Formación Sacerdotal Espiritual
Formación de sacerdotes y seminaristas, por S. Em. Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne
Significado e importancia
de la Formación Espiritual
(Formación de sacerdotes y seminaristas)
S. Em. Cardenal Juan Luis Cipriani Thorne
Arzobispo de Lima
1. Introducción
Sobre la importancia de la formación espiritual
Se nos pide hablar sobre el significado e importancia de la formación espiritual, pensando en los sacerdotes y en los candidatos al sacerdocio. De los dos términos «significado» e «importancia», el segundo, la importancia, es casi obvia. En la ordenación diaconal, al entregarnos los Evangelios, se nos dijo: «Recibe el Evangelio de Cristo del cual has sido constituido mensajero, convierte en fe viva lo que lees, y lo que has hecho fe viva enséñalo, y cumple aquello que has enseñado». Y el Directorio para los presbíteros añade: «El cuidado de la vida espiritual se debe sentir como una exigencia gozosa por parte del mismo sacerdote, pero también como un derecho de los fieles que buscan en él —consciente o inconscientemente— al hombre de Dios (…)» (n. 39).
Los documentos más importantes de la Iglesia sobre la vida y formación de los presbíteros tratan abundantemente de la necesidad de la formación espiritual. Presbyterorum Ordinis, en el capítulo II y último, dedica 8 extensos números a la vocación a la santidad, las exigencias espirituales propias del presbítero y los medios con los que cuenta. Y el decreto Optatam Totius dedica la parte IV (de 7 que tiene) a la formación espiritual de los candidatos. La exhortación apostólica Pastores dabo vobis, después de presentar la teología del sacerdocio, contiene un amplio capítulo sobre la vida espiritual del sacerdote (el 3º); y, más adelante, expone las cuatro dimensiones que ha de tener la formación sacerdotal: humana, espiritual, intelectual y pastoral. El Directorio para el ministerio y la vida de los presbíteros compendia estas aportaciones. Dedica el primer capítulo a la identidad del presbítero. El segundo, a la «espiritualidad sacerdotal»; y el tercero, a la Formación permanente repasando las cuatro dimensiones ya citadas.
La «importancia» de la formación espiritual no necesita más comentarios. Pero vayamos al «significado»: ¿Qué se quiere decir con «formación espiritual» y en qué consiste?
Nos sentimos más urgidos a planteárnoslo cuando percibimos las carencias. Especialmente, cuando vemos que algunos jóvenes sacerdotes o no tan jóvenes, ordenados para llevar la luz de Dios han quedado como neutralizados y absorbidos por un ambiente que les puede. ¿Qué formación espiritual se les puede dar?
Sobre el significado de la formación espiritual
La palabra «formación» es una palabra común en el contexto pedagógico. Por eso se puede multiplicar su uso. Como hemos visto Pastores dabo vobis y el Directorio hablan de cuatro dimensiones de la formación sacerdotal; formación humana, formación espiritual, formación intelectual y formación pastoral. Se podrían dividir éstas o añadir otras menos importantes. Por ejemplo, podríamos hablar de la formación para el uso de los medios de comunicación, para el trato con las autoridades civiles, o para el tiempo libre, etc. Aquí la palabra formación sólo significa adquirir o desarrollar una capacidad o habilidad.
Sin embargo, cuando hablamos de «formación espiritual», la palabra «formación» adquiere el significado más profundo que se puede pensar. Porque, en efecto, se trata de adquirir una «forma», que es la forma de Cristo. Se trata de identificarse realmente con Cristo. No es menos que esto, aunque pueda parecer excesivo para la condición humana. Porque, efectivamente, es excesivo. Es un don de Dios, que se ha hecho hombre para que los hombres podamos llegar a ser hijos de Dios, según el «admirable intercambio» de que habla san Ireneo.
Esto nos aporta el significado más profundo de la formación espiritual. El sacerdote —y, en realidad, todo cristiano— tiene que vivir «Por Cristo, con Él y en Él», según la hermosa conclusión de la plegaria Eucarística romana.
2. La «formación espiritual»
Por tanto, la «formación espiritual» del sacerdote, sólo se sitúa al nivel debido, si tomamos la palabra formación en el sentido más radical. Pero lo mismo se puede decir de la palabra «espiritual». «Espiritual» aquí no significa actividades espirituales o que tienen algo que ver con lo espiritual. Aquí se refiere, en definitiva, al Espíritu Santo, Señor y dador de vida. La «vida espiritual» no es un conjunto de devociones más o menos prescindibles, sino la «vida eterna» de que habla San Juan, o el «vivir en Cristo», de que habla San Pablo. Es la vida del Espíritu que el Señor ha dado a su Iglesia.
Hay que plantearse la «formación espiritual» con esa radicalidad. Pero puede resultar difícil. ¿Cómo convertir esta verdad que parece tan sublime en una vivencia práctica? ¿Cómo conseguir esa «formación espiritual»? ¿Con qué medios contamos?
Afortunadamente, no somos los primeros cristianos. Tenemos por delante muchos testigos, con mucha experiencia y sabiduría. Podemos acudir a ellos para saber en qué consiste la vida en el Espíritu o vida espiritual, y cuáles son los medios para lograrla.
De entrada, hay que decir que la llamada a la vida espiritual es una vocación bautismal, para todos los cristianos. Desde que nos bautizaron, se nos infundió el Espíritu Santo con un principio de vida, para morir al hombre viejo resucitar en Cristo. Todos tenemos el germen de una vida nueva, y hemos de vivir de una manera nueva. Con el impulso del Espíritu tenemos que superar las viejas huellas del pecado y revestirnos de Cristo. En ese progresivo «revestirse» o «conformarse» con Cristo consiste la verdadera formación espiritual. Y dura toda la vida. El Documento de Aparecida parte de esa identificación con Cristo, como requisito para la Nueva Evangelización (punto 4.1, nn. 136-142).
El sacerdote también es un cristiano incorporado a Cristo por el Bautismo. Sobre esa vocación común, ha sido elegido y consagrado para configurarse con Cristo, Cabeza y Pastor. La nueva configuración desarrolla pero no sustituye la otra. No cambia la base de la vida espiritual cristiana, aunque le añade nuevas exigencias y medios. Por eso, repasaremos primero lo común de la vida espiritual cristiana y luego le añadiremos lo propio de la vocación sacerdotal.
3. Los cuatro aspectos de la vida espiritual
De acuerdo con la experiencia de la Iglesia, el desarrollo de la vida del Espíritu, o del vivir en Cristo tiene cuatro aspectos, fuertemente unidos.
3.1. La caridad (las disposiciones básicas)
La vida en Cristo o la vida del Espíritu Santo está presidida por la caridad, que es la disposición más básica de la vida cristiana: «el amor de Dios ha sido derramada en nuestros corazones por el Espíritu que se nos ha dado» (Rm 5,5). Toda la vida cristiana se asienta en el doble mandamiento de la caridad: el amor a Dios sobre todas las cosas (como hijos en Cristo); y el amor al prójimo como a uno mismo (como miembros de Cristo). La caridad, unida a la fe y a la esperanza, es lo primero y lo último, la base y la corona de la vida cristiana.
Es muy importante tomar conciencia de que este amor es don de Dios, y se da con el Espíritu Santo. Primero, para pedirlo humildemente. Después, para no confundirlo con cualquier sentimiento humano de benevolencia o afecto hacia Dios o hacia los demás. El amor de Dios es el amor que lleva a cumplir su voluntad, con una entrega como la de Cristo. Y el amor al prójimo es el que lleva a servir a los demás, empezando por los más cercanos, dando la vida como Cristo. El Espíritu tiene que cambiar nuestro corazón y darnos la manera de amar de Cristo. Por eso, la base de la formación espiritual consiste pedir humildemente al Señor ese amor generoso y ese don de sí. Y formarse en la caridad es ejercitarse la generosidad y la entrega en el cumplimiento de la voluntad de Dios y en el servicio a los demás.
3.2. La conversión cristiana (la ascética)
El segundo aspecto del vivir en Cristo o de la vida del Espíritu Santo, consiste en desarrollar la conversión cristiana que se inició en el Bautismo: con la ayuda de Dios, los rasgos morales de Cristo tienen que crecer y prevalecer sobre los rasgos del hombre viejo que cada hombre tiene. Según nos enseña la experiencia de la Iglesia, la conversión no termina nunca y necesita el combate espiritual, la lucha espiritual o si se quiere, en términos más generales y clásicos, la ascética.
Con la ayuda de Dios, hay que vencer o mortificar la triple concupiscencia de que habla San Juan: «la concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la soberbia de la vida» (1 Jn 2,16); que son paralelas a las tres tentaciones de Cristo (Lc 4,1-13; Mt 4,1-11). Se trata de algo perfectamente real, que tiene manifestaciones muy concretas en cada persona. En este punto, la formación consiste, en ayudar a cada cristiano a descubrir en sí mismo y en concreto, estas manifestaciones o concupiscencias del hombre viejo. Y a plantear así su combate o lucha espiritual, con la ayuda de la gracia, para que predominen en su conducta los rasgos espirituales de Jesucristo.
Esta lucha por vivir en Cristo está enraizada en los sacramentos de iniciación, y tiene un apoyo particular en el sacramento de la penitencia, donde se reparan las heridas y las derrotas. Cada cristiano debe cooperar y obedecer a las insinuaciones del Paráclito. Para ese combate espiritual, es necesario un hondo conocimiento de sí mismo. Y es útil tanto el conocimiento teórico sobre los principios de la antropología cristiana (sobre la acción del Espíritu Santo, la caridad, la gracia; el pecado, la tentación y la libertad y los medios espirituales) como el conocimiento práctico de las manifestaciones reales que tienen en uno mismo. Nos tenemos que conocer, en concreto y de verdad, como pecadores e inclinados al pecado para reconocernos también como hombres salvados en Cristo por la gracia del Espíritu. Así el principio socrático del conocimiento de sí mismo encuentra un eco nuevo en el cristianismo.
3.3. La vida de oración (vida contemplativa)
La vida espiritual se alimenta en la oración, y particularmente, en la oración mental, hecha en la intimidad con Dios. Esta es una sorprendente y constante afirmación de la experiencia espiritual de la Iglesia, siguiendo el ejemplo del mismo Cristo, que se retiraba a orar «de madrugada» (Mc 1,35; Lc 4,42) o «a la caída de la tarde» (Mt 14,23; cfr. 26,36); que pasaba noches enteras en oración, especialmente antes de acometer algo importante (Lc 6,12). Y que dedicó cuarenta días de retiro penitente antes de su misión pública (Mt 41-11).
Quien quiera conformarse con Cristo ha de repetir esa experiencia. La práctica de la oración mental enamora de las cosas divinas, introduce en los misterios de Dios, da un trato próximo con las Personas divinas y enciende la caridad. También permite conocerse a sí mismo, con un conocimiento lleno de humildad y de agradecimiento, que permite entender los acontecimientos que se viven o padecen; y disponer los asuntos de la vida como Dios quiere. En particular, en la oración se medita y se escucha la Palabra de Dios. En términos clásicos se corresponde con la vida contemplativa. Una vocación cristiana madura, necesita iniciarse en la oración y, ordinariamente, requiere alguien que enseñe y guíe. La vida de oración necesita a alimentarse en la Palabra de Dios y en los testimonios de vida cristiana. También se alimenta de la presencia de Dios y de otros medios espirituales. Todo esto se aprende y se enseña, según la constante experiencia de la Iglesia.
3.4. El trabajo y el cumplimiento del deber (vida activa)
Cumplir con el deber, desempeñar las propias obligaciones familiares y sociales, en definitiva, trabajar, es parte muy importante de la obediencia a la voluntad de Dios. Y es la manera ordinaria de servir a los demás. Por eso puede tener una relación muy directa con el doble mandamiento de la caridad. También tiene un aspecto ascético muy importante, porque sujetarse a un trabajo, exige un vencimiento personal. Y someterse a
una actividad exigente y reglada, con disciplina y esfuerzo, es imprescindible para la madurez humana y cristiana. Quienes no trabajan no maduran.
Pero el trabajo es más que un medio útil o un remedio ascético. Forma parte de la vocación humana, porque Dios puso al hombre sobre la tierra «para que la trabajara y cuidase» (Gn 2,15; cfr. 2,5). En el trabajo, se gasta ordinariamente, la mayor parte de la vida de una persona. No se debe crear una dicotomía (una «esquizofrenia» o una «doble vida», decía San Josemaría Escrivá) entre las «prácticas espirituales» y el trabajo. Si entendemos la vida espiritual como lo que es, vivir en Cristo, vivir la vida del Espíritu Santo, entonces entenderemos que lo abarca todo. Un cristiano debe trabajar cara a Dios, pidiéndole ayuda y ofreciéndole sus frutos. Entonces actúa como sacerdote de la creación, según una venerable expresión patrística, y da gloria a Dios en nombre de todo el universo. Todo, oración y trabajo, deben ser para Dios, para darle gloria y cumplir su voluntad. En la formación espiritual, hay que fomentar esta madurez.
En estos cuatro aspectos, se puede resumir la vida espiritual. Por tanto, la formación espiritual consiste en ayudar a que se forme la disposición básica de la caridad con la entrega generosa de sí mismo para cumplir la voluntad de Dios y servir a los demás. En plantear en concreto el combate espiritual, apoyado en la gracia, para superar las trabas del hombre viejo y vivir en Cristo. En enseñar la vida de oración, que nos da intimidad con Dios, conocimiento propio y discernimiento cristiano. En fomentar el desempeño fiel y responsable de los propios deberes, que es el lugar donde Dios nos ha querido en el mundo.
4. La vida espiritual del sacerdote
La consagración sacerdotal supone una nueva configuración con Cristo, Cabeza y Pastor. Dice Pastores dabo vobis: «Es esencial (…) que el sacerdote renueve continuamente y profundice cada vez más la conciencia de ser ministro de Jesucristo, en virtud de la consagración sacramental y de la configuración con Él, Cabeza y Pastor de la Iglesia» (PDV 25). Esta nueva identidad añade dimensiones propias, exigencias propias y medios propios a la común espiritualidad cristiana, pero no la sustituye. Por eso, vamos a recorrer los cuatro puntos que hemos visto, añadiendo lo específico de la vocación sacerdotal.
4.1. La caridad sacerdotal (la generosidad y el don de sí)
El sacerdote tiene exigencias y modos propios de vivir la caridad con Dios y con el prójimo. Con Dios, puede sentir más intensamente la filiación divina. Como Cristo está llamado a cumplir con más amor y abnegación la voluntad del Padre: «Mi alimento es hacer la voluntad del que me ha enviado y llevar a cabo su obra» (Jn 4,34).
En cuanto a la caridad con los demás, el sacerdote está constituido ministro de la caridad. Como parte del munus regendi, le toca, primero, fomentar la caridad y la comunión dentro de la Iglesia. En primer lugar, la comunión radical en el Espíritu Santo; la comunión en la fe, en los sacramentos, y en el régimen. El sacerdote debe vivir la comunión con su obispo y sus hermanos en el presbiterio, con los fieles que tiene encomendados; y ser un apóstol de la comunión, constructor de unidad, según una verdadera «eclesiología de comunión». No se trata de una cuestión teórica, sino de difundir el amor y la acción del Espíritu Santo.
Con el corazón de Cristo preocupado por las muchedumbres y las personas (Mc 6,34), el sacerdote debe cuidar a quienes tiene encomendados; abierto a todos los hombres; y de manera particular, a los más necesitados.
Esto, ciertamente, es mucho más de lo que se puede pedir a una persona. Hay que tenerlo presente en la formación. No es cuestión de esfuerzo, aunque hace falta esfuerzo para secundar los impulsos del Espíritu. Es cuestión de amor. De un amor que se recibe y que se acepta y al que se sirve. No basta el sentido de responsabilidad. Hace falta realmente ser movido por el Espíritu Santo. Y esto pertenece a lo más íntimo de la persona, a su trato con Dios. Desde fuera, sólo se puede proponer esa entrega, facilitar el ejemplo de los santos (y el propio testimonio) y también señalar lo que estorba. Esta donación de sí cuesta, pero, al mismo tiempo, llena de gozo y ayuda mucho a la perseverancia, porque permite gustar en esta tierra los dones del cielo.
Entre las muchas riquezas espirituales del celibato sacerdotal, está el que es una entrega «propter regnum caelorum», para una mayor dedicación a las tareas de la Iglesia. Las energías y el cariño santo que un padre de familia pone en sacar adelante a los suyos, el sacerdote lo pone en la vida de la Iglesia y en la atención de los que tiene encomendados. A pesar de la fragilidad humana, es evidente el fruto que esta entrega de millones de personas, desde hace dos mil años, ha tenido en la vida de la Iglesia y en la historia de la humanidad. Hay que dar muchas gracias a Dios y velar por este don.
4.2. La conversión sacerdotal
El sacerdote debe convertirse moralmente en Cristo, como ha sido convertido sacramentalmente. Por una parte, es un hombre como los demás, con las mismas tentaciones de la concupiscencia de la carne, de la concupiscencia de los ojos y de la soberbia de la vida (cfr. 1 Jn 2,16). Por otra parte, tiene más motivos y más ayuda de la gracia para configurarse con Cristo.
Sus respuestas a la triple concupiscencia deben tener la radicalidad de las respuestas del Señor cuando fue tentado. Esa radicalidad es testimonio del Reino de Dios, que no es de este mundo. Así en la sobriedad, y en la pobreza, y también en la castidad vivida con el don del celibato, que ya hemos mencionado y que tiene exigencias propias, para cuidarlo como un don.
¿Y cómo se puede dar formación espiritual en este aspecto? Enseñando la teoría, proponiendo el ejemplo de los santos. También concretando, porque cada uno tiene que concretar su lucha, lo que tiene que adquirir y lo que tiene que dejar. Esto se puede y se debe enseñar en una dirección espiritual confiada; con una atención personal y continuada, especialmente en el periodo de formación. Pero es tarea de toda la vida.
Para su lucha espiritual y conversión en Cristo, el sacerdote tiene los mismos medios que los demás y algunos propios: confiar en la gracia de Dios, acudir a los sacramentos, examinar la conciencia para conocerse bien, huir de las tentaciones, practicar la sobriedad y dominio de sí; y, además, ser hombre de oración y de trabajo, como vamos a ver a continuación.
4.3. La oración sacerdotal
El sacerdote, como ministro de Cristo, y como intermediario entre Dios y su pueblo, está constituido, tiene que ser un hombre de oración. Preside la oración del pueblo cristiano a Dios; y reza en nombre de todos. Y se hace hombre de oración si vive auténticamente la Plegaria Eucarística y la Liturgia de las Horas.
Esto no sustituye sino que reclama la oración mental, como no dejan de recordar todos los textos citados, inspirándose en el ejemplo de Jesucristo sacerdote. Sin oración personal, la vida sacerdotal no madura: la caridad con Dios y con el prójimo se debilita, falta profundidad y exigencia para la propia conversión, y faltan luces para alimentar la catequesis y la predicación; para aconsejar y alentar a los demás cristianos; y para responder adecuadamente a los acontecimientos.
En particular, necesita meditar en la presencia de Dios la Palabra de Dios, de la que ha sido constituido heraldo y mensajero. Necesita hablar con Dios para poder hablar de Dios (PDV 26). Lo que predica y enseña debe venir del Señor. No debe predicarse a sí mismo sino al Señor. Por eso, todo lo que enseña y predica a otros, se lo enseña y predica también a sí mismo.
La vida de oración tiene otros medios. «Es necesario —dice el Directorio— que el sacerdote organice su vida de oración de modo que incluya: la celebración diaria de la eucaristía, con una adecuada preparación y acción de gracias; la confesión frecuente, y la dirección espiritual ya practicada en el Seminario; la celebración íntegra y fervorosa de la liturgia de las horas, obligación cotidiana; el examen de conciencia; la oración mental propiamente dicha; la lectio divina; los ratos prolongados de silencio y de diálogo, sobre todo, en ejercicios y retiros espirituales periódicos; las preciosas expresiones de devoción mariana como el Rosario; el Vía Crucis y otros ejercicios piadosos; la provechosa lectura hagiográfica» (n. 39).
Dicho así, rápidamente, pueden parecer demasiadas cosas. Pero la formación espiritual consiste en integrar, poco a poco, estos medios, con su lógica propia, sobre todo en los candidatos al sacerdocio. Alentando la piedad, que es el amor de Dios que lo alimenta todo. Cuando se experimenta de qué manera ayudan y encienden, se usan con más facilidad y gusto.
4.4. El trabajo sacerdotal
Este aspecto puede parecer más propio de los laicos, pero no es así. El ministerio sacerdotal es más que un simple trabajo, pero también, en muchos aspectos, es un trabajo y hay que hacerlo al menos con el mismo sentido de responsabilidad, la misma dedicación, la misma competencia profesional, y la misma disciplina, con que los cristianos laicos sacan adelante sus responsabilidades familiares y sociales. Y también con el espíritu cristiano y el deseo de servir a Dios que mueve a los buenos cristianos.
El activismo es un frecuente defecto en la vida sacerdotal y es un peligro porque vacía, agota y mundaniza a los sacerdotes. Pero también puede ser un defecto la pereza y el desorden. Generalmente, el sacerdote depende sólo de sí mismo para la organización de su vida diaria. Esto es muy bueno, porque así tiene la elasticidad que necesita su ministerio. Pero también necesita una ascética y una entrega.
El sacerdote, como toda persona madura, necesita hábitos de disciplina y orden, para realizar una tarea eficaz. Según el servicio pastoral que se le haya encomendado, tendrá que repartir su tiempo y regular su actividad para poder atender las distintas tareas. Tendrá que acomodarse a un horario y poner orden en el régimen de su vida y de su actividad. Actividades como la predicación o la catequesis deben hacerse con el espíritu de Cristo, pero también con la preparación y la competencia necesarias; dedicando tiempo a aprender y mejorar, y aprovechando la experiencia de otros.
Todo este trabajo tiene una evidente dimensión ascética y también de caridad, porque se hace por amor de Dios y para servir a los demás y a toda la Iglesia. Por eso, es preciso realizarlo con la mayor perfección posible, pidiendo ayuda a Dios al comenzar y ofreciendo el esfuerzo y el fruto al terminar. Así el sacerdote santifica y se santifica en estas actividades, aunque no tengan relación directa con el culto; como puede ser la atención que hay que prestar a los edificios; o la organización de actividades lúdicas para jóvenes. Son cosas del Señor cuando se hacen «Por Cristo, con Él y en Él».
5. Los medios con que cuenta un obispo para la formación espiritual
Hemos visto en qué consiste la formación espiritual y en qué aspectos se puede concretar. Ahora nos interesa pensar un momento en los medios; en concreto, en los medios que un obispo tiene a su disposición para lograr esa formación. ¿Cuáles son? No son muchos, pero pueden ser muy eficaces si se emplean bien. Se pueden resumir en tres.
5.1. La formación espiritual en el seminario
La base y el fundamento de la formación espiritual se da en el seminario. Esa formación tiene dos planos.
5.1.1.Plano teórico, que es dar a conocer los fundamentos de la vida espiritual, que, en definitiva, son los principios de la antropología cristiana. Dar a conocer cuál es el sentido y el fin de la vida cristiana, cómo actúa el Espíritu Santo, lo que es la gracia y el pecado y la libertad, la tentación y las virtudes, y el valor de la entrega personal. También hay que enseñar en qué consiste la oración mental. Y poner en contacto con la experiencia de los grandes santos que son maestros de la Iglesia. La Cuarta parte del Catecismo puede servir estupendamente de guía para esta formación. Bastará repartirlo en un número suficiente de clases o charlas.
5.1.2. Plano práctico. Se trata de ayudar a cada candidato no sólo a conocerla sino a practicarla personalmente. Esto, sobre todo, pertenece a la dirección espiritual. Según los cuatro aspectos que hemos mencionado:
5.1.2.1. La caridad es enamorarse de Dios y de sus cosas. Esto sólo se puede enseñar con el ejemplo de los santos y con el testimonio personal. Se puede hacer ver a cada uno hasta qué punto es generoso con Dios, con la voluntad de Dios, y con los demás. Se le puede señalar lo que se ve de él. Y se le debe animar a que lo resuelva pidiendo la ayuda del Espíritu Santo y un verdadero cambio del corazón.
5.1.2.2. Cada uno debe comprender que necesita convertirse y que es una tarea que no termina nunca. Al empezar, puede ser más evidente lo que hay que quitar; y también lo que hay que adquirir. Es preciso ayudar a cada uno a conocerse a sí mismo, a descubrir lo que le hace daño y lo que le ayuda. Aunque todos los hombres tenemos más o menos las mismas debilidades, cada uno tiene las suyas y en concreto. Debe reconocerlas y tratar de ellas en la dirección espiritual para plantear la lucha espiritual. Se le deben dar a conocer los medios ascéticos y de la vida de oración y animarle a confiar en Dios y pedir siempre su ayuda.
5.1.2.3. Hay que introducir a cada uno en la vida de oración; de forma práctica y personal, alentando y resolviendo sus dificultades. Enseñarle a practicar la meditación o la oración mental. Y enseñarle a tener espíritu de oración en la Liturgia y en la actividad diaria.
5.1.2.4. También hay que ayudarle a que cumpla sus deberes de trabajo, de estudio y servicio, con responsabilidad, con puntualidad, con perfección. De forma que adquiera la capacidad de trabajo y el orden de vida que necesitará para desempeñar su ministerio. Todo esto también es muy visible, de manera que se puede ayudar a cada uno en concreto a corregir lo que hace mal y a adquirir lo que le falta.
Estos son tareas de dirección espiritual personal, que se han de realizar con espíritu, con caridad y confianza. Para esto es esencial la figura del director espiritual. Tiene que ser un hombre realmente espiritual, que conozca y practique lo que enseña. Y que se gane la confianza de los seminaristas y pueda acompañarles. También cuando salgan del seminario; especialmente en los primeros años. Muchas heridas se pueden sanar si se atienden bien y pronto. Y muchos progresarían más si tuvieran a quién acudir.
5.2. La formación espiritual en la formación permanente del clero
La formación permanente se desarrolla principalmente con reuniones periódicas. Las menciona el Directorio al tratar este tema (n. 26). Si se hacen bien, son una gran ayuda para todos y una ocasión de compartir aspectos muy alentadores de su vida.
– Las reuniones o retiros con un fin específicamente espiritual. Pueden tener una parte más teórica, dedicada a recordar los fundamentos de la vida espiritual y a rememorar la vida y el ejemplo de los santos. Se pueden aprovechar efemérides y aniversarios. También puede ser oportuno recomendar lecturas sólidas sobre la vida espiritual y la oración; y facilitar materiales o la compra de libros útiles. Pero lo más específico de un retiro son meditaciones dirigidas en un ambiente de oración; y el tiempo dedicado al silencio, la meditación y la adoración personal. También es una estupenda ocasión para una celebración de la penitencia.
– Los ejercicios espirituales o días de retiro. De larga tradición en la Iglesia y ampliamente recomendados. Pensados para descubrir y ahondar en las disposiciones fundamentales de la vida espiritual; la confianza en Dios, la entrega generosa, el espíritu de servicio, la disposición de lucha espiritual, la ilusión renovada por la vida de oración y por la entrega sacerdotal. Hay suficiente experiencia sobre la importancia que tienen en el camino de conversión de todos los cristianos, y especialmente de los sacerdotes.
– No conviene confundir los retiros o lo ejercicios espirituales con ciclos de conferencias o reuniones de pastoral. Esto anularía su efecto. Aunque estas cosas tienen su importancia, los retiros y los ejercicios espirituales son un género distinto. Se trata de escuchar al Señor y verse en su presencia. Por eso, deben tener tiempos claros dedicados a la meditación o adoración en un clima de silencio exterior e interior. No puede ser todo hablar nosotros.
5.3. El propio ejemplo y estima del Obispo
Hay un aspecto de la formación espiritual que se transmite a toda la diócesis con el ejemplo del Obispo. Los gestos son muy importantes y, cuando son auténticos, tienen más eficacia que las palabras; sobre todo, cuando se trata de este tipo de recomendaciones que se dan por sabidas y obligadas. Basta pensar en el ejemplo de Juan Pablo II, tantas veces recogido en oración.
El Obispo transmite un mensaje espiritual cuando pide a sus colaboradores que recen por los asuntos, y cuando les invita a dedicar un tiempo delante del Señor antes de afrontar cuestiones graves. También cuando se interesa personalmente por los sacerdotes; y les pregunta delicadamente si tienen tiempo para rezar, o si pueden retirarse unos días, lo mismo que les pregunta si están bien de salud. Así, sin necesidad de invadir la intimidad personal, se da importancia a la vida espiritual.
Además de organizarlos, también puede subrayar la importancia de los retiros y ejercicios espirituales con su presencia, con su compañía, agradeciendo a los que han ido; empleando tiempo en rezar con ellos; preocupándose de que acudan, sobre todo los más jóvenes. Todos estos gestos transmiten un mensaje inequívoco a la diócesis.
Lo mismo que transmitiría un mensaje equivocado a la diócesis si el obispo fuera solo una persona activa rodeada de colaboradores; si parece que confía sólo o principalmente en la organización y en la gestión. También manda un me
nsaje a la diócesis según con qué criterio y estilo escoge a sus colaboradores y los principales cargos de la diócesis. Todo estos mensajes hablan sobre el lugar que debe ocupar la vida espiritual en la vida de la Iglesia y de cada sacerdote. En esta materia, lo menos importante son las palabras, porque todos las conocen o las dan por supuestas.
Conclusión
Hemos llegado al final y, seguramente, no hemos dicho nada nuevo, porque en esta materia, aunque se puede ordenar de una manera u otra, propiamente no hay nada nuevo. Lo nuevo, en realidad, es caer en la cuenta también hoy de la importancia de los medios que se han vivido siempre: la caridad, como disposición fundamental; la conversión moral en Cristo; la vida de oración; y la vida de trabajo. Estos son los medios que conforman con Cristo, los medios de la formación espiritual.