Esa mentira que acostumbramos repetir…
“La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (san Agustín, De mendacio 4, 5)
La mentira se opone directa y formalmente a la verdad
Un cristiano no recorre “caminos oscuros” porque allí no está “la verdad de Dios”. Pero aunque cayera en ellos, puede contar con el perdón y la dulzura de Dios, que le devuelve a la vida de la “luz”. Lo afirmó el Papa Francisco durante una homilía en Casa Santa Marta (Abril del 2016).
Límpidos, como Dios. Y sin pecado, porque no hay error reconocido que no atraiga la ternura y el perdón del Padre. “Esta es la vida cristiana”, sintetiza el Papa Francisco comentando el pasaje de la Carta de San Juan, en la que el Apóstol pone a los creyentes ante la seria responsabilidad de no llevar una doble vida – luz de fachada y tinieblas en el corazón – porque Dios es solamente luz.
“Si decimos que no tenemos pecado, hacemos de Dios un mentiroso”, cita Francisco, poniendo de relieve la eterna lucha del hombre contra el pecado y por la gracia.:
“Si dices que estas en comunión con el Señor, ¡camina en la luz! ¡Pero la doble vida! ¡Esa no! Esa mentira que estamos tan acostumbrados a ver, incluso a caer en ella. Decir una cosa y hacer otra, ¿no? Siempre la tentación… La mentira sabemos de donde viene: en la Biblia, Jesús llama al diablo ‘padre de la mentira’, el mentiroso. Y por esto, con mucha dulzura, con mucha mansedumbre, este “abuelo” dice a la Iglesia ‘adolescente’, a la Iglesia niña: ‘¡No seas mentirosa! Tu estás en comunión con Dios, camina en la luz. Haz obras de luz, no digas una cosa y hagas otra, no a la doble vida y todo esto”.
¿Cómo debemos comportarnos en cuanto que cristianos, discípulos de Cristo, que ha dicho: “Que vuestro hablar sea: ‘Sí sí, No, no’; lo que pasa de ahí viene del Maligno”? Nosotros somos llamados a vivir en la verdad. La verdad nos hace libres (cfr. Jn 8,32). Esa verdad que es Cristo mismo y que se encuentra en su palabra, la cual nos manifiesta el amor infinito de Dios hacia nosotros.
Vivir en la verdad significa adherirse a Cristo, dejarse guiar por su Espíritu, comportarnos come él se ha comportado, con misericordia, benevolencia y compasión hacia todos.
Lo que el octavo mandamiento nos pide es por tanto mucho más que no decir mentiras. En positivo se trata de actuar “según la verdad en la caridad” (Ef 4,15). En negativo, de evitar lo que es contrario a la verdad y al amor. El Catecismo cita las diversas ofensas a la verdad (cfr. nn. 2475-2487): falso testimonio, perjurio, juicio temerario, maledicencia, calumnia, adulación y complacencia, vanagloria e ironía con mala intención.
En síntesis, se trata de evitar la mentira, es decir, “decir algo que es falso con la intención de engañar” (n. 2482). Aunque la mentira puede ser más o menos graves según la verdad que deforma, de las intenciones del mentiroso, de los daños que la víctima sufre.
Pero hay situaciones en las que, para respetar el mandamiento del amor fraterno, la verdad no debe decirse. Por ejemplo, el secreto del sacramento de la reconciliación, que no se puede violar por ningún motivo, y el secreto profesional.
“La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla” (Catecismo n. 2489).
En resumen, debemos vivir en la verdad, guiados por el amor. Sólo en este sentido se puede hablar de “mentiras piadosas”, con el fin de bien, sin malicia. Aunque, a menudo, las pequeñas o grandes mentiras derivan de nuestro egoísmo.
Para vivir bien necesitamos poder confiar unos en otros. Por otra parte, vivir en la verdad no significa decir todo lo que nos pasa por la cabeza. Por encima de todo debe estar siempre la caridad, que implica también la paciencia y el respeto. Como escribe san Pablo, la caridad “se alegra de la verdad”, pero “todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,6-7).
Necesidad de la verdad
La inclinación del hombre a conocer la verdad y a manifestarla de palabra y obra se ha torcido por el pecado, que ha herido la naturaleza con la ignorancia del intelecto y con la malicia de la voluntad. Como consecuencia del pecado, ha disminuido el amor a la verdad, y los hombres se engañan unos a otros, muchas veces por egoísmo y propio interés. Con la gracia de Cristo el cristiano puede hacer que su vida esté gobernada por la verdad.
La virtud que inclina a decir siempre la verdad se llama veracidad, sinceridad o franqueza (cfr. Catecismo, 2468). Tres aspectos fundamentales de esta virtud:
— sinceridad con uno mismo: es reconocer la verdad sobre la propia conducta, externa e interna: intenciones, pensamientos, afectos, etc.; sin miedo a agotar la verdad , sin cerrar los ojos a la realidad [2];
— sinceridad con los demás : sería imposible la convivencia humana si los hombres no tuvieran confianza recíproca, es decir, si no se dijesen la verdad o no se comportasen, p. ej., respetando los contratos, o más en general los pactos, la palabra comprometida (cfr. Catecismo, 2469);
— sinceridad con Dios: Dios lo ve todo, pero como somos hijos suyos quiere que se lo manifestemos. «Un hijo de Dios trata al Señor como Padre. Su trato no es un obsequio servil, ni una reverencia formal, de mera cortesía, sino que está lleno de sinceridad y de confianza. Dios no se escandaliza de los hombres. Dios no se cansa de nuestras infidelidades. Nuestro Padre del Cielo perdona cualquier ofensa, cuando el hijo vuelve de nuevo a Él, cuando se arrepiente y pide perdón. Nuestro Señor es tan Padre, que previene nuestros deseos de ser perdonados, y se adelanta, abriéndonos los brazos con su gracia» [3].
La sinceridad en el Sacramento de la Confesión y en la dirección espiritual son medios de extraordinaria eficacia para crecer en vida interior: en sencillez, en humildad y en las demás virtudes [4]. La sinceridad es esencial para perseverar en el seguimiento de Cristo, porque Cristo es la Verdad (cfr. Jn 14,6) [5].
Verdad y caridad
La Sagrada Escritura enseña que es preciso decir la verdad con caridad ( Ef 4, 15). La sinceridad, como todas las virtudes, se ha de vivir por amor y con amor (a Dios y a los hombres): con delicadeza y comprensión.
La corrección fraterna: es la práctica evangélica (cfr. Mt 18,15) que consiste en advertir a otro de una falta que cometida o de un defecto, para que se corrija. Es una gran manifestación de amor a la verdad y de caridad. En ocasiones puede ser un deber grave.
La sencillez en el trato con los demás . Hay sencillez cuando la intención se manifiesta con naturalidad en la conducta. La sencillez surge del amor a la verdad y del deseo de que ésta se refleje fielmente en los propios actos con naturalidad, sin afectación: esto es lo que también se conoce como sinceridad de vida . Como las demás virtudes morales, la sencillez y la sinceridad han de estar gobernadas por la prudencia, para que sean verdaderas virtudes.
Sinceridad y humildad. La sinceridad es camino para crecer en humildad («caminar en la verdad» decía Santa Teresa de Jesús). La soberbia, que tan fácilmente ve las faltas ajenas —exagerándolas o incluso inventándolas—, no se da cuenta de las propias. El amor desordenado de la personal excelencia trata siempre de impedir que nos veamos tal como somos, con todas nuestras miserias.
Dar testimonio de la verdad
«El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad» (Catecismo , 2472). Los cristianos tienen el deber de dar testimonio de la Verdad que es Cristo. Por tanto, deben ser testigos del Evangelio, con claridad y coherencia, sin esconder la fe. Lo contrario –la simulación– sería avergonzarse de Cristo, que ha dicho: «el que me negare delante de los hombres, también yo le negaré delante de mi Padre que está en los Cielos» (Mt 10,33).
«El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe: un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad» (Catecismo , 2473). Ante la alternativa entre negar la fe (de palabra o de obra) o perder la vida terrena, el cristiano debe estar dispuesto a dar la vida: «¿De qué sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mc 8,36). Cristo fue condenado a muerte por dar testimonio de la verdad (cfr. Mt 26,63-66). Una multitud de cristianos han sido mártires por mantenerse fieles a Cristo, y «la sangre de los mártires se ha transformado en semilla de nuevos cristianos».
«Si el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral, al que relativamente pocos son llamados, existe no obstante un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar cada día, incluso a costa de sufrimientos y de grandes sacrificios. En efecto, ante las múltiples dificultades, que incluso en las circunstancias más ordinarias puede exigir la fidelidad al orden moral, el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica. Le sostiene la virtud de la fortaleza, que —como enseña San Gregorio Magno— le capacita a “amar las dificultades de este mundo a la vista del premio eterno” ( Moralia in Job , 7,21,24)» [7] .
Las ofensas a la verdad
«”La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar” (San Agustín, De mendacio, 4, 5). El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo… porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44)» (Catecismo, 2482).
«La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete y los daños padecidos por los perjudicados» (Catecismo, 2484). Puede ser materia de pecado mortal «cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad» (ibidem). Hablar con ligereza o locuacidad (cfr. Mt 12,36), puede llevar fácilmente a la mentira (apreciaciones inexactas o injustas, exageraciones, a veces calumnias).
Falso testimonio y perjurio: «Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio. Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio» ( Catecismo , 2476).
Hay obligación de reparar el daño.
«El respeto a la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra que puedan causarles un daño injusto» (Catecismo, 2477). El derecho al honor y a la buena fama –tanto propio como ajeno– es un bien más precioso que las riquezas, y de gran importancia para la vida personal, familiar y social. Pecados contra la buena fama del prójimo son:
– el juicio temerario: se da cuando, sin suficiente fundamento, se admite como verdadera una supuesta culpa moral del prójimo (p. ej. juzgar que alguien ha obrado con mala intención, sin que conste así). «No juzguéis y no seréis juzgados, no condenéis, y no seréis condenados» ( Lc 6,37) (cfr. Catecismo , 2477);
– la difamación: es cualquier atentado injusto contra la fama del prójimo. Puede ser de dos tipos: la detracción o maledicencia («decir mal») , que consiste en revelar pecados o defectos realmente existentes del prójimo, sin una razón proporcionadamente grave (se llama murmuración cuando se realiza a espaldas del acusado); y la calumnia , que consiste en atribuir al prójimo pecados o defectos falsos. La calumnia encierra una doble malicia: contra la veracidad y contra la justicia (tanto más grave cuanto mayor sea la calumnia y cuanto más se difunda).
Actualmente son frecuentes estas ofensas a la verdad o a la buena fama en los medios de comunicación. También por este motivo es necesario ejercitar un sano espíritu crítico al recibir noticias de los periódicos, revistas, TV, etc. Una actitud ingenua o «credulona» lleva a la formación de juicios falsos [8].
Siempre que se haya difamado (ya sea con la detracción o con la calumnia), existe obligación de poner los medios posibles para devolver al prójimo la buena fama que injustamente se ha lesionado.
Hay que evitar la cooperación en estos pecados. Cooperan a la difamación, aunque en distinto grado, el que oye con gusto al difamador y se goza en lo que dice; el superior que no impide la murmuración sobre el súbdito, y cualquiera que –aun desagradándole el pecado de detracción–, por temor, negligencia o vergüenza, no corrige o rechaza al difamador o al calumniador, y el que propala a la ligera insinuaciones de otras personas contra la fama de un tercero [9].
Atenta también contra la verdad «toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia , alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u obtener ventajas legítimas» ( Catecismo , 2480).
El respeto de la intimidad
«El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla» ( Catecismo, 2489). «El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional» ( Catecismo, 2488).
«El secreto del sacramento de la Reconciliación es sagrado y no puede ser revelado bajo ningún pretexto. “El sigilo sacramental es inviolable; por lo cual está terminantemente prohibido al confesor descubrir al penitente, de palabra o de cualquier otro modo, y por ningún motivo” (CIC, 983, §1)» (Catecismo, 2490).
Se deben guardar los secretos profesionales y, generalmente, todo secreto natural. Revelar estos secretos representa una falta de respeto a la intimidad de las personas, y puede constituir un pecado contra la justicia.
Se debe guardar la justa reserva respecto a la vida privada de las personas. La ingerencia en la vida privada de personas comprometidas en una actividad política o pública, para divulgarla en los medios de información, es condenable en la medida en que atenta contra su intimidad y libertad (cfr. Catecismo, 2492).
Si uno enuncia algo falso creyendo que lo que dice es verdad, habrá en ello falsedad material, pero no formal, porque no se tenía intención de decir nada falso. Falta aquí, por tanto, la razón formal perfecta del concepto de mentira, porque lo no intencionado es meramente accidental y, en consecuencia, no puede constituir la diferencia específica. Pero quien dice una falsedad con voluntad de decirla, aunque resulte que lo que dice es verdad, su acto en cuanto voluntario y moral de suyo es falso, aunque sólo casualmente resulta verdad (es mentira por la intención y voluntad de mentir, aunque sean contenidos vagos). Esto es, por tanto, por lo que se especifica la mentira.
Textos en el Catecismo
2485. La mentira es condenable por su misma naturaleza. Es una profanación de la palabra cuyo objeto es comunicar a otros la verdad conocida. La intención deliberada de inducir al prójimo a error mediante palabras contrarias a la verdad constituye una falta contra la justicia y la caridad. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad.
2486 La mentira, por ser una violación de la virtud de la veracidad, es una verdadera violencia hecha a los demás. Atenta contra ellos en su capacidad de conocer, que es la condición de todo juicio y de toda decisión. Contiene en germen la división de los espíritus y todos los males que ésta suscita. La mentira es funesta para toda sociedad: socava la confianza entre los hombres y rompe el tejido de las relaciones sociales.
2487 Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia…
El respeto a la verdad
2488 El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad a quien la pide.
2489 La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla (cf Si 27, 16; Pr 25, 9-10).