La Acción del Espíritu Santo: Dones

La Acción del Espíritu Santo: Dones

12 de mayo de 2024 Desactivado Por Regnumdei
Sobre él reposará el Espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yavé».


Dones del Espíritu Santo

José Mª Iraburu / Acción del Espíritu Santo

El término «dones del Espíritu Santo» puede referirse al mismo Espíritu Santo, que es Don de Dios, el Don primero, como ya vimos -Altissimi donum Dei, como decimos en el Veni, Creator-Y puede referirse tanto a las gracias actuales como a las virtudes teologales y morales, que son sin duda dones de Dios. Aquí trataremos de ellos en su sentido más estricto y teológicamente caracterizado.
Los dones del Espíritu Santo son hábitos sobrenaturales infundidos por Dios en las potencias del alma (hasta aquí, como las virtudes), para que la persona pueda recibir así con prontitud y facilidad las iluminaciones y mociones del Espíritu Santo (aquí la diferencia específica; +STh I-II,68,4).
La tradición reconoce siete dones del Espíritu, basándose en el texto de Isaías 11,2, que predice la plenitud del Espíritu en el Mesías: «Sobre él reposará el Espíritu de Yavé: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de fortaleza, espíritu de ciencia y de temor de Yavé». La versión de la Vulgata cita siete dones, también el espíritu de piedad.
Según estos dones, la razón del hombre se ve elevada y perfeccionada por el don de entendimiento, para penetrar la verdad; de sabiduría, para juzgar de las cosas divinas; de ciencia, sobre las cosas creadas; y de consejo, para la conducta práctica. Mientras que la voluntad y las inclinaciones sensibles de los apetitos son perfeccionadas por los dones de piedad, en orden a Dios y a los padres; por el don de fortaleza, contra el temor a peligros; y por el don de temor, contra el desorden de la concupiscencia. En seguida los estudiaremos uno a uno.
Los dones, cuando son activados habitualmente por obra del Espíritu Santo, elevan al justo a la vida mística y le llevan, por tanto, a la perfección cristiana. Son, pues, muy excelentes. Las virtudes teologales, como es sabido, la fe y la esperanza, concretamente, son para este tiempo de peregrinación; en tanto que solo la caridad permanecerá en el cielo. Por el contrario, «tanta es la excelencia [de los dones del Espíritu Santo], que perseveran intactos, aunque más perfectos, en el reino celestial» (Divinum illud 12).

Virtudes, al modo humano

Los dones del Espíritu Santo no son, pues, gracias actuales transitorias; son verdaderos hábitos operativos (I-II,68,3). Ahora bien, mientras que las virtudes son hábitos sobrenaturales que se rigen en su ejercicio por la razón y la fe, los dones se ejercitan bajo la acción inmediata del Espíritu Santo; es decir, le dan al hombre facilidad y prontitud para obrar «por inspiración divina» (68,1). Esta diferencia tiene grandísima importancia en la vida espiritual, y debemos analizarla atentamente.
-Las virtudes nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu Santo «al modo humano». El acto virtuoso nace de Dios, como causa principal primera, y del hombre, como causa principal segunda, que, aunque absolutamente dependiente de la primera, causa el acto a su modo natural propio, es decir, pensando con su razón y decidiendo libremente con su voluntad.
Por eso mismo, al ser infundidas las virtudes en la estructura psicológica natural del hombre, no pueden lograr por sí mismas el perfecto ejercicio de la vida sobrenatural. Podemos mostrarlo con dos ejemplos:
La oración, en régimen de virtudes, es discursiva y laboriosa, con mediación de muchas imágenes, conceptos y palabras. Y la acción -por ejemplo, perdonar una ofensa- es lenta e imperfecta, exige un tiempo de motivación en la fe, una acomodación gradual de las emociones a lo que la caridad impera… Según esto, tanto la oración como los actos virtuosos de la vida ordinaria, son realmente vida sobrenatural, ciertamente, son participación en la vida del Espíritu, pero imperfecta, «al modo humano».
-Los dones del Espíritu Santo, en cambio, nos hacen participar de la vida sobrenatural del Espíritu «al modo divino». Por tanto, el acto donal nace de Dios, causa principal primera, primera y única, y del hombre, causa instrumental, causa libre, sin duda, pero sólamente instrumental del efecto producido por el Espíritu Santo.
Pues bien, esta actividad donal, en la que la vida sobrenatural es participada al modo divino, es la única que puede llevar al cristiano a la perfecta santidad. Es decir, sólo bajo el predominio habitual activo de los dones del Espíritu Santo -a eso llamamos la vida mística- puede el cristiano ser «perfecto como el Padre celestial es perfecto» (Mt 5,48). Así lo enseña San Pablo cuando dice que «los que son movidos por el Espíritu de Dios, ésos son los [perfectos] hijos de Dios» (Rm 8,14). Veámoslo con los mismos dos ejemplos:
La oración, por los dones del Espíritu, se verá elevada a formas quietas y contemplativas, de inefable sencillez, en las que el orante no hace nada por sí mismo, es decir, a formas que transcienden ampliamente los modos naturales del entendimiento, modos naturales, laboriosos, fatigosos. Y la acción -por ejemplo, un perdón- ya no requiere ahora, bajo el régimen predominante de los dones, tiempo, reflexión, acumulación lenta de motivos, apaciguamiento gradual de las pasiones contrarias, sino que se producirá de un modo rápido y perfecto, por simple impulso divino, bajo la inmediata acción del Espíritu Santo, esto es, «al modo divino».

Actividad ascética

Según lo expuesto, la diferencia psicológica en la vivencia de las virtudes y de los dones es muy notable.
-Ejercitando las virtudes, el alma se sabe «activa», esto es, se conoce a sí misma como causa motora principal de sus propios actos -orar, trabajar, perdonar, etc.-; y es consciente de que puede prolongar estos actos, intensificarlos o suprimirlos.
-Por el contrario, en la actividad de los dones del Espíritu Santo el alma se experimenta como «pasiva», es decir, tiene conciencia de que su acción -orar, trabajar, perdonar, etc.- tiene al mismo Dios como causa principal única, siendo sólamente el alma causa instrumental de la misma. Por tanto, «en los dones del Espíritu Santo la mente humana no se comporta como motor, sino como movida» (STh II-II,52, 2 ad2m).
Por eso el alma no puede por sus propias fuerzas o industrias lograr esa actividad donal tan perfecta: no puede adquirirla, por mucho empeño e industria que ponga en ello, y tampoco está en su poder prolongarla; sólo puede recibirla cuando Dios la da y en la medida en que Dios la dé; y a veces puede, eso sí, resistirla o cesarla.
-Pasividad-activa. Importa mucho entender bien lo que sigue. En la actuación de los dones, esa pasividad radical del alma bajo el influjo del Espíritu es pasividad únicamente en relación a la iniciativa del acto, es decir, respecto del Espíritu Santo; pero una vez que el hombre recibe ese impulso divino, se asocia libre e intensamente a su moción, activando bajo el influjo de la gracia sus virtudes correspondientes. Se trata, pues, de una pasividad activísima, en la que el cristiano obra con más fuerza, frecuencia y perfección que nunca. Basta para comprobarlo el testimonio de la vida de los santos.
El padre Royo Marín muestra, por ejemplo, cómo el don de consejo perfecciona en la virtud de la prudencia su modo de ejercicio, dándole un modo divino y sobrehumano: «El Espíritu Santo pone en movimiento el don de consejo como única causa motora; pero el alma en gracia colabora como causa instrumental, a través de la virtud de la prudencia, para producir un acto sobrenatural, que procederá, en cuanto a la substancia del acto, de la virtud de la prudencia, y, en cuanto a su modalidad divina, del don de consejo. Este mismo mecanismo actúa en los demás dones. Por eso sus actos [los actos donales] se realizan con prontitud y como por instinto, sin necesidad del trabajo lento y laborioso del discurso de la razón» (El gran desconocido 154-155). «No seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre, que habla en vosotros» (Mt 10,20).

Ascética y mística

Según estas premisas, en la espiritualidad cristiana entendemos por santificación ascética y activa aquella que el alma hace de su parte, al modo humano, con el auxilio de la gracia. Y por mística y pasiva aquella manera excelente de santificación en la que es el mismo Dios quien, al modo divino, obra en el alma, siendo ésta puramente receptiva, como si por sí misma no hiciera nada. Cuando el Espíritu Santo obra por sus dones el justo, él está como paciente, que libremente recibe en sus potencias operativas el acto divino. Como dice San Juan de la Cruz, «Dios lo hace en él, habiéndose él pasivamente» (1Noche 7,5).
-Virtudes y dones crecen simultáneamente, por obra del Espíritu Santo, de modo que el cristiano va participando cada vez más y mejor de la vida divina. Sin embargo, es indudable que la actividad ascética de las virtudes predomina en los comienzos de la vida espiritual, y que mientras esa ascesis no está bien adelantada, no se llega a la vida mística pasiva, mucho más perfecta, en la que es predominante el régimen espiritual de los dones. Por eso San Juan de la Cruz, por ejemplo, enseña el camino ascendente de las noches activas como anterior e imprescindible preparación para las más altas ascensiones pasivas.
Pero téngase bien en cuenta que los dones del Espíritu Santo actúan desde el comienzo de la vida cristiana, aunque en esa fase ascética el cristiano vive la vida sobrenatural en régimen habitual de virtudes, al modo humano. Ahora bien, sólo en la perfección los dones se ejercitan habitualmente; sólo es entonces, en la fase mística, cuando el Espíritu Santo domina plenamente sobre el cristiano, y le da la vida sobrenatural al modo divino.

Los dones del Espíritu Santo

-La necesidad de los dones para la perfección cristiana se deduce fácilmente de todo lo anteriormente expuesto. En efecto, no hay perfección evangélica si no se llega a la vida mística pasiva. Tras una larga tradición patrística y espiritual, es ésta una verdad que ha entrado en la enseñanza de muchos teólogos, como luego veremos, y en el Magisterio ordinario de la Iglesia.
Así León XIII: «El hombre justo, que ya vive de la vida de la gracia y que opera mediante las virtudes, como el alma por sus potencias, tiene ciertamente necesidad de los siete dones, que comúnmente son llamados dones del Espíritu Santo. Mediante estos dones, el espíritu del hombre queda elevado y apto para obedecer con más facilidad y presteza a las inspiraciones e impulsos del Espíritu Santo. Igualmente, estos dones son de tal eficacia, que conducen al hombre al más alto grado de santidad; son tan excelentes, que permanecerán íntegramente en el cielo, aunque en grado más perfecto. Gracias a ellos es movida el alma y conducida a la consecución de las bienaventuranzas evangélicas» (Divinum illud munus 12).
Sigue aquí el Papa la doctrina de Santo Tomás, que explica así la necesidad y la perfección de los dones:
«En el hombre hay un doble principio de movimiento, uno interno, que es la razón, y otro externo, que es Dios. Ahora bien, las virtudes humanas perfeccionan al hombre en cuanto que es propio del hombre gobernarse por su razón en su vida interior y exterior. Es, pues, necesario que haya en el hombre ciertas perfecciones superiores que le dispongan para ser movido divinamente; y estas perfecciones se llaman dones, no sólo porque son infundidas por Dios [que también lo son las virtudes sobrenaturales], sino porque por ellas el hombre se hace capaz de recibir prontamente la inspiración divina. Por esto dicen algunos que los dones perfeccionan al hombre para actos superiores a los de las virtudes» (I-II,68,1). En efecto, las virtudes producen actos sobrenaturales «modo humano», mientras que los dones del Espíritu Santo los producen «ultra humanum modum» (Sent.3 dist.34, q.1,a.1).
-Los dones del Espíritu Santo son, incluso, necesarios al hombre para la misma salvación. En efecto, al ser infundidas las virtudes sobrenaturales en una naturaleza humana debilitada y mal inclinada por el pecado, aunque hay en ellas fuerza para vencer en todo al mal, de hecho, la persona caerá no pocas veces en el pecado, más o menos claramente advertido y consentido, sobre todo en el caso de ciertas tentaciones graves y súbitas.
En el caso de tales tentaciones, hubiera sido necesario que, en lugar del ejercicio lento y laborioso de las virtudes, al modo humano, la respuesta del cristiano hubiera tenido, por instinto inmediato, la seguridad y rapidez propia de los dones del Espíritu Santo, que no sólamente en la substancia, sino también en el modo de ejercicio son divinos.

Perfección relativa

La necesidad absoluta de los dones del Espíritu Santo para la perfección cristiana no argumenta en modo alguno la imperfección de las virtudes infusas, que por sí mismas, especialmente las virtudes teologales -fe, esperanza y caridad- son perfectísimas. Lo explica bien Royo Marín:
«No es que las virtudes infusas sean imperfectas en sí mismas. Al contrario, de suyo son realidades perfectísimas, estrictamente sobrenaturales y divinas. Las virtudes teologales son incluso más perfectas que los dones mismos del Espíritu Santo, como dice Santo Tomás (STh I-II,68,8). Pero las poseemos imperfectamente todas ellas -como dice también el mismo Angélico Doctor (I-II,68,2)- a causa precisamente de la modalidad humana, que se les pega inevitablemente por su acomodación al funcionamiento psicológico natural del hombre, cuando son regidas por la simple razón iluminada por la fe…
«De ahí la necesidad de que los dones del Espíritu Santo vengan en ayuda de las virtudes infusas, disponiendo las potencias de nuestra alma para ser movidas por un agente superior, el Espíritu Santo mismo, que las hará actuar de un modo divino, esto es, de un modo totalmente proporcionado al objeto perfectísimo de las virtudes infusas» (Teología de la perfección cristiana n. 131).
Es en este sentido en el que el Catecismo de la Iglesia enseña que los dones del Espíritu Santo «completan y llevan a su perfección las virtudes de quienes los reciben» (1831).