Dichoso aquél que puede dar sin recordar y recibir sin olvidar. «Quien practica la fidelidad demuestra creer en lo eterno»
Dichoso aquél que puede dar sin recordar y recibir sin olvidar.
Una persona fiel o leal es aquella que se mantiene constante en sus principios, compromisos y acuerdos, en el cumplimento de sus obligaciones o en la fe que uno debe a otro. Fiel es aquél que no defrauda la confianza que se deposita en él. La fidelidad limita con la gratitud, la persona leal ha recibido un bien de otro y no olvida. Es la virtud de la memoria o la memoria como virtud.
Infiel es el que traiciona, el ingrato que olvida y prefiere las 30 monedas. Es el pobre Judas.
¿Y cómo se construye la fidelidad auténtica? Todo depende, sencillamente, de la fuerza del amor que reina en el propio corazón. Si uno ama de verdad a su familia, a sus amigos, a sus compañeros de trabajo, sabrá ser fiel a sus compromisos. No quiere ser fiel porque sí. Quiere ser fiel para dar una respuesta de amor a aquellos a los que debe algo, a los que quiere ayudar, a los que aprecia y venera en lo más profundo de su corazón. Conforme más débil es el amor, menor es la fidelidad. Las traiciones matrimoniales responden de un modo bastante exacto a esta ecuación.
La fidelidad precisa de la memoria pero también de la voluntad, porque la fidelidad es también virtud de permanencia, de constancia. En un mundo donde todo cambia, donde todo fluye, donde nunca el mismo hombre se baña en el mismo río, sólo es posible mantenerse en lo mismo gracias a la memoria voluntaria que es la fidelidad.
La verdadera fidelidad está en crisis porque quizá hemos dejado de vivir a fondo el amor. Notamos el síntoma de una enfermedad profunda, que nos hiere un poco a todos, que nos carcome, debilita y empobrece. Parece que ser fieles es cosa de tontos o de débiles. Parece que ser constantes en los valores verdaderos es señal de fracaso y de falta de realismo.
Mientras unos siguen viviendo “felices” con sus trucos, sus engaños y sus placeres de ocasión; otros, los que son fieles, los que aman, dejan una huella que no nos puede dejar indiferentes. Seguirla es el deseo que nace en quienes quieren ser felices de verdad, en los que buscan amar en serio, romper con la mediocridad y el oportunismo, vivir aquí, en esta tierra, con los ojos puestos en el cielo, donde el amor brilla con tal fuerza que no hay lugar para ser infieles. ¿Es posible traer un poco de ese cielo a nuestra tierra hambrienta de amor y de fidelidad?
La fidelidad es la voluntad constante, eterna, de permanecer vinculado a personas, creencias o formas de actuar. Fidelidad no es aguantar, ni sobrellevar a pesar de no ser felices. Es una promesa interior hecha con libertad, porque nadie es más libre que el que toma una decisión por amor. Y no un amor fugaz, sino un amor que quiere ser eterno, porque eterna es la fidelidad. Para don José Morales, profesor de Teología Dogmática en la Universidad de Navarra, y autor del libro Fidelidad, «quien practica la fidelidad demuestra creer en lo eterno».
¿Qué clase de promesa eterna se hace con fecha de caducidad?
«La fidelidad –explica en su libro el profesor Morales– es compatible con la originalidad. El hombre fiel debe frecuentemente mostrar que lo es mediante actos que se alejan de la rutina, de lo esperado, de lo meramente previsible. La fidelidad no es nunca inmovilismo, como el mar no es inmóvil, sino creativo, en su radical permanencia».
En el ámbito de la pareja, se piensa con frecuencia que la infidelidad puede provenir exclusivamente de una falta de carácter sexual, pero la infidelidad es mucho más que eso. «La fidelidad se puede adulterar en el corazón», explica don Julio Barrera, Vicepresidente de la Congregación de la Asunción, en Madrid, y experto en cursillos prematrimoniales: «El sexual es sólo un aspecto más de la fidelidad, y darle este enfoque exclusivo significa perderse muchos aspectos y muchas riquezas de su significado. La fidelidad es la coherencia con las ideas que se tienen, la palabra que se da y las promesas que se hacen: yo soy coherente, me he comprometido a algo, tengo una escala de valores, y si la mantengo a lo largo de mi vida soy fiel. Y, dentro de ese esquema global de valores, hay uno que es el compromiso a la palabra matrimonial, que tiene muchos aspectos, porque yo puedo ser infiel a mi mujer marchándome con otra, y también le puedo ser infiel si me quedo con el dinero del sueldo y no se lo doy a la familia, porque entonces habré roto mi compromiso de tener en común todo: mi ser, mi persona, mis pertenencias, y formar una comunidad de bienes que es la familia. Soy igual de infiel si falto a mi deber de darme a mí mismo en mi tiempo, en mis ideas, en un montón de cosas, que si falto yéndome con otra persona y teniendo relaciones sexuales con ella».
Juan Pablo II había anunciado muchas veces la necesidad de ser fieles a Dios, a Jesucristo y a la Iglesia. «Tres fidelidades que, en realidad, son una sola para la sensibilidad católica», afirma el profesor Morales. «La Iglesia –continúa– es, en efecto, para el buen cristiano el lugar privilegiado de fidelidad. En ella se esconde la auténtica fidelidad a Jesucristo, la absoluta e imperecedera fidelidad de Dios hacia el hombre, la del hombre hacia Dios, y la de los hombres entre sí. La Iglesia es como un sacramento de fidelidades. Quien no es fiel a la Iglesia puede dudar de la sinceridad de su fidelidad a Jesucristo».
Sin embargo, sólo Dios es fiel siempre. No recibiremos un abandono por su parte como respuesta a nuestra infidelidad. Un antiguo himno cristiano, recogido en la segunda Carta de san Pablo a Timoteo, dice: «Si nosotros somos infieles, Él permanece fiel, porque no puede negarse a Sí mismo». Y, como explica el profesor Morales, «el hombre fiel no puede vanagloriarse de su propia fidelidad, porque ésta es un don de Dios». Como es un don de Dios la familia, y la fidelidad dentro de ella: «La mejor defensa del hogar está en la fidelidad, que es un don de Dios, fiel y misericordioso, en un amor redimido por Él», dijo el Papa Juan Pablo II, en el II Encuentro para las Familias en Río de Janeiro, en 1997.
¿Ha existido siempre el valor de la fidelidad? Podemos contestar con un texto del Antiguo Testamento. Ruth la moabita, que dejó su tierra y su familia para unirse a su esposo de Israel, le dirige estas palabras a Noemí, madre de su difunto marido: «No insistas en que te deje y vuelva. Adonde tú vayas, iré yo, donde tú vivas, viviré yo; tu pueblo es el mío, tu Dios es mi Dios; donde tú mueras, allí moriré y allí me enterrarán. Sólo la muerte podrá separarnos».