Los hijos y el Bautismo

Los hijos y el Bautismo

1 de marzo de 2018 Desactivado Por Regnumdei

Con el Bautismo, devolvemos a Dios lo que de Él ha venido, pues los hijos no son propiedad de los padres, sino que es el Creador el que los confía a su responsabilidad, libremente y de forma siempre nueva, para que ellos los ayuden a ser un hijo de Dios libre

Los hijos no son propiedad de los padres, sino que es el Creador el que los confía a su responsabilidad.

El Benedicto XVI enseñó que el bautismo no es una violencia, es confiar a los pequeños a la bondad divina. Esta fiesta nos introduce en la cotidianidad de la relación con Jesús y con su amor, que nos hace verdaderamente libres y nos libera del mal.

Los hijos no son propiedad de los padres, quienes reciben del Creador la responsabilidad de ayudarlos a ser hijos de Dios: «El Bautismo es, podríamos decir, el puente que Él ha construido entre sí y nosotros, el camino por el cual se hace accesible a nosotros. Es el arcoiris divino sobre nuestra vida, la promesa del gran sí de Dios, la puerta de la esperanza y, al mismo tiempo, el signo que nos indica el camino que debemos recorrer de forma activa y dichosa para encontrarlo y sentirnos amados por Él».

Con este sacramento -ha recordado Benedicto XVI- «encomendamos cada nueva vida a Aquel que es más poderoso que los poderes oscuros del mal». «Con el Bautismo, devolvemos a Dios lo que de Él ha venido, pues los hijos no son propiedad de los padres, sino que es el Creador el que los confía a su responsabilidad, libremente y de forma siempre nueva, para que ellos los ayuden a ser un hijo de Dios libre»: «Sólo si los padres maduran esta conciencia logran encontrar el justo equilibrio entre la pretensión de poder disponer de sus propios hijos como si fueran una posesión privada, plasmándolos según sus propias ideas y anhelos, y la conducta libertaria que se expresa en dejarlos crecer, en plena autonomía satisfaciendo cada uno de sus anhelos y aspiraciones, pensando que es la forma justa de cultivar su personalidad».

En este contexto, el Papa ha puesto de relieve la riqueza y verdadera libertad de la tradición cristiana del bautismo, que, lejos de ser una violencia, introduce a los niños en la luz del amor infinito de Dios y los defiende: «Si con este sacramento, el recién bautizado se vuelve hijo adoptivo de Dios – objeto de su amor infinito que lo tutela y defiende de las fuerzas oscuras del maligno – hay que enseñarle a reconocer a Dios como padre y a saberse poner en relación con él con conducta de hijo. Y, por lo tanto, cuando según la tradición cristiana, como hacemos hoy, se bautizan a los niños introduciéndoles en la luz Dios y de sus enseñanzas, no se les hace violencia, sino que se les dona la riqueza de la vida divina en la que se arraiga la verdadera libertad, que es propia de los hijos de Dios. Una libertad que deberá ser educada y formada con la maduración de los años, para que sea capaz de elecciones personales responsables».

Evocando las palabras del evangelista Marcos, «Tú eres mi Hijo amado; en ti me complazco», que nos introducen en el corazón de esta fiesta del Bautismo del Señor, con la que concluye el tiempo de la Navidad y de las solemnidades navideñas, el Papa ha reiterado que el Señor no se cansa nunca de repetirnos «Sí, aquí estoy. Os conozco. Os amo. Hay un camino que de mí llega hasta vosotros. Y hay un camino que de vosotros sube hasta mí»: «El Creador ha asumido en Jesús las dimensiones de un niño, de un ser humano como nosotros, para poderse hacer ver y tocar. Al mismo tiempo, con su hacerse pequeño, Dios ha hecho resplandecer la luz de su grandeza. Porque, precisamente, abajándose hasta la impotencia inerme del amor, Él demuestra qué cosa es la verdadera grandeza. Aún más, qué significa ser Dios».

Uniéndose con cariño a la alegría de los padres y madres y de los padrinos y madrinas de estos pequeños que ha bautizado, Benedicto XVI los ha exhortado a tomar conciencia del don recibido y a elevar incesantemente su acción de gracias al Señor por este sacramento que introduce a sus niños en una «nueva familia más grande y estable, más abierta y numerosa, que la suya. Es decir, la familia de los creyentes, la Iglesia, la familia que tiene a Dios como Padre y en la cual todos se reconocen hermanos en Jesucristo»: «Vosotros confiáis hoy a vuestros hijos a la bondad de Dios, que es potencia de luz y de amor. Y ellos, aún entre las dificultades de la vida, no se sentirán nunca abandonados, si permanecerán unidos a Él. Preocupaos por tanto de educarlos en la fe, de enseñarles a rezar y a crecer como hacía Jesús y con su ayuda, en sabiduría, edad y gracia ante Dios y ante los hombres (cfr Lc 2,52)».