiento de su voluntad y libre albedrío lo causa el Espíritu Santo, según aquello del Apóstol (Fil. 2,13): “Dios es el que obra en nosotros el querer y el obrar según su beneplácito”.
 
La inspiración del Espíritu Santo es al acto de virtud lo que la tentación al acto del pecado. Por un triple escalón desciende el hombre al pecado: tentación, delectación y consentimiento. El Espíritu Santo propone el acto de virtud al entendimiento y excita la voluntad; el justo, finalmente, lo aprueba y lo cumple.
 
Los actos de virtud se producen, pues, bajo el impulso y dirección del Espíritu Santo; y a medida que el alma va siendo fiel a este impulso, va adquiriendo facilidad y delectación en el ejercicio de las virtudes, y estos actos se llaman entonces frutos del Espíritu Santo. Algunos de ellos brotan del alma con tanta perfección y suavidad, que hacen feliz al alma ya en esta vida, aunque principalmente en la otra, y entonces se llaman bienaventuranzas.
 
Teniendo en nuestras almas por infusión amorosa del divino Espíritu sus preciosísimos dones, que tienen por finalidad precisamente la de hacernos dóciles a sus divinas inspiraciones, tenemos como un cierto título y derecho a pedirlas y esperarlas. Ninguna otra petición deberíamos hacer con mayor frecuencia que ésta: “Veni Creator Spiritus, mentes tuorum visita… Accende lumen sensibus, infunde amorem cordibus… Da nobis in eodem Spiritu recta sapere, et de eius semper consolatione gaudere” (Liturgia de Pentecostés).
 
B) Nuestra respuesta. – Tres cosas son necesarias por parte nuestra: la atención a las inspiraciones del Espíritu Santo, la discreción para saberlas distinguir de los movimientos de la naturaleza o del demonio y la docilidad para llevarlas a cabo. Expliquemos un poco cada una de ellas.
 

1) Atención. –

Consideremos con frecuencia que el Espíritu Santo habita dentro de nosotros mismos (1 Cor. 6,19). Si hiciéramos el vacío a todas las cosas de la tierra y nos recogiéramos en silencio y paz en nuestro propio interior, oiríamos, sin duda, su dulce voz y las insinuaciones de su amor. No se trata de una gracia extraordinaria, sino del todo normal y ordinaria en una vida cristiana seriamente vivida.


¿Por qué, pues, no oímos de hecho su voz? Por tres razones principales:

 
a) Por nuestra habitual disipación. – Dios está dentro y nosotros vivimos fuera. “El hombre interior –dice Kempis, II, 1– se recoge muy pronto, porque nunca se derrama del todo al exterior”. El mismo Espíritu Santo nos lo recuerda: “La llevaré a la soledad y allí le hablaré al corazón” (Os. 2,14).
 
He aquí unos párrafos notables del P. Plus insistiendo en estas ideas: “Dios es discreto; pero no lo es ni por timidez ni por impotencia. Podría imponerse; si no lo hace, es por delicadeza y para dejar a nuestra iniciativa más campo de acción.
 
Mas no puede imaginarse que el Señor no sea un gran señor; no puede ser que no tenga muy vivo el sentimiento de su suprema dignidad. Supongamos que donde quiere estar u obrar no hay más que locas preocupaciones, estrépito de carracas, agitaciones, torbellinos, potros salvajes, frenesí de velocidad, desplazamientos incesantes, busca inconsiderada de naderías que se agitan; ¡para qué va a pedir audiencia!
 
Dios no se comunica en el ruido. Cuando descubre el interior de un alma obstruido por mil cosas, no tiene ninguna prisa en entregarse, en ir a alojarse en medio de esas mil nimiedades. Tiene su amor propio. No le gusta ponerse a la par con las baratijas. A veces, no obstante, lo toma a su cargo, y, a pesar de la inatención, impone la atención. No se le quería recibir; ha entrado y habla. Pero en general no procede así. Evita una presencia que bien claro está no se buscaba. Si el alma está en gracia, es evidente que Él reside en ella, pero no se le manifiesta. Ya que el alma no se digna advertirlo, Él permanece inadvertido; puesto que hay sustitutivos que se le prefieren, el Bien supremo evita hacerse preferir a pesar de todo. Cuanto más el alma se derrama en las cosas, tanto menos insiste Él.
 
Si, por el contrario, observa que alguno se desembaraza de esas naderías y busca el silencio, Dios se le acerca. Esto le entusiasma. Puede manifestarse, pues sabe que el alma le oirá. No siempre se manifestará, ni será lo más común mostrarse de una manera patente; pero el alma, a buen seguro, se sentirá oscuramente invitada a subir”.
 
b) Por nuestra sensualidad. – Somos todavía demasiado carnales, y no estimamos ni saboreamos más que las cosas exteriores y agradables a los sentidos. Y, como dice San Pablo, “el hombre animal no percibe las cosas del Espíritu de Dios” (1 Cor. 2,14). Es absolutamente indispensable el espíritu de mortificación.
 
c) Por nuestras aficiones desordenadas. – “Si alguno no estuviere del todo libre de las criaturas, no podrá tender libremente a las cosas divinas. Por eso se encuentran tan pocos contemplativos, porque pocos aciertan a desembarazarse totalmente de las criaturas y cosas perecederas” (Kempis, III, 31).
 
Dos cosas, pues, es preciso practicar para oír la voz de Dios: desprenderse de todo afecto terreno y atender positivamente al divino Huésped de nuestras almas. El alma ha de estar siempre en actitud de humilde expectación: “Hablad, Señor, que vuestro siervo escucha” (1 Rey. 3.10).
 

2) Discreción.

 
Es de gran importancia en la vida espiritual el discernimiento o discreción de espíritus para saber qué espíritu nos mueve en un momento determinado. He aquí algunos de los más importantes criterios para conocer las inspiraciones divinas:
 
a) La santidad del objeto. – El demonio nunca impulsa a la virtud: y la naturaleza tampoco suele hacerlo cuando se trata de una virtud incómoda y difícil.
 
b) La conformidad con nuestro propio estado. – El Espíritu Santo no puede impulsar a un cartujo a predicar, ni a una monja contemplativa a cuidar enfermos en los hospitales.
 
c) Paz y tranquilidad del corazón. – “Una de las mejores señales de la bondad de todas las inspiraciones, y particularmente de las extraordinarias, es la paz y tranquilidad en el corazón que las recibe; porque el divino Espíritu es, en verdad, violento, pero con violencia dulce, suave y apacible. Se presenta como un viento impetuoso (Act. 2,2) y como un rayo celestial, pero no derriba ni turba a los apóstoles; el espanto que su ruido causa en ellos es momentáneo y va inmediatamente acompañado de una dulce seguridad”. El demonio, por el contrario, alborota y llena de inquietud.
 
d) Obediencia humilde. – “Todo es seguro en la obediencia y todo es sospechoso fuera de ella… El que dice que está inspirado y se niega a obedecer a los superiores y seguir su parecer, es un impostor”. Testigos de esto son gran número de herejes y apostatas que se decían inspirados por el Espíritu Santo.
 
e) El juicio del director espiritual. – En las cosas de poca importancia que ocurren todos los días no es menester una larga deliberación, sino elegir simplemente lo que parezca más conforme a la voluntad divina, sin escrúpulos ni inquietudes de conciencia; pero en las cosa dudosas de mayor importancia, el Espíritu Santo inclina siempre a consultar con los superiores o con el director espiritual.
 

3) Docilidad.

 
Consiste en seguir la inspiración de la gracia en el mismo instante en que se produzca, sin hacer esperar un segundo al Espíritu Santo. Él sabe mejor que nosotros lo que nos conviene; aceptemos, pues, lo que nos inspire y llevémoslo a cabo con corazón alegre y esforzado. El alma ha de estar siempre dispuesta a cumplir la voluntad de Dios en todo momento: “Enséñame a hacer tu voluntad, porque tú eres mi Dios” (Sal. 142,10). (Ver Voluntad de Dios).
 
El cardenal Mercier estaba plenamente convencido de la alta importancia de esta fidelidad a las mociones del Espíritu Santo en orden a nuestra plena santificación. He aquí unas palabras suyas, llenas de suavidad y de unción:
 
“Voy a revelaros un secreto de santidad y de felicidad. Si todos los días, durante cinco minutos, sabéis acallar por completo vuestra imaginación, cerrar los ojos a las cosas sensibles y vuestros oídos a todos los ruidos de la tierra para reentrar en vuestro interior; y allí, en el santuario de vuestra alma bautizada, que es el templo del Espíritu Santo, le decís:
 
¡Oh Espíritu Santo, alma de mi alma! Yo os adoro. Iluminadme, guiadme, fortalecedme, consoladme. Decidme lo que debo hacer. Dadme vuestras órdenes. Yo os prometo someterme a todo cuanto deseéis de mí y aceptar todo cuanto permitáis que me suceda. Hacedme solamente conocer vuestra santa voluntad.
 
Si hacéis esto, vuestra vida transcurrirá feliz, serena y consolada aun en medio de las penas; porque la gracia será proporcionada a la prueba, dándoos la fuerza para sobrellevarla, y llegaréis a las puertas del paraíso cargados de méritos.
 
Esta sumisión al Espíritu Santo es el secreto de la santidad”.
 

 
(Fuente: «Teología de la perfección cristiana» – A. Royo Marín. BAC.)